Mu99
La sonrisa inquietante
Crónicas del más acá.
Cuando volaba hacia Londres, aún reverberaba en mi cabeza la noche del Sahara marroquí.Jamás vi nada igual.
Nada.
Imposible explicar el negro del cielo.
Imposible explicar la alucinatoria sensación de estirar las manos y tocar las estrellas.
Imposible explicar eso del Cosmos al alcance de la mano y la magia de sentirse completamente dentro de él, con el espíritu infantil intacto y el asombro adulto, expresado en la ausencia de aquella palabra que no existe.
Imposible explicar el ronroneo inaudible de la noche estrellada y estallada.
Imposible explicar las ganas de matar al pelotudo que no podía parar de hacer comentarios del tipo “mirá que lindo” y “qué cosa de locos, che”.
Cuando llegamos a London City (un muy pequeño aeropuerto de Londres, que tiene seis en total) comencé a evaluar la tensión entre mis pulsiones de vida y de muerte: los policías aeroportuarios estaban todos armados con pistolas de puño, pistolas Táser y ametralladoras de mano.
Eran muchos. Y no estaban mirando el celular.
Salimos silbando bajito y subimos rápidamente a uno de los típicos taxis londinenses. Velozmente tomé nota de tres cosas: el tránsito londinense es un infierno de lentitud y empelote (aunque nadie toca bocina); nos alojábamos muy lejos del aeropuerto y yo no entiendo tres pomos del inglés que me hablaba el tachero.
Nada.
Confirmaría después que no era un problema con el taxista: nunca le entendí a ningún londinense nada de nada.
Nada.
Ellos comprendían mi jerga tarzanesca, acompañada de gesticulaciones de mimo epiléptico, pero yo a ellos ni un poquito. Y ellos –todos-, sonríen, te indican lo que buscás, son la mar de gentiles y educados. Y no paran de hablar en inglés como si…estuviesen con ingleses.
Inoxidables.
Vuelvo al periplo: luego de media hora de taxi, con el reloj marcando una inminente debacle económica (Londres es carísimo), habiendo transitado 20 cuadras, el taxista- gentleman nos dijo que nos iba a salir una fortuna, que no era justo y nos llevó a una cercana estación del Metro indicándonos cómo llegar a donde queríamos en subte.
Un marciano.
Los gringos no tienen escaleras mecánicas en sus estaciones del Metro (al menos en las que anduvimos nosotros) y no vimos los ascensores (tampoco hay muchos).
Estábamos en el cierre de un largo y maravilloso paseo. Las valijas eran portadoras de mugre, objetos desconocidos y regalos. Cada una de las cuatro, con un peso promedio de tres toneladas.
El espectáculo debió ser conmovedor: cinchando como burros en cada escalera, y encima pifiamos una estación, por lo que debimos multiplicar subidas y bajadas.
En todos los casos, todos, un inglés se acercó con una sonrisa, tomó las valijas y las desplazó hacia donde íbamos sin ninguna ceremonia. Pasajeros ocasionales, jóvenes (había que tener musculatura para mover al mamut), que seguramente iban a trabajar. Todos empilchados con elegancia (hasta los mendigos visten bien en la City londinense). Los tipos subieron o bajaron las valijas, saludaron sobriamente y siguieron su camino.
Yo no sabía si llorar por mi amor propio de macho alfa destruido, por la amabilidad pirata o porque ya no podía mover un cenicero.
Pero que lloré, lloré.
Londres es un coloso que recorrimos solo en su zona central y tradicional. No es una ciudad híper tecno ni híper tradicional. No es híper nada. Sobria, de belleza madura y profunda, austera, contundente. Conviven en armonía la monumentalidad con la sobriedad.
Por todos lados destaca su perfil cosmopolita: judíos ortodoxos, indios, mujeres con la burka, todos juntitos, ataviados según sus tradiciones, en el mismo vagón del Metro, en un bar, caminando junto al Paseo de la Reina o en una oficina.
Como capital de uno de los imperios más formidables de la historia, está tapizada de altares, memoriales, plazas, monumentos, recordando caídos y héroes en sus múltiples andanzas de piratería por los siglos y por el mundo, y con mayor intensidad los referidos a la Segunda Guerra Mundial.
La vieja Londres puso en evidencia un costado afrancesado de mi formación histórico cultural que me tomó por sorpresa: en la construcción de mi esquema psíquico, Waterloo (aquella batalla en que los ingleses vencieron definitivamente a Napoleón) es sinónimo de derrota.
En Londres, obviamente, no. Se llaman Waterloo hasta las peluquerías.
Me imagino la cara de los franceses cuando pasean por esta gigantesca capital.
Vimos una versión invierno del cambio de guardia en el Palacio Real. “Ver” es una expresión del orden de lo simbólico o del deseo: llegamos sobre la hora y centenares de hijos del Asia Rica habían copado los lugares, sacaban fotos al Universo, filmaban hasta pensamientos extraviados, se empujaban entre ellos, sonreían con una alegría inexplicable y no te dejaban ver un huevo.
Los milicos que desfilaron estaban vestidos a la antigua, casi igual que en las postales y portaban elegantemente en el hombro metralletas muy modernas que, sospecho, funcionaban.
Caramba.
Afuera, los “bobbies”, los tradicionales policías ingleses, se retrataban con todo el mundo; prestaban su clásico gorro a los nenes y a algunos grandulones para la respectiva foto de recuerdo y desplegaban una sobria amabilidad. La policía montada tenía a los caballitos espléndidos, elegantes, cepillados como una modelo de Carolina Herrera y los jinetes se mostraban claramente dispuestos a partirte la cabeza si hacías algo incorrecto.
Eso sí, con una sonrisa.
Del jinete, no del caballo.
Esta gente me desorienta.
Caminamos todo lo que pudimos: visitamos la “casa” de Sherlock Holmes; buscamos en vano a Julia Roberts y Hugh Grant en Notting Hill, nos encontramos con una placa en la casa donde vivió George Orwell; escuchamos la música de Piazzolla en Trafalgar Square; giramos en el London Eye (la vuelta al mundo gigante), en una cabina llena de japoneses silenciosos y aburridos; escuchamos rock, jazz y pop de calidad exquisita, ejecutada por músicos callejeros; nos fascinamos con el elefantiásico Royal British Museum (los ingleses no afanaron las pirámides porque no entraban en los barcos; todo lo demás está allí…); quedamos con la boca abierta en la abadía de Westminster (un mausoleo gótico estremecedor, residencia final de reyes, científicos, militares, primeros ministros) y cada vez que cruzábamos la calle, mirábamos para todos lados porque esta gente circula confundida y andan todos al revés.
Notamos, recién al final de nuestro viaje, que no había vendedores ambulantes en ninguna parte.
En ninguna.
Ni puestitos truchos, ni manteros…
Nada.
Mientras nos íbamos, no pude evitar mirar con desconfianza el Támesis…
Nada.
Mu99
La versión criolla de Panamá Papers
La mayor filtración de documentos de la historia tuvo, en Argentina, una edición que también hará historia. Qué hay detrás de la manipulación informativa y cómo precipitó que se difunda globalmente toda la lista. Una respuesta: la creación del Consorcio de Periodismo de Investigación Autogestivo, coordinado por revista MU, Tiempo Argentino y Redcom, que nuclea a 26 carreras de comunicación de todo el país. ▶ CLAUDIA ACUÑA
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Mu99
La corporación va a la escuela
Una ONG financiada por corporaciones de la industria alimentaria realiza investigaciones en escuelas públicas, con aval oficial, para indagar los hábitos infantiles con relación a la comida.
Una ONG financiada por corporaciones de la industria alimentaria realiza investigaciones en escuelas públicas, con aval oficial, para indagar los hábitos infantiles con relación a la comida. Y para colmo, el Estado le paga a esa organización, llamada ILSI. En Mu de Mayo, Soledad Barruti muestra cómo un grupo de padres de una escuela de Boedo (foto) desnudó la situación y mantuvo una reunión inesperada y reveladora con funcionarios del programa Mi Escuela Saludable como Cecilia Antún. El contexto: el 40 % de los chicos en edad escolar sufre obesidad o sobrepeso por una alimentación industrial basada en azúcar, grasa, sal y aditivos, que engorda sin nutrir. Y Argentina tiene el porcentaje récord en la región de obsesos menores de cinco años, según la OMS. Las trampas y engaños con respecto a cómo encarar ese problema. La opinión de Florencia Gentile, del Consejo de Derechos de los Niños y de María Luisa Ageitos, ex directora de la Sociedad de Pediatría Argentina y del programa de Salud de Unicef.
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