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Machismo a la rusa
Así viven el Mundial las mujeres por las calles de Moscú.
Por Florencia Paz Landeira desde Moscú
LAS CALLES DEL CENTRO de Moscú se transformaron en la trastienda de los estadios oficiales. Como si se tratara de tribunas, sobre las paredes cuelgan banderas de países y de ídolos futbolísticos. Cada bandera, en una suerte de colonización callejera, demarca el territorio que le corresponde a las hinchadas. Luchadores mexicanos, vikingos islandeses, faraones egipcios, Messis argentinos se disputan su propio mundial bajo la infinidad de lucecitas que cuelgan en las peatonales. Los rusos parecen más asombrados con lo revolucionada que está su ciudad que con el torneo en sí y aprovechan el estado de excepción para empinar botellas de vodka en cualquier esquina.
Por una de esas peatonales, caminan dos mujeres rusas – es raro verlas en grupos más numerosos – maquilladas y vestidas como para una fiesta; así van todas, en cualquier lugar a cualquier hora. Tres varones de alguna parte de Rusia o del mundo pasan por al lado y les tocan el culo. Las rusas giran levemente la cabeza y siguen. Acá, en Moscú, no pasó nada.
Los mundiales son probablemente los eventos que generan mayor exaltación de “lo nacional”. Dos brasileños aleatorios que se cruzan por la calle se funden en un abrazo fraterno como si estuvieran compartiendo un frente de batalla. Mucho se ha escrito sobre el androcentrismo de la conformación de los Estados y sus ciudadanías, pero en estas calles se reinscribe de forma carnal el carácter masculino de la nacionalidad.
En el mismo movimiento las mujeres somos reubicadas como acompañantes – esposas, novias, hijas, madres -; los protagonistas son ellos. Sin embargo, a la salida del estadio del Spartak donde Argentina se enfrentó a Islandia corre un aire fresco. Se ven dos grupos de mujeres argentinas apropiándose del espacio y del evento. En la muñeca de una y en la mochila de otra se agita nuestra bandera: el pañuelo verde.
En Moscú nos hospeda una mujer joven que se llama Olga. Es de origen ucraniano y se dedica al diseño de vestuario. Un día, salimos juntas del departamento para un trámite migratorio – “por seguridad”, dice mientras revolea los ojos – y me pidió que la esperara un minuto. Olga se deshizo de los jeans y las ojotas para ponerse un vestido, zapatos, maquillaje y hacerse los rulos. No es la excepción. Un domingo por la tarde en el Parque Gorki es un desfile de tacos altos y vestidos de fiesta.
De vuelta en la principal peatonal moscovita, a las mujeres rusas las acosan hombres de todas partes del mundo, exaltados por la promesa de que acá “están las más lindas del mundo”.
En Argentina, el movimiento feminista está jugando su partido en el Congreso pero sabe bien que la calle es todo. Entre los principales triunfos se cuenta el haber logrado desnaturalizar lo que acá es cosa de todos los días. Que las mujeres problematicemos los roles, modos de lucir y de actuar impuestos para poder construir nuestra propia posición y punto de vista. Ha logrado también que a algunos varones argentinos que vinieron a Rusia les sorprenda tanto como a mí cuando vemos a un ruso arrastrar a su novia de la muñeca cuando en un boliche le quieren hablar.
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