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El Dios de todos los días

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A las 8:30 de la mañana Pablo Marchetti entró a la Casa Rosada a despedir a Diego Maradona, al igual que lo están haciendo miles de personas en estos momentos. La ceremonia comenzó ayer por la tarde, siguió durante la madrugada y concluyó esta tarde. Del velorio multitudinario participan personas de todas las edades, clases sociales y colores, que lo vieron jugar y que no; que cantan, saltan y lloran. Las sensaciones y los análisis. Las preguntas que habilita su muerte. Y qué significa el ritual colectivo de quienes hacen tres horas de cola para despedirlo en 30 segundos: «Estamos aquí en la Plaza de Mayo tratando de llenar un vacío. Tratando de pensar cómo seguir. No digo que no se pueda seguir. Digo que es imposible continuar colectivamente de la misma manera. ¿Es posible hoy construir un héroe popular, un ídolo colectivo, un dios pagano y pecador como lo fue él?«

Por Pablo Marchetti

Miles de personas esperan ver el cajón donde están velando a Diego Armando Maradona. Durante la espera, que es larga, la gente quiere cantar, la gente quiere desahogarse, la gente quiere tratar de entender este momento en el que se siente sola y desconcertada. Por eso, cuando se trata de saltar, salta. Eso sí, la gente no salta por cualquier cosa.

      Cuando la consigna es “y ya lo ve/ y ya lo ve/ el que no salta/ es un inglés”, todo el mundo salta, todo el mundo canta. Por eso el cantito vuelve seguido, como una forma de arengar a los presentes y que no decaiga, y que nadie se duerma ni quiera desertar.

      Ahora, cuando alguien se descuelga con un “hay que saltar/ hay que saltar/ el que no salta/ es militar”, la participación popular es mínima. Ni para cantar, ni para saltar. Por eso la consigna se escucha poco y nada.

      El asunto tiene lógica: Diego es el autor de los dos goles memorables contra los ingleses. Dos goles que son el yin y yang, la belleza y la astucia, la perfección estética y la trampa de la avivada, pura armonía en cuanto a cómo ganarles a tus rivales en la cancha y en la guerra. Pero, sobre todas las cosas, Diego es quien nos representa en el mundo.

      Maradona es universal y de acá a la vuelta. Es el desparpajo de nuestras miserias y nuestras avivadas, con una genialidad única y una llegada planetaria. Lo de los militares no prende porque Diego está más allá de consignas domésticas. Obviamente, tomó partido político y jugó fuerte. Como siempre lo hizo en cada lugar donde jugó. Pero entre la gente que lo ama, las cosas van por otro carril.

      Diego enfrentó a los ingleses, los venció y los humilló, como no pudieron (o quisieron) hacer los militares. Entonces en la lógica maradoniana no tiene sentido saltar para decir que no somos militares. Debemos saltar para decir que no somos ingleses. ¿Militar? ¡Puesto menor!

La nueva normalidad

La gente es la que vino hasta la Plaza de Mayo para despedir a Diego. Gente formando una fila tras unas vallas, todo perfectamente organizado, a prueba de prejuicios y estigmatizaciones.

      La cola se extiende a lo largo de toda Plaza de Mayo y sigue un par de cuadras más, por Avenida de Mayo, hasta Florida o Chacabuco, depende el momento. El comienzo es en la Casa Rosada: allí está el objetivo, donde hay que llegar para despedir a D10s.

      Sí, despedir a D10s. Porque si estamos acá es porque llegó el día que nunca hubiéramos querido que llegue. El día que sabíamos que iba a llegar. Pero como había habido tantos momentos que parecía que sí, pero al final no, nos habíamos acostumbrado a vivir con la ilusión de que este día no llegaría nunca. Después de todo, estábamos habituados a sus gambetas, a su magia, a sus reinvenciones, a su arte.

Acostumbrados, habituados. Tal vez allí radique esa condición a la que le atribuimos carácter de deidad: en el habernos hecho creer que lo irreal podía volverse real. No sólo a creerlo: a imaginar que el asunto era parte de lo normal, de la nueva cotidianeidad.

Diego Armando Maradona fue el creador de la nueva normalidad. Él inventó una nueva normalidad, muy distinta a la normalidad que había hasta entonces. Con él nos acostumbramos a lo increíble. Nos fuimos haciendo a la idea de que lo imposible era posible. Por virtuosismo y por rebeldía.

Diego fue un desacatado. Un renegado, un paria. El que podría haber puesto todo su talento al servicio de algún club grande. Pero prefirió brillar en Nápoles antes que en Barcelona, Madrid, Milán o Turín. La nueva normalidad que creó Maradona tenía mucho de justiciera.

Nada podía salir mal. O eso parecía. Hasta que un día el asunto falló. Y aunque sabíamos que algún día iba a fallar, que finalmente esto que construimos como deidad no era más que una figura humana de carne y hueso, vulnerable hasta el extremo, nos negábamos a pensar que podía ser cierto. Más allá de las señales, más allá de la evidencia. Porque nada era evidente en DIego. Nada podía darse por sentado.

La noche del Diez

A las seis y media de la mañana, la cola avanza lentamente por avenida de Mayo. Son miles de personas para ver el cajón, para despedirlo, para partirse el alma por él. Pero no es el único lugar donde lo están despidiendo. Ni tampoco el único horario.

Anoche, a las 22, hubo un aplauso estruendoso en toda la ciudad. Y posiblemente en todo el país. Les puedo contar lo que pasó en mi barrio, en mi cuadra. Justo enfrente de mi casa para un grupo de cartoneros que al anochecer se empiezan a juntar, a ordenar lo recogido, a clasificar todo y a subir en los carros.

Hoy se pusieron a gritar “Maradooooo… Marado…” o “Diegooooo… Diegooooo”. Durante horas no dejó de escucharse un “vamos Diego” o alguna referencia a él. Un homenaje, sí. Pero cargado de incredulidad y hasta de esperanza. Como si alguien estuviera esperando aún el milagro que indique que en realidad nada de eso era verdad. Que en realidad, él seguía aquí, entre nosotros. fredes sociales. A esta muerte se le pone el pecho, como lo hizo él en vida, cuando se hizo cargo de esta representación colectiva de este, su país.

Después del aplauso de las 22 empezaron los fuegos artificiales. Y así sigue la noche: entre gritos de gente que aún no lo puede creer, entre aullidos de quienes creen que otra vez va a gambetear y a hacernos comer el amague, entre fuegos artificiales que cada tanto siguen retumbando.

En Buenos Aires, la despedida popular a Diego había comenzado donde suelen comenzar estas cosas: en el Obelisco. Hubo un montón de gente que fue hasta allí porque algo había que hacer, porque había que juntarse. Gente que pasó meses encerrada, cuidando la salud, siguiendo al pie de la letra las instrucciones sobre la cuarentena, la distancia social y la vida durante la pandemia.

Vi a dos chicas de unos veintipico, morochas de Zabaleta, con una nena de unos cinco o seis años. Madre, hija, tía. O hermanas e hija/sobrina. Las tres con una remera hecha especialmente para la ocasión, blanca con una foto de DIego en Boca estampada en el pecho, y otra de Diego en la Selección estampada en la espalda. Ninguna de las tres lo habían visto jugar. Pero allí estaban, llorándolo.

Vi otro carro de cartonero, esta vez frente al Obelisco, unos pibes que se habían desviado de su rutina para elevar una plegaria, para intentar encontrar las preguntas que buscábamos todos.

Había gente de todas las edades, de toda condición social, con camisetas de los equipos más inverosímiles. Muchos de Boca, pero también de Newell’s y de Argentinos, su terruño. Y también de Sevilla, muchas de la Selección. Hasta ahí, las que él vistió. Y la de Gimnasia. Porque recordemos que se fue de este mundo siendo técnico de Gimnasia.

Había también camisetas de Racing, de San Lorenzo, de Independiente, de San Telmo, de Deportivo Morón… lo que se dice de todo. En Plaza de Mayo estaban los pibes de Laferrére, que vinieron juntos desde el Partido de La Matanza para despedir “al más grande”, como dicen.

En un momento lo llamé a Juanosky, mi querido amigo, que vive justo enfrente de la cancha de Argentinos Juniors, en Gavilán y César Díaz. Venía de la cancha, había ido un rato a la casa y se volvía.

Me dijo que allá se estaba juntando mucha gente. Que habían cortado Boyacá e iban a seguir cortando calles porque se estaba juntando mucha gente. Estaban haciendo altares, la gente lloraba. Desde Nápoles llegaba la noticia de que la cosa estaba más o menos igual: llantos, altares callejeros. Y la novedad de que el estadio pasaría a llamarse San Paolo-Diego Maradona.

Yo estaba en el Obelisco, pero las redes que él había tejido por el mundo estaban funcionando a la perfección. Una red de afectos y pasión, de sentimientos inexplicables, que es como suelen ser los sentimientos más poderosos, más genuinos, los que realmente nos conmueven.

Me encontré con César, mi hermano, los dos buscando respuestas donde sabíamos que no íbamos a encontrar más que preguntas. Con César arreglamos para encontrarnos, allí, en el Obelisco, en la calle, entre la multitud, en el año en el que no fueron posibles las multitudes.

Me encontré con mi hermano porque los dos necesitábamos llorarlo a él, a quien estaba llorando un montón de gente más. En el año sin multitudes, en el año en el que murió nuestro padre, en el año en el que no pudimos ni velar a nuestro viejo, de repente estábamos en la calle, entre la multitud, intentando pensar si estábamos velándolo a Diego.

Velándolo, invocándolo, pensándolo, extrañándolo. Todo eso estábamos haciendo con él. Pero además, estábamos haciendo algo más, con nosotros: llenar el vacío que dejó él.

Lo llamamos a mi sobrino, que también estaba en el Obelisco, con unos amigos. Dante cumple 22 en tres días y sus amigos tenían su misma edad. Estaban desconsolados. Y eso que ellos tampoco lo vieron jugar a él. “Acá mismo estuvimos en 1986”, les contó César a Dante y a sus amigos, señalándome.

“Yo tenía 18 y él 16”, agrego yo y los pibes se quedan mirándonos con admiración y cierta envidia. Hasta que Dante dice: “Lo que daría yo por haber tenido 16 o 18 años en el 86”. De la Mano de Dios al Tiempo de Dios. Porque en la nueva normalidad maradoniana el tiempo no es lo que solemos llamar el tiempo.

Porque así como todo el gol del siglo, esa gambeta a seis rivales, dura apenas unos segundos, en Plaza de Mayo, el tiempo de cola es de unas tres horas, para ver algo que no dura más de 30 segundos. Pero esos 30 segundos son tan intensos, tan cuestionadores de nuestras existencias, que todo vale la pena.

El vacío y la calle

Por eso hay tanta gente de todos lados. Por eso hay camisetas de clubes tan diferentes. Algunas donde Diego jugó, como el grupo de pibes de Newells que viajó especialmente, estacionó sus autos frente a Plaza de Mayo sin hacerse muchos problemas. También hay muchísimas camisetas de Boca e incontables de la Selección. ¡Hasta hay algunos con la camiseta de River!

El orgullo maradoniano implica, primero, lucir la camiseta que el Diego vistió. Y luego dar testimonio de la devoción sin disimular nada, sin ocultar los verdaderos colores de la pasión futbolera de cada uno. Porque con Diego no había que caretear nada. Diego era un D10s y, como tal, era ecuménico, inclusivo, estaba más allá de peleas menores, de nimiedades.

En la cola hay pocos colados, mucho respeto, algunos chistes. Como para matizar el momento de ver el cajón, que descontamos, será muy fuerte. Y es por eso por lo que estamos acá. ¿O no? ¿Para qué estamos acá, haciendo varias horas de cola?

Sí, definitivamente estamos aquí en la Plaza de Mayo (con antes en el Obelisco o en los aplausos en la cuadra) tratando de llenar un vacío. Tratando de pensar cómo seguir. No digo que no se pueda seguir. Siempre se puede seguir, siempre, de alguna manera, seguimos. Digo que es imposible continuar colectivamente de la misma manera. ¿Es posible hoy construir un héroe popular, un ídolo colectivo, un dios pagano y pecador como lo fue él?

No sé qué pensarán ustedes. Pero a mí se me ocurre que la única respuesta posible es: no. Quedan Charly y el Indio Solari. Y no creo que muchos más. Eso sí, ninguno trasciende las fronteras como él. Ningún otro puede enfrentarse como él a los ingleses.

Ninguno puede ganar las gestas internacionales, llevar la bandera celeste y blanco y plantarla en cualquier lugar del mundo. Una bandera que flamee igual que la que está ahora en Plaza de Mayo, gigante y a media hasta. A su lado, la estatua ecuestre de San Martín. En estos momentos, el caballo de bronce de San Martín luce un 10 en el culo.

Así se funde lo sanmartiniano en el sincretismo maradoniano. Demasiado bueno para ser cierto. Pero igualmente lo es, Maradona existió y algunos tuvimos la enorme dicha de ser contemporáneos. Contemporáneos de una clase de ídolo popular, sin redes (ni sociales, ni de condicionamientos a la hora de decir cosas), que hoy, tras la muerte de Diego, parece ser definitivamente asunto del pasado.

Podrán venir muchos campeonatos del mundo en un deporte que seguirá siendo el más popular de todos. Ojalá. Pero es muy difícil que un futbolista (o un artista) logre el grado de pasión desbordada, de delirio, de amores (y también de odios) que supo conseguir él.

Sí, él. ¿O hace falta que lo nombre una vez más? ¿No está claro a quién me refiero? ¿Existe hoy alguien más? Ni nadie, ni nada. Por eso hoy el milagro fue volver a encontrarnos en la calle y que nadie se cuestionara absolutamente nada. Hoy la calle volvió a ser nuestra, de quienes creemos en ese ámbito soberano, democrático y libre donde poder expresar razones y pasiones.

La calle, el único ámbito posible donde llenar el vacío que nos deja su ausencia. En este, el año que pensábamos que era el del covid, el de la pandemia, el de la cuarentena. Ahora sabemos que no, que este año es mucho más difícil de lo que creíamos: este es el año en que tenemos que aprender a vivir sin él.

Sin él y sin todo lo que él representaba. Todo lo que él nos permitía a los demás ser simples mortales con preocupaciones de simples mortales. En el año de la peste nos quedamos sin él. Y lo peor de todo es que sabemos que para ese dolor infinito no hay vacuna.

      Gracias. Gracias por todo lo que nos diste, por todo lo que nos ayudaste a pensar quiénes somos. Gracias, D10S, por enseñarnos a los ateos a creer en milagros. No, no te nombro. No hace falta. Hoy nadie habla de nadie más. Hoy es todo en tu honor y en tu memoria.

      Gracias, D10S. Rezamos por vos. Aún los ateos. Recemos, que después de vos nadie se quedó sin fe. Es lo mínimo que podemos hacer por vos. Y de paso, saltemos. Que el que no salta, no entiende nada.   

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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