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Historia desobediente

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Marisa Fogante, productora agroecológica y biodinámica. Es hija de un emblema del agronegocio, Rogelio Fogante, fallecido en 2016. Lo acompañó siempre, debatió con él, y se volcó a los cultivos agroecológicos, proyecto del que su padre formó parte. Idas y vueltas sobre la producción, la elegancia y la vida. Por Sergio Ciancaglini.

Historia desobediente
Marisa Fogante. Foto: Edu Bodiño

Marisa Fogante tiene 51 años, convicciones firmes –aunque asegura también que es una persona colmada de contradicciones–, se lleva de modo a veces inhóspito con parte de su familia y, como todas las personas que transitan este planeta bello y maltratado, tiene una historia muy particular.

Preguntada sobre su familia, la respuesta de Marisa, 51 años, convicciones firmes, etc., fluye en borbotón hacia la vida de Rogelio Fogante, su papá, ingeniero agrónomo fulminado por una neumonía en 2016 cuando estaba por cumplir 80 años, considerado un prócer de los agronegocios en la Argentina, fundador de la Asociación Argentina de Productores de Siembra Directa (AAPRESID) y de Bioceres, entre otros emblemas del modelo basado en transgénicos, aplicación masiva de pesticidas, contaminación, vaciamiento de campos y concentración económica. Su alianza con Víctor Trucco, otro fundador de dichas entidades, llevó a que los medios más febriles del sector los considerasen los “Lennon-McCartney del agronegocio”.

Tras su fallecimiento, el nombre de Rogelio Fogante fue asignado a la rotonda de entrada a Marcos Juárez, Córdoba, en la que los productores se suman a cortes de rutas, banderazos y otras protestas cuando alguna medida oficial amenaza cierto porcentaje de sus ganancias por exportaciones, cuyo símbolo máximo en los últimos 25 años es la soja transgénica.

Marisa pertenece a otra orilla de la historia: fue la primera productora de bananas orgánicas del país, y hoy se ha transformado en algo mucho más vital: es productora agroecológica de frutas en Formosa, secretaria de la AABDA (Asociación de Agricultura Biodinámica de Argentina) y de la RENAMA (Red Nacional de Municipios y Comunidades que fomentan la Agroecología), e integra la Dirección Nacional de Agroecología con una rareza para estos tiempos: aceptó sumarse al equipo conformado por el ingeniero Eduardo Cerdá, pero sin cargo y ad honorem.

El muchacho peronista 

Un dicho maderero sostiene que de tal palo tal astilla, pero hay quien canta que la vida es más compleja de lo que parece.

Explica Marisa: “Vengo del campo. Me crie, lo disfruté siempre. Hoy el resto de mi familia es 100% agricultura convencional, transgénica. Pero yo soy 100% agroecología y biodinámica. Eso genera resquemores, he recibido comentarios tipo: ‘estás deshonrando a la familia, al apellido’”. Ella cuestiona semejante acusación: “Mi padre tiene su historia. La conozco porque siempre estuve con él, lo acompañé en AAPRESID, en reuniones de Bioceres, y teníamos largas idas y vueltas de conversaciones en las que yo le planteaba mis dudas”.

La precuela, según Marisa: “Mi abuelo Nazareno vino desde Italia con su hermano Lorenzo y tuvo tres hijos, el del medio fue mi papá, que nació en 1936 en San José de la Esquina, Los Quirquinchos, Santa Fe. Eran pobres, gringos de mucho trabajo que alquilaban un campo. Cuando mi viejo era chico aparece el peronismo. Para él Eva era lo más. Por eso fue peronista siempre, y de izquierda, interesado por lo social. Cuando me sacaba fotos me decía: ‘Tenés el perfil de Evita, tenés que hacer la revolución’. Había tenido que empezar el secundario tres años más tarde porque no tenían plata para mandarlo. Me contó que participaba en los centros de estudiantes, en los reclamos. Mi abuelo falleció y mi tío abuelo lo mandó a estudiar agronomía a Corrientes en los 60. Vivía en una pensión y seguía la militancia peronista. Se recibió, volvió a Santa Fe, fue profesor de genética vegetal y en los 70 llegó a decano de la Facultad de Ciencias Agrarias de Rosario, y también estuvo en el INTA de Pergamino y en el de Marcos Juárez. Ahí lideró el desarrollo y mejoramiento de variedades de trigo enanas. Lo echaron de todos esos lugares por peronista de izquierda, en la dictadura. Ya habíamos nacido los tres hermanos: Germán, el mayor, yo y Mariela, y la familia no se exilió por dos segundos y medio. Mi viejo zafó, pero tuvo que empezar de cero”.

Fogante se lanzó a la actividad privada. “Nunca perdió la memoria, su historia familiar, aquel peronismo de Perón y Evita. Eso le hizo ser siempre un tipo muy austero y, a la vez, alguien que trataba de pensar, de aprender. Mi imagen es verlo a las 7 de la mañana tomando mate y leyendo o estudiando antes de que yo fuera al colegio”.

Reconoce Marisa: “En mi familia era la defensora de pobres y ausentes, la que discutía y contradecía, la oveja negra. Me metí a militar ya en el secundario, leía sobre el juicio a las juntas militares, me interesaba todo lo social. Y eso empalmaba con la forma de ser de mi viejo. Yo era muy chica cuando me dijo ‘leé esto’ y me mostró el Mensaje Ambiental a los pueblos y gobiernos del mundo (de 1972) de Perón, que hablaba de la marcha suicida de la humanidad, la contaminación del ambiente y la biosfera, la naturaleza, la destrucción del planeta y los recursos: parece que hablara, por contrapartida, de agroecología. Y mi viejo decía: esto es lo que hay que hacer, cuidar el suelo y cuidar el agua. Esa era su obsesión: hablaba de la materia orgánica en la tierra, del agua, de que los suelos no estuvieran desnudos”.

Fogante venía difundiendo y experimentando desde el INTA en los 70 la siembra directa, también conocida como labranza cero: un modo de proteger los suelos y evitar las roturaciones con arado, nacido de concepciones conservacionistas y ecológicas. “Tenía que vivir y sostener a la familia, asesoraba a productores proponiendo la siembra directa y conoció a Víctor Trucco, bioquímico de San Jorge, Santa Fe, que había heredado un campo” cuenta Marisa.

Tal vez allí comenzó a cambiar la historia. Trucco y Fogante intercambiaron experiencias, ideas y posibilidades, viajaron a Brasil (donde la siembra directa estaba bastante más difundida), fundaron AAPRESID en 1989, en plena hiperinflación de aquellos t – iempos y destiempos, y el envión confluyó en 1996 con la autorización menemista de la soja transgénica impulsada por Monsanto y su llamado “paquete tecnológico” de fertilizantes químicos y pesticidas, empezando por el glifosato. “Eso se llevó puestas todas las buenas ideas de la siembra directa”, plantea hoy Marisa.

El simple arte de matar

El concepto del paquete tecnológico: el veneno mataría todas las malezas exceptuando a la planta genéticamente modificada (y por eso resistente a los pesticidas), facilitando así la producción y el monocultivo de soja transgénica demandada principalmente por China como forraje para alimentar a sus ganados. Todo el proceso acelera los tiempos de cultivo, la aceleración no permite que los suelos se recuperen, se usan cada vez más fertilizantes y más pesticidas. La producción de soja creció más del 500% en pocos años, la superficie cultivada pasó de 5 millones de hectáreas a 20 millones (hoy menos, por la aparición de otro transgénico: el maíz).

Fue el gran negocio para las corporaciones multinacionales vendedoras del paquete tecnológico de agrotóxicos como Syngenta, Monsanto, Bayer, Basf, Dow, DuPont. En medio de otro desastre criollo, diciembre de 2001, nació además Bioceres, empresa de biotecnología de cuya fundación Fogante y Trucco también formaron parte junto a Gustavo Grobocopatel y Hugo Sigman, entre otros. Un sector de productores se enriquecía con el oro verde & afines, otro no: de 333.533 explotaciones agropecuarias que había en 2002 se cayó a 249.663, según el Censo Agropecuario de 2018, lo que significa 83.000 unidades productivas menos en ese lapso de supuesto éxito del modelo, una desaparecida cada dos horas, 100 por semana; los grandes comiéndose a los pequeños.

Para colmo, la idea original de eliminar a las llamadas malezas se hizo humo. De 2 o 3 kilolitros de herbicidas por hectárea en el nacimiento de este sistema, se pasó a 13, mezclando al glifosato con tóxicos más nocivos aún como 2-4D, dicamba, endosulfán, atrazina: lo que el ingeniero agrónomo Eduardo Cerdá define como “campos drogados”, que necesitan cada vez más químicos para lograr lo mismo o menos. De una maleza en los 90, se pasó a más de 30 actualmente, y siguen creciendo: una dinámica de resistencia de la naturaleza frente a la cual el “paquete” solo propone envenenar y matar cada vez más.

El agronegocio produjo obviamente divisas en los últimos 25 años, pero pese a su apogeo y al enriquecimiento de determinados sectores, el país no salió de ninguna de sus crisis, ni creció, ni mejoró, atado siempre a un esquema esencialmente –y como siempre– exportador de materias primas (agropecuarias, petroleras, mineras, pesqueras y todo lo extraíble del territorio), mientras los resultados sociales son conocidos en términos de mayor pobreza y desigualdad. Quedan por contabilizar los desequilibrios visibles del presente: contaminaciones masivas, crisis climáticas, violencia socioambiental, desmontes históricos para transgénicos, sequías bíblicas, suelos destruidos, agua en peligro o extinguida en distintas geografías, vaciamiento de los campos, deuda eterna, cimbronazos a la salud, y lo que cada quien quisiera agregar.

Historia desobediente

Taiwaneses y bananas 

Mientras esa historia avanzaba, o retrocedía, la vida de Marisa había transcurrido por otras dimensiones. “Estudié Derecho en Córdoba, no terminé y me entusiasmó Trabajo Social, la idea de hacer algo menos discursivo, más real. Y me recibí”. Por diversos contactos la veinteañera logró viajar a México en 1996 con el aval paterno. “Trabajaba con derechos de la infancia y surgió el tema de las migraciones rurales. Recorrí mucho, veía esa producción vinculada a los indígenas y campesinos del sur mexicano. Empecé allí a conocer la cuestión de la producción orgánica y luego fui a Estados Unidos, donde el tema también estaba muy presente”.

Volvió a la Argentina en 2001, orbitando otra vez en torno a su padre: “Todos los hermanos fuimos muy dependientes de él. Me gustaba acompañarlo, lo ayudaba con los congresos de AAPRESID y varias veces estuve en las reuniones de Bioceres”. Marisa enraizó su vida desde entonces en Rosario. “Pero iba seguido a Marcos Juárez y como él era muy fanático de los Excel me daba para cargarle los insumos que usaba en los campos. Era tremendo, que el glifosato de acá, que la atrazina de allá, todo lo que te imagines. Y en cantidades impresionantes. Con lo que yo venía conociendo y leyendo le decía: ‘Esto es como mucho, papi. ¿Qué pensás?’. Me contestaba con su estilo de siempre, tranquilo, sin nunca levantar la voz: ‘Puede ser que estemos haciendo un uso excesivo, pero los suelos están tan hechos mierda que tenemos que ver si podemos mejorarlos con esto’”.

Marisa seguía rumiando el tema ante quien no solo era su padre sino que ya aplicaba como bandera del agronegocio. Dice hoy: “Su mirada era rara o mejor dicho, era la del paquete tecnológico. Era abierto, dispuesto y siempre interesado en entender otras lógicas, pero pensaba según lo que había venido siendo educado y formado. Imaginate que fue amigo y trabajó mucho con Norman Borlaug (estadounidense, símbolo de la llamada “Revolución verde” promovida por la Fundación Rockefeller en los 60, industrialización que enriqueció a laboratorios y corporaciones a la que falsamente se adjudica haber salvado millones de vidas de las hambrunas en países como la India). Yo misma estuve con Borlaug en una de sus visitas a AAPRESID y le pregunté si tenía alguna autocrítica que hacerse de acuerdo a todo lo que se cuestionó de esa revolución verde. Me dijo que él se podía hacer cargo de cosas que se hicieron mal, que se le fueron de las manos, pero creía que el problema también fueron los gobiernos que no pusieron límites a las empresas que hacen las cosas por dinero, y que era a quienes había que reclamarles el cuidado de los derechos de los trabajadores, los campesinos o quien sea”.

El enfoque es conocido: si sale bien es gracias a las corporaciones, si sale mal es culpa del Estado que las deja actuar. Marisa: “No me pareció malintencionado y no lo digo por defenderlo ni justificarlo; lo real es que se le fue todo al carajo”.

El contrapunto hija-padre continuaba: “Le propuse hacer una experiencia de soja orgánica, y él aceptó con la actitud de decir: hagamos un ensayo. Me dio un lote de su campo Nazareno, en Marcos Juárez, era 2003. Fue un desastre, yo no sabía ni me había asesorado, la soja orgánica era la peor opción ahí, pero el problema no era la idea de una producción sin pesticidas, sino que yo no estaba preparada para concretarla”.

Otra oportunidad: “Un día estábamos viendo tele con mi ex, y sale un chino que estaba en Formosa, José Cheng, con mangos, lichis, ojos de dragón, bananas y otras frutas. Era en Laguna Nainek. Fuimos y me gustó mucho. Cuando le conté a mi papá se entusiasmó, porque había estado con lo del trigo en Formosa”. Fogante padre e hija comenzaron una extraña danza entre bananales abandonados y chacras en venta. El ex desarrollador de trigos enanos se conectó con taiwaneses de la familia del restaurante porteño “Todos contentos” para experimentar con su hija el cultivo ecológico de frutas con nombres de dragón y gustos exóticos, cual novela de César Aira. El nombre del emprendimiento: Isla Puen.

“Además de lo económico, mi padre se comprometió con el proyecto trabajando: revisaba los cultivos, podaba, cosechaba, embalaba, se subía al tractor, organizaba la producción. Los de Bioceres me contaban: ‘Tu papá nos voló la cabeza con lo que están haciendo en Formosa’. Él no hablaba de agroecología, pero era eso. No usábamos ningún pesticida ni fertilizante químico y aplicábamos los preparados biodinámicos. Fue de las cosas que más lo entusiasmaron los últimos años de su vida, incluso por la interacción con la comunidad y los pequeños productores”. 

Para comprender: 

> El alimento orgánico implica una certificación privada que sube su precio convirtiéndolo en un nicho de mercado caro.  “Pero además, te certifican en base a una declaración jurada en la que podés poner cualquier cosa” dice Marisa. 

> Lo agroecológico es un enfoque científico que rediseña la producción considerando los cultivos a partir de la la salud del suelo, la biodiversidad, el cuidado ambiental y del agua, y un componente ético y vital sobre cómo relacionarnos con el planeta y entre las personas. 

> Lo biodinámico agrega una dimensión y comprensión sobre las energías ambientales (planetarias, por ejemplo) que inciden en el desarrollo de la vida, con resultados sorprendentes para las producciones. 

Marisa cree que la actitud de su padre en Formosa, demuestra que era un hombre inteligente. “No era un fundamentalista ni un negacionista. Otra gente de mi propia familia, en cambio, dice: ‘Vos siempre con esas boludeces que hacés’”.

Rogelio Fogante murió en enero de 2016. Su hija habló en un acto de homenaje posterior. “De él aprendimos el sentido de la elegancia para escuchar porque siempre se puede aprender del otro, la elegancia de la paciencia y la suavidad al hablar, de la austeridad, la simplicidad”, dijo aquella vez. Cada quien puede imaginarse muchas cosas sobre Fogante, su cambiante historia, lo que hizo y lo que no.

Dulce de leche freezado

¿Cómo ve hoy su hija a Rogelio Fogante? “Es muy difícil responder. Tenía ideas y preocupaciones sociales, tuvo que bancar a su familia, le fue bien económicamente y fue siempre generoso con la gente que trabajó con él. Creyó y desarrolló algo que creía que sería para mejorar los suelos, cuidar el agua y los cultivos, pero entró en algo que a él mismo le hizo pensar, mucho después, si no habría otras formas de producir. En Formosa empezó a ver cómo eso era posible, fue el comienzo de un camino, algo que lo revitalizó, lo rejuveneció. Contaba lo lindo del lugar, cómo cultivar sin químicos, el entusiasmo de estar empezando algo nuevo. Pero quedó ahí. No le dio el tiempo. Nadie puede saber cómo hubiera seguido la cuestión. Eso veo hoy, con una estructura que pude consolidar por mí misma y ya no como hija ni como esposa, porque me separé después de 17 años de mi ex, sino por mi propio trabajo y todo lo que me permití abrir estos últimos años”.

Sostiene: “No sé si lo mío fue desobediencia, porque yo ya había discutido con él mis ideas antes. Lo que sí siento es que al irse él yo pude juntar todas mis partes, aprender a estar sola con mi alma sin poder levantar el teléfono para preguntarle: ‘papi, ¿te parece si hago esto?’. De repente, un vacío. Y empezar a juntar mis ideas, sentimientos, y mi deseo”.

Además de sus producciones de frutas en Formosa y sus funciones en la RENAMA, la AABDA, y la Dirección Nacional de Agroecología, Marisa heredó un campo en Córdoba que espera convertir en agroecológico en 2022 con familias que se incorporen a la producción. Participa en un proyecto de agroecología para jóvenes de barrios periféricos de Rosario y es una de las fundadoras de Suelo Común, que en el Mercado del Patio rosarino comercia y distribuye verduras agroecológicas del cinturón verde de la ciudad, frutas de distintas provincias, aceites, dulces, arroces, harinas, granos, “todo exclusivamente agroecológico, biodinámico u orgánico”.

No siempre hay suelo común. Es difícil de imaginar uno para un modelo genéticamente destinado a matar, contaminar, concentrar y hacer negocios, frente a otro que aplica una tecnología de fertilidad y diversidad de vida, pensando en justicia y en salud, en productores y consumidores al mismo tiempo. Incluso en rentabilidad, tanto para la producción intensiva de alimentos, como para la extensiva en superficies mayores como las que integran la RENAMA. En todo caso el suelo común dependería de formas de ser, de sentir y de actuar. 

“Con la agroecología y la biodinámica lo principal es hacer, mostrar y demostrar, como hasta ahora. El potencial es cada vez mayor, aunque cueste, como pasa con todo nuevo paradigma. El propio Estado puede cumplir un rol importante, aunque muchas veces es una remada en dulce de leche freezado. Además, la industria está cada vez más presente con los procesos de concentración, entonces es una batalla, pero una batalla del hacer más que de lo discursivo. Nos moviliza el entusiasmo, el contagio, ver que somos cada vez más, porque se entiende que ya es de vida o muerte tener una nueva forma de vinculación con la naturaleza y con la producción. Pero la agroecología no está separada de lo que se hace contra la megaminería, las petroleras, la defensa de los humedales, la ley de etiquetado, la ley de semillas: es todo eso junto. Todo eso somos, y todo eso nos cruza como seres humanos. Son los pasos que nos van construyendo –dice Marisa–: esa es la marea imposible de frenar”.

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