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Derecho de admisión

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La suspensión del Tren Blanco los dejó abandonados a su suerte en una ciudad que comenzó a mostrarles los dientes. Les hacen actas contravencionales, les secuestran los carros y los reprimen. Qué hay detrás de la industria de la basura, donde ellos trabajan sin derechos, pero también sin patrones. Cómo piensa esta nueva clase obrera, máximo símbolo de estos tiempos de precariedad.

Derecho de admisión

Parece una escena chaplinesca. Ocho personas –mujeres, adolescentes, niños y hombres adultos– intentan empujar un carro de más de 250 kilos por una rampa improvisada y empinada. Necesitan subirlo a un camión. Pero cada vez que el carro avanza cincuenta centímetros, la ley de gravedad se empeña en hacerlo retroceder un metro. Después de todo, la ley es la ley.
–¡Guarda, que no aplaste a nadie!– grita uno de los dos hombres que esperan al carro arriba del camión, con las manos infructuosamente estiradas.
A su lado, un compañero pierde la paciencia y con su vozarrón cascado le grita al resto:
–¡Vamos, carajo! ¡Ayuden todos!
Entonces, una montonera de personas desafía al carro de metal que lleva un bolsón de altura humana. Decenas de manos se hunden en el bulto de cartones, papeles y desechos para hacer más fácil lo difícil. Y así logran vencer a esa ley que siempre les juega en contra.

El tren negro
Desde el 28 de diciembre –sí, el Día de los Inocentes–, cuando la empresa TBA decidió eliminar el Tren Blanco, la misma situación se repite todas las noches, cerca de las diez, en Dorrego y Guatemala, a metros de las vías del Ferrocarril Mitre. En esa esquina, el camión espera a los cartoneros de José León Suárez para trasladar a sus barrios todos los desechos que juntan en cada jornada.
A mediados de 2007 ya se había cancelado el Tren Blanco de la línea Sarmiento y ahora le tocó al Mitre, que prestaba nueve servicios diarios. Las razones que argumentaron los voceros de la empresa fueron que los cartoneros habían desguazado el tren y que sus ocupantes agredían al resto de los pasajeros. Pero Norma Noni Flores lo desmiente: “En el peor momento de la crisis yo fui una de las que fue a hablar a tba para que nos dieran furgones sin asientos para transportar los carros con las cosas que juntamos. Nos dijeron que no tenían personal, pero que si nosotros teníamos gente para sacar los asientos y acondicionarlo, no había problema. Y nosotros lo hicimos, acondicionamos el tren sin que nos dieran un peso. Nos hicieron firmar un convenio de que nos hacíamos cargo de lo que le pasara al vagón. Ellos, en siete años, no les hicieron nada de mantenimiento. Y encima, la gente piensa que era un tren gratuito. Nosotros teníamos que pagar un abono de 10,50 pesos cada quince días”.

El mismo basural
Noni era la delegada de José León Suárez del Tren Blanco. Se encargaba de organizar a sus compañeros y cuidaba de que nadie molestara al resto de los pasajeros. Ahora es la coordinadora del camión. Viaja al lado del chofer para custodiar la mercadería de su barrio y coordina los horarios. Se hizo cartonera hace diez años, cuando su marido, albañil, se quedó sin trabajo. Flores vive en el Barrio Independencia, apenas a un kilómetro del monumento que recuerda a los fusilados por el gobierno de Aramburu en 1956, cuando lo que hoy es una plaza era un basurero. Aquel que inmortalizó Rodolfo Walsh en Operación Masacre.
El Barrio Independencia es un caserío mitad material, mitad chapa que se levanta a la vera de un zanjón que mide casi como una cancha de fútbol de ancho, y cuadras y cuadras de largo. Allí van a parar aguas servidas y desechos industriales. Allí descansan y se alimentan los chanchos de la zona. Allí duermen el sueño eterno autos derruidos. Por esas calles de tierra, sinuosas y con tantos cráteres como la Luna, hasta el sodero debe transitar a caballo. Y en casi todas las casas pueden verse carros de cartoneros.
Al lado de donde vive Noni se levanta un galpón de chapa en el que funciona una cooperativa que compra cartón, plástico, papel y otros desechos reutilizables. La conformaron 14 familias de recicladotes urbanos –como se llama a los cartoneros en el vocabulario políticamente correcto–, cansadas de que los intermediarios los estafaran con los precios y el pesaje de sus mercaderías. Por eso, ahora apuestan a comprar lo que recolectan sus compañeros a un mejor precio que los habituales intermediarios. Acopian, a su vez, grandes cantidades: vendiendo a empresas recicladoras por tonelada obtienen mejor paga que si cada uno lo hace por su cuenta y por kilo. Para llevar adelante el proyecto pidieron un crédito y compraron una balanza, después una prensa y más tarde un camión Ford, modelo 61, por 8.000 pesos. “Se convirtió en nuestro cáncer. Ahí está parado no sé desde cuándo y nosotros, gastando plata en fletes. Pero bueno, estamos acostumbrados a que todos se abusen de nosotros”, se resigna Mirta Justina Belizán, 61 años, 8 hijos, cuarenta y pico de nietos –“perdí la cuenta”, confiesa– y 16 bisnietos.
La mujer, que lleva 25 años cartoneando, emerge entre decenas de bolsones. Es la encargada de recibir a cada carro que llega repleto de materiales. Tiene sus dos piernas vendadas desde la rodilla para abajo, por las várices que le salieron de tanto cartón juntado.
Mirta tiene encendida la radio. El locutor anuncia la suba del Merval justo cuando un hombre flaquito, puro hueso, pregunta precio: “0,50 el kilo de cartón; el plástico, un peso”, informa Mirta. A continuación, la voz engolada del aparato informa sobre el récord del superávit fiscal. El hombre, que no parecía atento, pregunta al aire: “¿Dónde está el superávit ese? No sé para qué los políticos gastan tanta plata en propaganda. Si invirtieran esa plata en trabajo, acá tendrían todos los votos”.
El hombre se llama Enrique Valero. A los 58 años, llegó hasta acá en bicicleta, con una agilidad envidiable. Cartonea –como el dice– desde 1998, cuando cerró la fábrica de heladeras Patrick. “A mi edad, ¿quién me va a tomar?”, sugiere resignado, mientras saca un puñado de cartones de la canasta de la bici. “Yo ya no voy más a Capital –explica preocupado–. Hasta que sacaron el Tren Blanco iba con mi señora. ¿Pero ahora cómo hago para levantar 150 kilos hasta el camión, que tiene un metro setenta de altura? No nos da el cuerpo, se nos rompe la columna. Súmele a eso el peso del carro…”.

En Pampa y la vía
Por esa misma razón fueron a parar –literalmente– a Pampa y la vía, en el barrio de Belgrano, noventa cartoneros que venían de Garín, Zárate, Bancalari y Escobar. Para reclamar la rehabilitación del Tren Blanco, acamparon en un playón lindero al ferrocarril durante un mes y 25 días, hasta que el viernes 22 de febrero, oficiales de la Comisaría 33 y miembros de la Guardia de Infantería los desalojaron a palazos limpios por una orden irregular del Gobierno de la Ciudad. Hubo decenas de heridos y 9 detenidos acusados de resistencia a la autoridad. Dos de ellos –Walter Robles y Carlos Acuña– recobraron su libertad recién varios días después. Tanta violencia ejercida por la policía motivó una denuncia penal de la Defensora del Pueblo de la Ciudad, Alicia Pierini, radicada en el Juzgado de Instrucción Nº 49, a cargo de Facundo Cubas. “Fue un tipo de procedimiento que recuerda tiempos viejos, tiempos de la dictadura” –dijo a mu la doctora Pierini–. La policía actuó sin cumplir su propio Código de Conducta que indica que primero tiene que buscar la persuación, y la violencia es un último recurso. En este procedimiento se atacó a familias que estaban durmiendo, con sus chicos, sin resistir. No se consideró el contexto en que se produjo ese acampe: estaban allí porque se había cortado el Tren Blanco, y porque no tenían otro lugar al cual ir. El Ministerio de Espacio Público de la Ciudad había pedido el desalojo, diciendo que en caso de resistencia podía apelarse a la fuerza pública».
¿La responsabilidad, entonces, puede tenerla el Ministerio del Interior, del cual depende la Policía Federal?
No creo que cada ministro esté detrás de cada procedimiento. Pero nosotros denunciamos a la Comisaría 33ª y si tuvieron o no luz verde de arriba para reprimir así, habrá que verlo en la investigación penal.

Por su parte, el diputado macrista Martín Borrelli excusó al oficialismo de la Ciudad y pateó la responsabilidad a los intendentes del conurbano. Los acusa de “no resolver su situación social y cargar todas las responsabilidades sobre el gobierno porteño”.

Cuestión de números
La expulsión de los pobres de una ciudad como política de sanemaniento no es un invento macrista. Ya lo había inaugurado el dictador tucumano Antonio Domingo Bussi, cuando metió en un charter a los indigentes de su provincia para abandonarlos en el desierto catarmaqueño.
Tampoco parecen novedosos los mensajes del nuevo gobierno de la Ciudad. Como si se tratara de una fumigación, apenas minutos después de la represión policial en Belgrano, personal de la empresa aesa limpió la zona con mangueras que disparaban el agua con la fuerza de un cañón hidrante. En dos camiones cola de pato –esos destinados a compactar la basura– arrojaron todo lo que los cartoneros llevaban juntado en la semana. “¿Con qué le voy a dar de comer a mis hijos?”, lloraba desconsolada una mujer. “Yo no le hago daño a nadie, no salgo a robar, no chupo. Éste es mi trabajo digno”, sollozaba, aferrada a un alambrado. “¿Están buscando eso, que salga a chorrear?”, preguntaba, con bronca, sin que nadie le contestara.
“No podíamos volver en el camión por muchas razones. No sólo que no podíamos subir los carros, sino que el camión pegaba la vuelta demasiado temprano. A las ocho y media de la noche ya teníamos que estar cargando. Y para esa hora no teníamos nada juntado. !Si la gente saca la basura recién a las 8! Y si no juntamos, no comemos. Hubo veces, incluso, que el camión no venía y nos dejaba colgados”, explica Marina Lezcano, que cinco días después de la represión levanta su remera y deja ver los moretones que los machetes policiales dejaron en su abdomen. “El gobierno dice que quiso negociar, pero en realidad quiso arreglarnos con 300 pesos a cada uno. Nosotros no queríamos plata, queríamos el Tren Blanco. El dinero no es digno, el trabajo sí”, manifiesta Lezcano. A su lado, una jovencita se mete en la conversación para completar: “Yo dejé de atender un negocio en el Barrio Chino que me pagaba 500 pesos por mes. Preferí cartonear, porque así saco 300 pesos por semana. Mirá si me voy a ir a mi casa por un plan del gobierno. Con eso no pago ni el alquiler”.

Cristina, Macri y vos
Carina fue una de las oradoras en el acto de repudio que se hizo en Bolívar 1, frente a la Jefatura de Gobierno porteña, el martes 26 de febrero. “Yo le digo a esa señora que está con Mauricio Macri (por Gabriela Michetti): nosotros ahora nos sentimos como ella. Nos quitaron nuestros carros, que para nosotros es como si nos hubieran cortado las piernas. ¡Queremos saber dónde están nuestros carros!”, reclamó.
En la marcha habló un representante de cada barrio. Nadie monopolizó la palabra, tampoco hubo agrupaciones partidarias que intentaran apropiarse de la causa. La mayoría de los cartoneros que participaron eran afectados por el levantamiento del Tren Blanco, aunque también se acercaron algunos miembros de las cooperativas de recicladores porteños y del sur del Gran Buenos Aires. “Nosotros le hacemos ahorrar mucha plata a la Ciudad, nos llevamos lo que todos tiran y molesta, y así nos pagan. Nadie nos da nada. Macri va por todo, desalojan los inquilinatos, no dejan que nos atendamos en los hospitales, nos sacan lo que juntamos para darles de comer a nuestros hijos. Si no quieren ver a los pobres en la calle que nos pongan en la Plaza de Mayo y nos prendan fuego a todos”, gritó Cristina Lescano, coordinadora de la Cooperativa El Ceibo. Lescano sabe de qué habla:
Por cada tonelada de basura que va a parar a los rellenos sanitarios del ceamse, la ciudad debe pagar 35 pesos más iva.
Desde abril de 1979 hasta fines de 2007, la comuna porteña envió a enterrar un total de 39.802.071 toneladas.
Los cartoneros, estima el propio Gobierno de la Ciudad, reciclan 600 toneladas de basura diaria.
El ahorro, que los cartoneros generan al erario público porteño es, entonces, de 21.000 pesos más iva por jornada.

Lescano también denuncia el incumplimiento de la ley 992, que obliga al Gobierno de la Ciudad a incorporar a los recicladores urbanos al servicio de recolección de residuos. En este caso, parece, la ley no es la ley.
Después tomó el micrófono María Esther Alarcón, cartonera de Garín. “Cristina no subsidies más a tba –imploró–. Subsidiá a los cartoneros, queremos un tren de carga para nosotros. Nosotros te votamos a vos, pegamos carteles para que seas presidenta porque pensábamos que ibas a ayudar a los pobres. Y a los pobres nos mandaste la policía. ¿O la policía no depende del gobierno?.”
El último en hablar fue Carlos Herrero, de Florencio Varela. El hombre, de 60 años, trabajó durante 18 años como operario de Bagley. “Yo no tengo la culpa de que se haya ido la empresa”, dice y abre los brazos. Hace tres años es cartonero. “Primero nos prohibieron entrar a la Capital con los caballos. Prohibieron la tracción a sangre y tuvimos que hacer tracción humana. Ahora, me llenan de actas contravencionales, porque me acusan de trabajar en la vía pública. Y eso que tengo el carné que te da el gobierno. También me dieron guantes y un chalequito. Pero esto se está poniendo fulero. Yo no quiero ser el próximo Kosteki, Santillán, Fuentealba, Carlos Almirón. Nos tratan como si fuéramos un excremento. ¿Por qué ahora Macri no viene a abrazar a chicos pobres, como lo hacía en la campaña?”, preguntó.
A un costado, una cartonera agitaba un papel afiche naranja que en letras negras tenía escrito: “El espacio público y el trabajo de los cartoneros no se negocia”. Estaba al lado de otra que hacía flamear una pancarta proclamando: “Donde hay una necesidad, Macri ve un negocio”.
Minutos después, acompañados por Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, los cartoneros llevaron un petitorio a la Secretaría de Transporte de la Nación para que se restablezca el servicio el Tren Blanco. Y enseguida, comenzaron a retirarse para tener tiempo suficiente para juntar desechos. “Macri quiere todo el negocio para él. No se olviden de que Manliba era de una empresa suya”, susurraba Osvaldo Cainzo, de Florencio Varela, enfurecido porque desde que asumió el nuevo gobierno porteño ya le secuestraron tres carros con desechos.

El secuestro
La modalidad de secuestrar la mercadería de los cartoneros y sus carros se tornó hábito, a pesar –incluso– de que unas doce mil personas tienen la tarjeta verde mediante la que el Gobierno de la Ciudad autoriza su actividad. “Vienen dos camiones del gobierno acompañados por patrulleros y sin ninguna explicación, te levantan. Dos negros de saco y corbata te muestran la tarjetita y lo único que te dicen es que no podés juntar”, se queja Marcelo Echeverría, mientras mastica su bronca en la Plaza Congreso: con esta metodología acaba de perder tres bolsones repletos que juntó con otros cuatro compañeros. “Me tuve que trepar al camión para rescatar los carros, porque también se lo llevaban. Y cada uno cuesta como 200 pesos…”.
Marcelo no se resigna: ahora le está dando masa y masa a unos viejos reflectores de teatro para convertirlos en chatarra. Tiene unos bíceps torneados, que envidiaría cualquier fiscoculturista palermitano, de esos que se matan todos los días en el gimnasio. “Son horas y horas de trabajo”, se enorgullece. Comienza a las 10 de la mañana y no regresa a su casa hasta cuatro de la madrugada. “A veces nos quedamos acá dos o tres días, sin volver, porque te prometen que van a sacar basura importante y te quedás a esperarla. No te podés arriesgar a que pase otro y se la lleve”, dice el hombre que durante años trabajó en la construcción. Llegó a tener tres cuadrillas a cargo “Pero un día, en una obra grande, me dijeron que no podían terminarla. Me quedaron 68.000 pesos adentro, junto con mi hormigonera, mi aplicadora… Y aquí estoy, desde hace tres años dedicándome a esto. Si ahora voy a buscar trabajo, me ponen mil excusas. ¿Sabés qué pasa? A ningún gobierno le conviene terminar con los pobres. A ellos les conviene vivir de la pobreza.”
Marcelo habla de espaldas al Teatro Liceo. En la marquesina una gigantografía anuncia la presentación de la obra Codicia, donde –según dice el cartel– “un grupo de hombres pelea contra todo, para no quedar fuera de un sistema que indefectiblemente, tarde o temprano, los terminará expulsando”.
“Ahora nos están ensuciando, es fácil. Nosotros –dice Marcelo– por ahí tardamos cuatro horas en arrastrar por seis cuadras un carro con 400 kilos. ¿Te parece que chupado o drogado lo podés hacer?”, pregunta.
En la vereda de enfrente, un portero le acerca un bolsón a un cartonero. “Ésta es una buena zona”, dice Osvaldo Cainzo, un ex vidriero que quedó desocupado. “Hace siete años que paro en la plaza Dorrego. Ya me conoce todo el mundo. Si te hacés querer, la gente te da. Mi casa la armé con lo que me regalaron: garrafas, televisor, antena, cocina, lavarropa, heladera; la pilcha que uso también me la regalan. Acá podés juntar bien porque hay muchas oficinas. Yo llegué a llevarmer 250 pesos algunos días, sin que nadie me mande ni maneje mis horarios”, explica y confiesa algunas trampas diseñadas para defenderse de otros tramposos: “Como ya sé que en el depósito que me compra me curran con el peso, yo mojo el papel para que pese más y arreglo con una cerveza a los pibes de la balanza”.
El cariño que siente Osvaldo no es el que reciben todos. A principios de febrero, en el corazón de Chacarita, un grupo de vecinos decidió cortar la calle justo donde se juntan las avenidas Forest y Corrientes ante un rumor que se había extendido en el barrio: que el Gobierno de la Ciudad iba a instalar allí una planta de reciclaje urbano. “No queremos a los cartoneros”, gritaban los vecinos enfurecidos ante las cámaras de Crónica con la misma energía con que se empeñaban en aclarar que, aunque bloqueaban el tránsito, no eran piqueteros.

El cambio
«La bocha cambió”, explica Toto, uno de los nietos de Mirta que trabaja con ella en la cooperativa de José León Suárez. “Antes podías acordar con el portero de un edificio no abrirle las bolsas que saca a la calle a cambio de que te guardara los cartones y papeles. Pero el otro día, por ejemplo, a Antonio y Mirta, una pareja de paraguayos, les quemaron las carretas con todo lo que habían juntado en Belgrano. Las habían dejado atadas mientras iban a juntar más y cuando volvieron a buscarlas eran cenizas”.
Ariel Ponce interrumpe a Toto. El chico, de 14 años, trae en su carro los 400 kilos de cartón que juntó en la semana, unos 200 pesos que le servirán para alimentar a sus siete hermanos y a su madre. Hace un año y medio que cartonea. Lo hace después de las 5 de la tarde, cuando sale de estudiar. Cursa octavo año y quiere llegar a tercero del Polimodal para formarse como maestro mayor de obra.
El chico es uno de los que cada noche lleva su mercadería en el camión que sale de Dorrego y Guatemala. A la mañana siguiente, bien temprano, separa por un lado el cartón, por otro el papel blanco y por otro, el plástico. Prolijamente acomodado lo lleva hasta lo de Mirta, que lo recibe con un vaso de jugo helado para mitigar el esfuerzo y el calor. Ariel parece tímido. Sin embargo se anima a protestar por las dificultades que le genera el camión. También se queja de la discriminación. Y, sobre todo, refunfuña contra el derecho de admisión, cada vez más restrictivo, que impera en la Ciudad de Buenos Aires. Mirta lo escucha con atención, mientras opera la balanza y reflexiona: “En el campo, los animales salvajes están sueltos y si los dejás pastar, no te hacen nada. Ahora, si los acorralás, se rebelan. Eso están haciendo con nuestros jóvenes: los están acorralando”.

Artes

Un festival para celebrar el freno al vaciamiento del teatro

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La revista Llegás lanza la 8ª edición de su tradicional encuentro artístico, que incluye 35 obras a mitad de precio y algunas gratuitas. Del 31 de agosto al 12 de septiembre habrá espectáculos de teatro, danza, circo, música y magia en 15 salas de la Ciudad de Buenos Aires. El festival llega con una victoria bajo el brazo: este jueves el Senado rechazó el decreto 345/25 que pretendía desguazar el Instituto Nacional del Teatro.

Por María del Carmen Varela.

«La lucha continúa», vitorearon este jueves desde la escena teatral, una vez derogado el decreto 345/25 impulsado por el gobierno nacional para vaciar el Instituto Nacional del Teatro (INT).

En ese plan colectivo de continuar la resistencia, la revista Llegás, que ya lleva más de dos décadas visibilizando e impulsando la escena local, organiza la 8ª edición de su Festival de teatro, que en esta ocasión tendrá 35 obras a mitad de precio y algunas gratuitas, en 15 salas de la Ciudad de Buenos Aires. Del 31 de agosto al 12 de septiembre, más de 250 artistas escénicos se encontrarán con el público para compartir espectáculos de teatro, danza, circo, música y magia.

El encuentro de apertura se llevará a cabo en Factoría Club Social el domingo 31 de agosto a las 18. Una hora antes arrancarán las primeras dos obras que inauguran el festival: Evitácora, con dramaturgia de Ana Alvarado, la interpretación de Carolina Tejeda y Leonardo Volpedo y la dirección de Caro Ruy y Javier Swedsky, así como Las Cautivas, en el Teatro Metropolitan, de Mariano Tenconi Blanco, con Lorena Vega y Laura Paredes. La fiesta de cierre será en el Circuito Cultural JJ el viernes 12 de septiembre a las 20. En esta oportunidad se convocó a elencos y salas de teatro independiente, oficial y comercial.

Esta comunión artística impulsada por Llegás se da en un contexto de preocupación por el avance del gobierno nacional contra todo el ámbito de la cultura. La derogación del decreto 345/25 es un bálsamo para la escena teatral, porque sin el funcionamiento natural del INT corren serio riesgo la permanencia de muchas salas de teatro independiente en todo el país. Luego de su tratamiento en Diputados, el Senado rechazó el decreto por amplia mayoría: 57 rechazos, 13 votos afirmativos y una abstención.

“Realizar un festival es continuar con el aporte a la producción de eventos culturales desde diversos puntos de vista, ya que todos los hacedores de Llegás pertenecemos a diferentes disciplinas artísticas. A lo largo de nuestros 21 años mantenemos la gratuidad de nuestro medio de comunicación, una señal de identidad del festival que mantiene el espíritu de nuestra revista y fomenta el intercambio con las compañías teatrales”, cuenta Ricardo Tamburrano, director de la revista y quien junto a la bailarina y coreógrafa Melina Seldes organizan Llegás.

Más información y compra de entradas: www.festival-llegas.com.ar

Un festival para celebrar el freno al vaciamiento del teatro
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Festival ENTRÁ: Resistencia cultural contra el Decreto 345 que quedó ¡afuera! y un acto performático a 44 años del atentado a El Picadero

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A 44 años del atentado en plena dictadura contra el Teatro El Picadero, ayer se juntaron en su puerta unas 200 personas para recordar ese triste episodio, pero también para recuperar el espíritu de la comunidad artística de entonces que no se dejó vencer por el desaliento. En defensa del Instituto Nacional del Teatro se organizó una lectura performática a cargo de reconocidas actrices de la escena independiente. El final fue a puro tambor con Talleres Batuka. Horas más tarde, la Cámara de Diputados dio media sanción a la derogación del Decreto 345 que desfinancia al Instituto Nacional del Teatro, entre otros organismos de la Cultura.

Por María del Carmen Varela

Fotos Lina Etchesuri para lavaca

Homenaje a la resistencia cultural de Teatro Abierto. En plena dictadura señaló una esperanza.

Esto puede leerse en la placa ubicada en la puerta del Picadero, en el mítico pasaje Discépolo, inaugurado en julio de 1980, un año antes del incendio intencional que lo dejara arrasado y solo quedara en pie parte de la fachada y una grada de cemento. “Esa madrugada del 6 de agosto prendieron fuego el teatro hasta los cimientos. Había empezado Teatro Abierto de esa manera, con fuego. No lo apagaron nunca más. El teatro que quemaron goza de buena salud, está acá”, dijo la actriz Antonia De Michelis, quien junto a la dramaturga Ana Schimelman ofició de presentadoras.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

La primera lectura estuvo a cargo de Mersi Sevares, Gradiva Rondano y Pilar Pacheco. “Tres compañeras —contó Ana Schimelman— que son parte de ENTRÁ (Encuentro Nacional de Teatro en Resistencia Activa) un grupo que hace dos meses se empezó a juntar los domingos a la tarde, a la hora de la siesta, ante la angustia de cosas que están pasando, decidimos responder así, juntándonos, mirándonos a las caras, no mirando más pantallas”. Escuchamos en estas jóvenes voces “Decir sí” —una de las 21 obras que participó de Teatro Abierto —de la emblemática dramaturga Griselda Gambaro. Una vez terminada la primera lectura de la tarde, Ana invitó a lxs presentes a concurrir a la audiencia abierta que se realizará en el Congreso de la Nación el próximo viernes 8 a las 16. “Van a exponer un montón de artistas referentes de la cultura. Hay que estar ahí”.

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Las actrices Andrea Nussembaum, María Inés Sancerni y el actor Mariano Sayavedra, parte del elenco de la obra “Civilización”, con dramaturgia de Mariano Saba y dirección de Lorena Vega, interpretaron una escena de la obra, que transcurre en 1792 mientras arde el teatro de la Ranchería.

Elisa Carricajo y Laura Paredes, dos de las cuatro integrantes del colectivo teatral Piel de Lava, fueron las siguientes. Ambas sumaron un fragmento de su obra “Parlamento”. Para finalizar Lorena Vega y Valeria Lois interpretaron “El acompañamiento”, de Carlos Gorostiza.

Festival ENTRÁ: Resistencia cultural contra el Decreto 345 que quedó ¡afuera! y un acto performático a 44 años del atentado a El Picadero

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Festival ENTRÁ: Resistencia cultural contra el Decreto 345 que quedó ¡afuera! y un acto performático a 44 años del atentado a El Picadero

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

Con dramaturgia actual y de los años ´80, el encuentro reunió a varias generaciones que pusieron en práctica el ejercicio de la memoria, abrazaron al teatro y bailaron al ritmo de los tambores de Talleres Batuka. “Acá está Bety, la jubilada patotera. Si ella está defendiendo sus derechos en la calle, cómo no vamos a estar nosotrxs”, dijo la directora de Batuka señalando a Beatriz Blanco, la jubilada de 81 años que cayó de nuca al ser gaseada y empujada por un policía durante la marcha de jubiladxs en marzo de este año y a quien la ministra Bullrich acusó de “señora patotera”.

Todxs la aplaudieron y Bety se emocionó.

El pasaje Santos Discépolo fue puro festejo.

Por la lucha, por el teatro, por estar juntxs.

Continuará.

Festival ENTRÁ: Resistencia cultural contra el Decreto 345 que quedó ¡afuera! y un acto performático a 44 años del atentado a El Picadero

Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

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Foto: Lina M. Etchesuri para lavaca.

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La vida de dos mujeres en la Isla de la Paternal, entre la memoria y la lucha: una obra imperdible

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Una obra única que recorre el barrio de Paternal a través de postas de memoria, de lucha y en actual riesgo: del Albergue Warnes que soñó Eva Perón, quedó inconcluso y luego se utilizó como centro clandestino de detención; al Siluetazo de los 80´, los restoranes notables, los murales de Maradona y el orfanato Garrigós, del cual las protagonistas son parte. Vanesa Weinberg y Laura Nevole nos llevan de la mano por un mapa que nos hace ver el territorio cotidiano en perspectiva y con arte. Una obra que integra la programación de Paraíso Club.

María del Carmen Varela

Las vías del tren San Martín, la avenida Warnes y las bodegas, el Instituto Garrigós y el cementerio de La Chacarita delimitan una pequeña geografía urbana conocida como La Isla de la Paternal. En este lugar de casas bajas, fábricas activas, otras cerradas o devenidas en sitios culturales sucede un hecho teatral que integra a Casa Gómez —espacio dedicado al arte—con las calles del barrio en una pintoresca caminata: Atlas de un mundo imaginado, obra integrante de la programación de Paraíso Club, que ofrece un estreno cada mes.

Sus protagonistas son Ana y Emilia (Vanesa Weinberg y Laura Nevole) y sus versiones con menos edad son interpretadas por Camila Blander y Valentina Werenkraut. Las hermanas crecieron en este rincón de la ciudad; Ana permaneció allí y Emilia salió al mundo con entusiasmo por conocer otras islas más lejanas. Cuenta el programa de mano que ambas “siempre se sintieron atraídas por esos puntos desperdigados por los mapas, que no se sabe si son manchas o islas”.

La historia

A fines de los ´90, Emilia partió de esta isla sin agua alrededor para conocer otras islas: algunas paradisíacas y calurosas, otras frías y remotas. En su intercambio epistolar, iremos conociendo las aventuras de Emilia en tierras no tan firmes…

Ana responde con las anécdotas de su cotidiano y el relato involucra mucho más que la narrativa puramente barrial.  Se entrecruzan la propia historia, la del barrio, la del país. En la esquina de Baunes y Paz Soldán se encuentra su “barco”, anclado en plena isla, la casa familiar donde se criaron, en la que cada hermana tomó su decisión. Una, la de quedarse, otra la de marcharse: “Quien vive en una isla desea irse y también tiene miedo de salir”.

A dos cuadras de la casa, vemos el predio donde estaba el Albergue Warnes, un edificio de diez pisos que nunca terminó de construirse, para el que Eva Perón había soñado un destino de hospítal de niñxs y cuya enorme estructura inconclusa fue hogar de cientos de familias durante décadas, hasta su demolición en marzo de 1991. Quien escribe, creció en La Isla de La Paternal y vio caer la mole de cemento durante la implosión para la que se utilizó media tonelada de explosivos. Una enorme nube de polvo hizo que el aire se volviera irrespirable por un tiempo considerable para las miles de personas que contemplábamos el monumental estallido.

Emilia recuerda que el Warnes había sido utilizado como lugar de detención y tortura y menciona el Siluetazo, la acción artística iniciada en septiembre de 1983, poco tiempo antes de que finalizara la dictadura y Raúl Alfonsín asumiera la presidencia, que consistía en pintar siluetas de tamaño natural para visibilizar los cuerpos ausentes. El Albergue Warnes formó parte de esa intervención artística exhibida en su fachada. La caminata se detiene en la placita que parece una mini-isla de tamaño irregular, sobre la avenida Warnes frente a las bodegas. La placita a la que mi madre me llevaba casi a diario durante mi infancia, sin sospechar del horror que sucedía a pocos metros.

El siguiente lugar donde recala el grupo de caminantes en una tarde de sábado soleado es el Instituto Crescencia Boado de Garrigós, en Paz Soldán al 5200, que alojaba a niñas huérfanas o con situaciones familiares problemáticas. Las hermanas Ana y Emilia recuerdan a una interna de la que se habían hecho amigas a través de las rejas. “El Garrigós”, como se lo llama en el barrio, fue mucho más que un asilo para niñas. Para muchas, fue su refugio, su hogar. En una nota periodística del portal ANRed —impresa y exhibida en Casa Gómez en el marco de esta obra— las hermanas Sosa, Mónica y Aída, cuentan el rol que el “Garri” tuvo en sus vidas. Vivían con su madre y hermanos en situación de calle hasta que alguien les pasó la información del Consejo de Minoridad y de allí fueron trasladas hasta La Paternal.  Aída: “Pasar de la calle a un lugar limpio, abrigado, con comida todos  los días era impensable. Por un lado, el dolor de haber sido separadas de nuestra madre, pero al mismo tiempo la felicidad de estar en un lugar donde nos sentimos protegidas desde el primer momento”. Mónica afirma: “Somos hijas del Estado” .

De ser un instituto de minoridad, el Garrigós pasó a ser un espacio de promoción de derechos para las infancias dependiente de la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia de Argentina (SENAF), pero en marzo de este año comenzó su desmantelamiento. Hubo trabajadorxs despedidxs y se sospecha que, dado el resurgimiento inmobiliario del barrio, el predio podría ser vendido al mejor postor.

El grupo continúa la caminata por un espacio libre de edificios. Pasa por la Asociación Vecinal Círculo La Paternal, donde Ana toma clases de salsa.

En la esquina de Bielsa (ex Morlote) y Paz Soldán está la farmacia donde trabajaba Ana. Las persianas bajas y los estantes despojados dan cuenta de que ahí ya no se venden remedios ni se toma la presión. Ana cuenta que post 2001 el local dejó de abrir, ya que la crisis económica provocó que varios locales de la zona se vieran obligados a cerrar sus puertas.

La Paternal, en especial La Isla, se convirtió en refugio de artistas, con una movida cultural y gastronómica creciente. Dejó de ser una zona barrial gris, barata y mal iluminada y desde hace unos años cotiza en alza en el mercado de compra-venta de inmuebles. Hay más color en el barrio, las paredes lucen murales con el rostro de Diego, siempre vistiendo la camiseta roja del Club Argentinos Juniors . Hay locales que mutaron, una pequeña fábrica ahora es cervecería, la carnicería se transformó en  el restaurante de pastas Tita la Vedette, y la que era la casa que alquilaba la familia de mi compañera de escuela primaria Nancy allá por los ´80, ahora es la renovada y coqueta Casa Gómez, desde donde parte la caminata y a donde volveremos después de escuchar los relatos de Ana y Emilia. 

Allí veremos cuatro edificios dibujados en tinta celeste, enmarcados y colgados sobre la pared. El Garrigós, la farmacia, el albergue Warnes y el MN Santa Inés, una antigua panadería que cerró al morir su dueño y que una década más tarde fuera alquilada y reacondicionada por la cheff Jazmín Marturet. El ahora restaurante fue reciente ganador de una estrella Michelín y agota las reservas cada fin de semana.

Lxs caminantes volvemos al lugar del que partimos y las hermanas Ana y Emilia nos dicen adiós.

Y así, quienes durante una hora caminamos juntxs, nos dispersamos, abadonamos La Isla y partimos hacia otras tierras, otros puntos geográficos donde también, como Ana y Emilia, tengamos la posibilidad de reconstruir nuestros propios mapas de vida.

Atlas de un mundo imaginado

Sábados 9 y 16 de agosto, domingos 10 y 17 de agosto. Domingo 14 de septiembre y sábado 20 de septiembre

Casa Gómez, Yeruá 4962, CABA.

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