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“Que se use a la ciencia para saber lo que pasa”

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Virginia Aparicio, ingeniera agrónoma, doctora en Ciencias Agropecuarias, responsable del laboratorio INTA-Balcarce que realizó la investigación sobre plaguicidas en Lobos. ¿Quién se va a hacer cargo de las consecuencias de las fumigaciones? Por Sergio Ciancaglini.

Esta nota forma parte de la edición 160 de MU que hicimos gracias a nuestrxs suscriptorxs. #HaceteCómplice acá.

“Que se use a la ciencia para saber lo que pasa”

No llueven estrellas ni café en el campo. No se casa una vieja, y sobre llovido no está mojado sino algo mucho peor. No hay poesía ni refranero que imagine lo que pasa en Lobos, Buenos Aires, donde lo que cae no es agua solamente sino lluvia con trabalenguas: imidacloprid, atrazina-desisopropil, piperonil butóxido, tebuconazol, 2,4D, clorpirifos, pendimentalin, entre un total de 10 plaguicidas (4 herbicidas, 3 insecticidas, 2 fungicidas y un sinergista). 

Sabemos que el supuesto progreso ha generado la lluvia ácida y la radiactiva. Tal vez ya sea tiempo de incluir en los diccionarios a la lluvia agrotóxica. 

  • No es solo un tema pluvial.   
  • En el agua subterránea (pozos particulares, escuelas y redes de agua corriente) se detectó un total de 11 plaguicidas, incluyendo 2,4D y atrazina. 
  • En el agua superficial, 12 plaguicidas.  
  • En los sedimientos de la Laguna de Lobos, 7 plaguicidas empezando por el glifosato. 
  • En el material vegetal del casco urbano, 6 de estos plaguicidas.   
  • En los suelos, 5 plaguicidas (nuevamente el glifosato y el resto de este cóctel).  

En cuatro de las muestras de agua se superaron los valores admitidos por la Unión Europea (0,1 microgramo de molécula de un pesticida por litro, o 0,5 microgramos sumando moléculas de distintos pesticidas). El tema es discutible, porque al ser sustancias que se acumulan en los seres vivos con efectos crónicos, lo “admisible” hoy puede ser el disparador de la enfermedad mañana. 

Los datos: 

  • La atrazina estuvo 6 veces por encima de ese umbral en una muestra (600% más) y 3,5 veces en otra. 
  • El 2,4 DB: 5 veces por encima. 
  • El 2,4D, 45 veces por encima (4.500%). 
  • La suma de moléculas de distintos pesticidas contamina al agua 11 veces por arriba  del parámetro europeo. 
  • En otra de las muestras el 2,4D está 550 veces por arriba del umbral (55.000%) y el cóctel molecular del agua supera 111 veces el límite admitido en Europa para la suma de moléculas, con 55,35 microgramos por litro.

Los plaguicidas (de los cuales  se detectaron 22 variedades en total) no son inocuos, sino venenos: el sufijo “cida” se refiere a algo que mata. Se fabrican, venden y aplican para exterminar supuestas plagas. Algunos son probablemente cancerígenos, otros son disruptores endócrinos (afectan a las hormonas con efectos sobre la salud y la descendencia del organismo expuesto), otros reúnen ambas formas de enfermedad y letalidad.  

La situación de Lobos puede saberse hoy con certeza por dos razones: 

  • Lo venía denunciando desde hace años la comunidad que respira, bebe y percibe los efectos en la salud del modelo de transgénicos, monocultivo, fumigaciones e indiferencia estatal y mediática al cual estáa sometida. No todos registran el tema en Lobos, por interés en el agronegocio, o por haberlo naturalizado.  
  • El estudio científico del laboratorio de Plaguicidas de la Estación Experimental Agropecuaria INTA-Balcarce que tradujo a datos duros lo que buena parte de la comunidad venía vislumbrando.

El informe del INTA fue resultado de la movilización de organizaciones vecinales, culturales, ecológicas y de fomento. Como desde el Concejo Deliberante se argumentaba que no había información local, se reunieron fondos vía donaciones y eventos (hasta un bingo), para solventar la investigación. Se tomaron 13 muestras representativas en zonas urbanas y periurbanas, incluyendo plazas, escuelas y la red de agua corriente. En abril el laboratorio inició el análisis. Encontró 22 variedades de plaguicidas. El informe completo podrá ser leído en www.lavaca.org. 

Hipótesis sobre la pata 

Virginia Aparicio firmó el informe como responsable del laboratorio. Es ingeniera agrónoma doctorada en Ciencias Agropecuarias. Estudió y vive en Balcarce. Habla con una sencillez y naturalidad que desmienten su propio temor: el de no ser una “buena comunicadora”. Comunica con lo que investiga con un estilo nada pomposo ni egocéntrico: “Somos un equipo que viene trabajando desde hace años. Investigamos la presencia de glifosato en el sudeste de la provincia de Buenos Aires. Se pensaba que el glifosato en el suelo desaparecía y en realidad es al revés: se va acumulando”. 

La científica y el equipo del INTA-Balcarce han pasado por sus cromatógrafos muestras tomadas en Trenque Lauquen, General Lamadrid, General Pueyrredón, entre otros. El juez de San Nicolás Carlos Villafuerte Ruzo la convocó para estudiar las denuncias por fumigaciones en Pergamino. Virginia detectó en el agua glifosato, atrazina, imidacloprid, acetoclor, clorpirifos, 2.4D y un total de 18 moléculas de diferentes pesticidas. Resultado: se prohibieron en 2019 las fumigaciones aéreas a menos de 3.000 metros y las terrestres a menos de 1.095 metros de las zonas pobladas, distancias establecidas en el fallo de Villafuerte Ruzo siguiendo los estudios sobre daño genético realizados por otra científica: la doctora Delia Aiassa. Se detuvo a un productor, un ingeniero y un aplicador. 

El fallo fue apelado por el propio INTA de Pergamino –demostración de la ambivalencia estatal en el tema– pero fue ratificado en octubre de 2020 por la Cámara Federal de Rosario basándose en los mismos informes científicos.  

Explica Virginia: “En Argentina ya se sabe lo suficiente sobre los plaguicidas como para hacer regulaciones adecuadas. Pero aparecen chicanas planteando que faltan estudios locales. Entonces considero que hay que generar esos datos, y más cuando se ve en la gente un espíritu crítico-constructivo. Esa es una clave: la movilización de cada comunidad”.  Aclaración: “Hay muestras en las que no aparecen ciertas moléculas, pero no quiere decir que no estén, sino que no fueron detectadas en ese momento y lugar. Por eso recomendamos continuar los estudios”. 

“Durante un tiempo esto parecía un tema de especialistas, algo que la gente no podía ver. Pero ahora es tan grosero que no hay forma de no darse cuenta. Por eso se genera conciencia social. Si existe además la discusión del trigo transgénico, con un producto tan tóxico como el glufosinato, si tenés 14 moléculas de plaguicidas en un vaso de agua, y otras en la frutas y verduras, ¿qué es entonces lo que tenemos en nuestra mesa?”

El trabajo de Aparicio es cercano a los productores: “Si nos paramos en la vereda de enfrente no vamos a lograr nada. Hay que escuchar y a la vez explicar e intentar que se reduzcan las dosis, aunque todo está muy desmadrado”. Argentina es el país del mundo de más consumo de glifosato por habitante y por superficie. En 2017 en Europa se utilizaba menos de medio kilo del producto por hectárea, y aquí 15 kilos, combinados y potenciados con otros pesticidas como lo demuestran las investigaciones.  

Un argumento pro-pesticidas es el de la mayor productividad: “No es real” responde Aparicio, “hay estudios que muestran que la transgénesis reduce la productividad en un 5,1%” y me envía When does no-till yield more? A global meta-analysis (¿Cuánto rinde la siembra dicrecta?) publicado en la revista científica Field Crops Research por el doctor en Agronomía Cameron Pittelkow y varios colegas suyos de la Universidad de California, del norte de Arizona y del Instituto Federal de Tecnología de Suiza.  

¿Y las “buenas prácticas agrícolas”? “Son un error. En los hechos significan pensar que no hay otra manera de producir, y que el problema es cómo se aplican los plaguicidas”. El informe del INTA muestra que los venenos aparecen desde la atmósfera hasta en las aguas a 50 metros de profundidad: “El desplazamiento o deriva no depende de la práctica agronómica en sí (BPA), sino de la naturaleza química de las sustancias empleadas que terminan escapando y contaminando el ambiente sin ser posible el control durante su utilización”. La científica avizora una opción: “Hay redes de productores agroecológicos que buscan la biodiversidad, no usan esos productos, y comentan que son exitosos en lo que hacen”. 

 “No tiene sentido la ciencia si no es para servir a las comunidades. Pero mucho de lo que se sabe no se aplica porque hay otro tipo de intereses. Hay que preguntarse para qué trabajamos. Y reconocer que ya sabemos lo suficiente como para tomar decisiones importantes que son muy significativas para la calidad de vida de las personas, y para su futuro”. 

¿Una expectativa? “Que se utilice a la ciencia, realmente, para conocer lo que pasa. Y que podamos construir un código de convivencia equitativo y con participación de todos. No es tan complicado: usamos muchos plaguicidas, aparecen en todos lados, eso nos expone, y si estamos expuestos nos podemos enfermar. ¿Por qué no nos preguntamos quién se va a ser cargo de esas consecuencias? ¿Quién va a pagar? Y otro problema cercano es: ¿de dónde vamos a sacar el agua?” dice la doctora, que abre los ojos asombrada para preguntarse algo más: “En vez de meter la pata, ¿por qué no vemos cómo dejar de meterla?”.

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