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Derecho de admisión
La suspensión del Tren Blanco los dejó abandonados a su suerte en una ciudad que comenzó a mostrarles los dientes. Les hacen actas contravencionales, les secuestran los carros y los reprimen. Qué hay detrás de la industria de la basura, donde ellos trabajan sin derechos, pero también sin patrones. Cómo piensa esta nueva clase obrera, máximo símbolo de estos tiempos de precariedad.
Parece una escena chaplinesca. Ocho personas –mujeres, adolescentes, niños y hombres adultos– intentan empujar un carro de más de 250 kilos por una rampa improvisada y empinada. Necesitan subirlo a un camión. Pero cada vez que el carro avanza cincuenta centímetros, la ley de gravedad se empeña en hacerlo retroceder un metro. Después de todo, la ley es la ley.
–¡Guarda, que no aplaste a nadie!– grita uno de los dos hombres que esperan al carro arriba del camión, con las manos infructuosamente estiradas.
A su lado, un compañero pierde la paciencia y con su vozarrón cascado le grita al resto:
–¡Vamos, carajo! ¡Ayuden todos!
Entonces, una montonera de personas desafía al carro de metal que lleva un bolsón de altura humana. Decenas de manos se hunden en el bulto de cartones, papeles y desechos para hacer más fácil lo difícil. Y así logran vencer a esa ley que siempre les juega en contra.
El tren negro
Desde el 28 de diciembre –sí, el Día de los Inocentes–, cuando la empresa TBA decidió eliminar el Tren Blanco, la misma situación se repite todas las noches, cerca de las diez, en Dorrego y Guatemala, a metros de las vías del Ferrocarril Mitre. En esa esquina, el camión espera a los cartoneros de José León Suárez para trasladar a sus barrios todos los desechos que juntan en cada jornada.
A mediados de 2007 ya se había cancelado el Tren Blanco de la línea Sarmiento y ahora le tocó al Mitre, que prestaba nueve servicios diarios. Las razones que argumentaron los voceros de la empresa fueron que los cartoneros habían desguazado el tren y que sus ocupantes agredían al resto de los pasajeros. Pero Norma Noni Flores lo desmiente: “En el peor momento de la crisis yo fui una de las que fue a hablar a tba para que nos dieran furgones sin asientos para transportar los carros con las cosas que juntamos. Nos dijeron que no tenían personal, pero que si nosotros teníamos gente para sacar los asientos y acondicionarlo, no había problema. Y nosotros lo hicimos, acondicionamos el tren sin que nos dieran un peso. Nos hicieron firmar un convenio de que nos hacíamos cargo de lo que le pasara al vagón. Ellos, en siete años, no les hicieron nada de mantenimiento. Y encima, la gente piensa que era un tren gratuito. Nosotros teníamos que pagar un abono de 10,50 pesos cada quince días”.
El mismo basural
Noni era la delegada de José León Suárez del Tren Blanco. Se encargaba de organizar a sus compañeros y cuidaba de que nadie molestara al resto de los pasajeros. Ahora es la coordinadora del camión. Viaja al lado del chofer para custodiar la mercadería de su barrio y coordina los horarios. Se hizo cartonera hace diez años, cuando su marido, albañil, se quedó sin trabajo. Flores vive en el Barrio Independencia, apenas a un kilómetro del monumento que recuerda a los fusilados por el gobierno de Aramburu en 1956, cuando lo que hoy es una plaza era un basurero. Aquel que inmortalizó Rodolfo Walsh en Operación Masacre.
El Barrio Independencia es un caserío mitad material, mitad chapa que se levanta a la vera de un zanjón que mide casi como una cancha de fútbol de ancho, y cuadras y cuadras de largo. Allí van a parar aguas servidas y desechos industriales. Allí descansan y se alimentan los chanchos de la zona. Allí duermen el sueño eterno autos derruidos. Por esas calles de tierra, sinuosas y con tantos cráteres como la Luna, hasta el sodero debe transitar a caballo. Y en casi todas las casas pueden verse carros de cartoneros.
Al lado de donde vive Noni se levanta un galpón de chapa en el que funciona una cooperativa que compra cartón, plástico, papel y otros desechos reutilizables. La conformaron 14 familias de recicladotes urbanos –como se llama a los cartoneros en el vocabulario políticamente correcto–, cansadas de que los intermediarios los estafaran con los precios y el pesaje de sus mercaderías. Por eso, ahora apuestan a comprar lo que recolectan sus compañeros a un mejor precio que los habituales intermediarios. Acopian, a su vez, grandes cantidades: vendiendo a empresas recicladoras por tonelada obtienen mejor paga que si cada uno lo hace por su cuenta y por kilo. Para llevar adelante el proyecto pidieron un crédito y compraron una balanza, después una prensa y más tarde un camión Ford, modelo 61, por 8.000 pesos. “Se convirtió en nuestro cáncer. Ahí está parado no sé desde cuándo y nosotros, gastando plata en fletes. Pero bueno, estamos acostumbrados a que todos se abusen de nosotros”, se resigna Mirta Justina Belizán, 61 años, 8 hijos, cuarenta y pico de nietos –“perdí la cuenta”, confiesa– y 16 bisnietos.
La mujer, que lleva 25 años cartoneando, emerge entre decenas de bolsones. Es la encargada de recibir a cada carro que llega repleto de materiales. Tiene sus dos piernas vendadas desde la rodilla para abajo, por las várices que le salieron de tanto cartón juntado.
Mirta tiene encendida la radio. El locutor anuncia la suba del Merval justo cuando un hombre flaquito, puro hueso, pregunta precio: “0,50 el kilo de cartón; el plástico, un peso”, informa Mirta. A continuación, la voz engolada del aparato informa sobre el récord del superávit fiscal. El hombre, que no parecía atento, pregunta al aire: “¿Dónde está el superávit ese? No sé para qué los políticos gastan tanta plata en propaganda. Si invirtieran esa plata en trabajo, acá tendrían todos los votos”.
El hombre se llama Enrique Valero. A los 58 años, llegó hasta acá en bicicleta, con una agilidad envidiable. Cartonea –como el dice– desde 1998, cuando cerró la fábrica de heladeras Patrick. “A mi edad, ¿quién me va a tomar?”, sugiere resignado, mientras saca un puñado de cartones de la canasta de la bici. “Yo ya no voy más a Capital –explica preocupado–. Hasta que sacaron el Tren Blanco iba con mi señora. ¿Pero ahora cómo hago para levantar 150 kilos hasta el camión, que tiene un metro setenta de altura? No nos da el cuerpo, se nos rompe la columna. Súmele a eso el peso del carro…”.
En Pampa y la vía
Por esa misma razón fueron a parar –literalmente– a Pampa y la vía, en el barrio de Belgrano, noventa cartoneros que venían de Garín, Zárate, Bancalari y Escobar. Para reclamar la rehabilitación del Tren Blanco, acamparon en un playón lindero al ferrocarril durante un mes y 25 días, hasta que el viernes 22 de febrero, oficiales de la Comisaría 33 y miembros de la Guardia de Infantería los desalojaron a palazos limpios por una orden irregular del Gobierno de la Ciudad. Hubo decenas de heridos y 9 detenidos acusados de resistencia a la autoridad. Dos de ellos –Walter Robles y Carlos Acuña– recobraron su libertad recién varios días después. Tanta violencia ejercida por la policía motivó una denuncia penal de la Defensora del Pueblo de la Ciudad, Alicia Pierini, radicada en el Juzgado de Instrucción Nº 49, a cargo de Facundo Cubas. “Fue un tipo de procedimiento que recuerda tiempos viejos, tiempos de la dictadura” –dijo a mu la doctora Pierini–. La policía actuó sin cumplir su propio Código de Conducta que indica que primero tiene que buscar la persuación, y la violencia es un último recurso. En este procedimiento se atacó a familias que estaban durmiendo, con sus chicos, sin resistir. No se consideró el contexto en que se produjo ese acampe: estaban allí porque se había cortado el Tren Blanco, y porque no tenían otro lugar al cual ir. El Ministerio de Espacio Público de la Ciudad había pedido el desalojo, diciendo que en caso de resistencia podía apelarse a la fuerza pública”.
¿La responsabilidad, entonces, puede tenerla el Ministerio del Interior, del cual depende la Policía Federal?
No creo que cada ministro esté detrás de cada procedimiento. Pero nosotros denunciamos a la Comisaría 33ª y si tuvieron o no luz verde de arriba para reprimir así, habrá que verlo en la investigación penal.
Por su parte, el diputado macrista Martín Borrelli excusó al oficialismo de la Ciudad y pateó la responsabilidad a los intendentes del conurbano. Los acusa de “no resolver su situación social y cargar todas las responsabilidades sobre el gobierno porteño”.
Cuestión de números
La expulsión de los pobres de una ciudad como política de sanemaniento no es un invento macrista. Ya lo había inaugurado el dictador tucumano Antonio Domingo Bussi, cuando metió en un charter a los indigentes de su provincia para abandonarlos en el desierto catarmaqueño.
Tampoco parecen novedosos los mensajes del nuevo gobierno de la Ciudad. Como si se tratara de una fumigación, apenas minutos después de la represión policial en Belgrano, personal de la empresa aesa limpió la zona con mangueras que disparaban el agua con la fuerza de un cañón hidrante. En dos camiones cola de pato –esos destinados a compactar la basura– arrojaron todo lo que los cartoneros llevaban juntado en la semana. “¿Con qué le voy a dar de comer a mis hijos?”, lloraba desconsolada una mujer. “Yo no le hago daño a nadie, no salgo a robar, no chupo. Éste es mi trabajo digno”, sollozaba, aferrada a un alambrado. “¿Están buscando eso, que salga a chorrear?”, preguntaba, con bronca, sin que nadie le contestara.
“No podíamos volver en el camión por muchas razones. No sólo que no podíamos subir los carros, sino que el camión pegaba la vuelta demasiado temprano. A las ocho y media de la noche ya teníamos que estar cargando. Y para esa hora no teníamos nada juntado. !Si la gente saca la basura recién a las 8! Y si no juntamos, no comemos. Hubo veces, incluso, que el camión no venía y nos dejaba colgados”, explica Marina Lezcano, que cinco días después de la represión levanta su remera y deja ver los moretones que los machetes policiales dejaron en su abdomen. “El gobierno dice que quiso negociar, pero en realidad quiso arreglarnos con 300 pesos a cada uno. Nosotros no queríamos plata, queríamos el Tren Blanco. El dinero no es digno, el trabajo sí”, manifiesta Lezcano. A su lado, una jovencita se mete en la conversación para completar: “Yo dejé de atender un negocio en el Barrio Chino que me pagaba 500 pesos por mes. Preferí cartonear, porque así saco 300 pesos por semana. Mirá si me voy a ir a mi casa por un plan del gobierno. Con eso no pago ni el alquiler”.
Cristina, Macri y vos
Carina fue una de las oradoras en el acto de repudio que se hizo en Bolívar 1, frente a la Jefatura de Gobierno porteña, el martes 26 de febrero. “Yo le digo a esa señora que está con Mauricio Macri (por Gabriela Michetti): nosotros ahora nos sentimos como ella. Nos quitaron nuestros carros, que para nosotros es como si nos hubieran cortado las piernas. ¡Queremos saber dónde están nuestros carros!”, reclamó.
En la marcha habló un representante de cada barrio. Nadie monopolizó la palabra, tampoco hubo agrupaciones partidarias que intentaran apropiarse de la causa. La mayoría de los cartoneros que participaron eran afectados por el levantamiento del Tren Blanco, aunque también se acercaron algunos miembros de las cooperativas de recicladores porteños y del sur del Gran Buenos Aires. “Nosotros le hacemos ahorrar mucha plata a la Ciudad, nos llevamos lo que todos tiran y molesta, y así nos pagan. Nadie nos da nada. Macri va por todo, desalojan los inquilinatos, no dejan que nos atendamos en los hospitales, nos sacan lo que juntamos para darles de comer a nuestros hijos. Si no quieren ver a los pobres en la calle que nos pongan en la Plaza de Mayo y nos prendan fuego a todos”, gritó Cristina Lescano, coordinadora de la Cooperativa El Ceibo. Lescano sabe de qué habla:
Por cada tonelada de basura que va a parar a los rellenos sanitarios del ceamse, la ciudad debe pagar 35 pesos más iva.
Desde abril de 1979 hasta fines de 2007, la comuna porteña envió a enterrar un total de 39.802.071 toneladas.
Los cartoneros, estima el propio Gobierno de la Ciudad, reciclan 600 toneladas de basura diaria.
El ahorro, que los cartoneros generan al erario público porteño es, entonces, de 21.000 pesos más iva por jornada.
Lescano también denuncia el incumplimiento de la ley 992, que obliga al Gobierno de la Ciudad a incorporar a los recicladores urbanos al servicio de recolección de residuos. En este caso, parece, la ley no es la ley.
Después tomó el micrófono María Esther Alarcón, cartonera de Garín. “Cristina no subsidies más a tba –imploró–. Subsidiá a los cartoneros, queremos un tren de carga para nosotros. Nosotros te votamos a vos, pegamos carteles para que seas presidenta porque pensábamos que ibas a ayudar a los pobres. Y a los pobres nos mandaste la policía. ¿O la policía no depende del gobierno?.”
El último en hablar fue Carlos Herrero, de Florencio Varela. El hombre, de 60 años, trabajó durante 18 años como operario de Bagley. “Yo no tengo la culpa de que se haya ido la empresa”, dice y abre los brazos. Hace tres años es cartonero. “Primero nos prohibieron entrar a la Capital con los caballos. Prohibieron la tracción a sangre y tuvimos que hacer tracción humana. Ahora, me llenan de actas contravencionales, porque me acusan de trabajar en la vía pública. Y eso que tengo el carné que te da el gobierno. También me dieron guantes y un chalequito. Pero esto se está poniendo fulero. Yo no quiero ser el próximo Kosteki, Santillán, Fuentealba, Carlos Almirón. Nos tratan como si fuéramos un excremento. ¿Por qué ahora Macri no viene a abrazar a chicos pobres, como lo hacía en la campaña?”, preguntó.
A un costado, una cartonera agitaba un papel afiche naranja que en letras negras tenía escrito: “El espacio público y el trabajo de los cartoneros no se negocia”. Estaba al lado de otra que hacía flamear una pancarta proclamando: “Donde hay una necesidad, Macri ve un negocio”.
Minutos después, acompañados por Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo-Línea Fundadora, los cartoneros llevaron un petitorio a la Secretaría de Transporte de la Nación para que se restablezca el servicio el Tren Blanco. Y enseguida, comenzaron a retirarse para tener tiempo suficiente para juntar desechos. “Macri quiere todo el negocio para él. No se olviden de que Manliba era de una empresa suya”, susurraba Osvaldo Cainzo, de Florencio Varela, enfurecido porque desde que asumió el nuevo gobierno porteño ya le secuestraron tres carros con desechos.
El secuestro
La modalidad de secuestrar la mercadería de los cartoneros y sus carros se tornó hábito, a pesar –incluso– de que unas doce mil personas tienen la tarjeta verde mediante la que el Gobierno de la Ciudad autoriza su actividad. “Vienen dos camiones del gobierno acompañados por patrulleros y sin ninguna explicación, te levantan. Dos negros de saco y corbata te muestran la tarjetita y lo único que te dicen es que no podés juntar”, se queja Marcelo Echeverría, mientras mastica su bronca en la Plaza Congreso: con esta metodología acaba de perder tres bolsones repletos que juntó con otros cuatro compañeros. “Me tuve que trepar al camión para rescatar los carros, porque también se lo llevaban. Y cada uno cuesta como 200 pesos…”.
Marcelo no se resigna: ahora le está dando masa y masa a unos viejos reflectores de teatro para convertirlos en chatarra. Tiene unos bíceps torneados, que envidiaría cualquier fiscoculturista palermitano, de esos que se matan todos los días en el gimnasio. “Son horas y horas de trabajo”, se enorgullece. Comienza a las 10 de la mañana y no regresa a su casa hasta cuatro de la madrugada. “A veces nos quedamos acá dos o tres días, sin volver, porque te prometen que van a sacar basura importante y te quedás a esperarla. No te podés arriesgar a que pase otro y se la lleve”, dice el hombre que durante años trabajó en la construcción. Llegó a tener tres cuadrillas a cargo “Pero un día, en una obra grande, me dijeron que no podían terminarla. Me quedaron 68.000 pesos adentro, junto con mi hormigonera, mi aplicadora… Y aquí estoy, desde hace tres años dedicándome a esto. Si ahora voy a buscar trabajo, me ponen mil excusas. ¿Sabés qué pasa? A ningún gobierno le conviene terminar con los pobres. A ellos les conviene vivir de la pobreza.”
Marcelo habla de espaldas al Teatro Liceo. En la marquesina una gigantografía anuncia la presentación de la obra Codicia, donde –según dice el cartel– “un grupo de hombres pelea contra todo, para no quedar fuera de un sistema que indefectiblemente, tarde o temprano, los terminará expulsando”.
“Ahora nos están ensuciando, es fácil. Nosotros –dice Marcelo– por ahí tardamos cuatro horas en arrastrar por seis cuadras un carro con 400 kilos. ¿Te parece que chupado o drogado lo podés hacer?”, pregunta.
En la vereda de enfrente, un portero le acerca un bolsón a un cartonero. “Ésta es una buena zona”, dice Osvaldo Cainzo, un ex vidriero que quedó desocupado. “Hace siete años que paro en la plaza Dorrego. Ya me conoce todo el mundo. Si te hacés querer, la gente te da. Mi casa la armé con lo que me regalaron: garrafas, televisor, antena, cocina, lavarropa, heladera; la pilcha que uso también me la regalan. Acá podés juntar bien porque hay muchas oficinas. Yo llegué a llevarmer 250 pesos algunos días, sin que nadie me mande ni maneje mis horarios”, explica y confiesa algunas trampas diseñadas para defenderse de otros tramposos: “Como ya sé que en el depósito que me compra me curran con el peso, yo mojo el papel para que pese más y arreglo con una cerveza a los pibes de la balanza”.
El cariño que siente Osvaldo no es el que reciben todos. A principios de febrero, en el corazón de Chacarita, un grupo de vecinos decidió cortar la calle justo donde se juntan las avenidas Forest y Corrientes ante un rumor que se había extendido en el barrio: que el Gobierno de la Ciudad iba a instalar allí una planta de reciclaje urbano. “No queremos a los cartoneros”, gritaban los vecinos enfurecidos ante las cámaras de Crónica con la misma energía con que se empeñaban en aclarar que, aunque bloqueaban el tránsito, no eran piqueteros.
El cambio
“La bocha cambió”, explica Toto, uno de los nietos de Mirta que trabaja con ella en la cooperativa de José León Suárez. “Antes podías acordar con el portero de un edificio no abrirle las bolsas que saca a la calle a cambio de que te guardara los cartones y papeles. Pero el otro día, por ejemplo, a Antonio y Mirta, una pareja de paraguayos, les quemaron las carretas con todo lo que habían juntado en Belgrano. Las habían dejado atadas mientras iban a juntar más y cuando volvieron a buscarlas eran cenizas”.
Ariel Ponce interrumpe a Toto. El chico, de 14 años, trae en su carro los 400 kilos de cartón que juntó en la semana, unos 200 pesos que le servirán para alimentar a sus siete hermanos y a su madre. Hace un año y medio que cartonea. Lo hace después de las 5 de la tarde, cuando sale de estudiar. Cursa octavo año y quiere llegar a tercero del Polimodal para formarse como maestro mayor de obra.
El chico es uno de los que cada noche lleva su mercadería en el camión que sale de Dorrego y Guatemala. A la mañana siguiente, bien temprano, separa por un lado el cartón, por otro el papel blanco y por otro, el plástico. Prolijamente acomodado lo lleva hasta lo de Mirta, que lo recibe con un vaso de jugo helado para mitigar el esfuerzo y el calor. Ariel parece tímido. Sin embargo se anima a protestar por las dificultades que le genera el camión. También se queja de la discriminación. Y, sobre todo, refunfuña contra el derecho de admisión, cada vez más restrictivo, que impera en la Ciudad de Buenos Aires. Mirta lo escucha con atención, mientras opera la balanza y reflexiona: “En el campo, los animales salvajes están sueltos y si los dejás pastar, no te hacen nada. Ahora, si los acorralás, se rebelan. Eso están haciendo con nuestros jóvenes: los están acorralando”.
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Lo divino
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