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Norma Morello: Señora maestra
A los 31 años fue tapa de la revista Primera Plana por un siniestro mérito: ser la primera desaparecida, en épocas de Lanusse y docencia rural. Ahora, con 67, impulsa un programa para adultos en la villa de Retiro y acepta compartir sus recuerdos porque teme por el futuro de sus alumnos, amenazado por las topadoras macristas.
En su primer día de clases como maestra, Norma Morello supo que el ideal sarmientino de la señorita azucarada y sapiente tal vez no había sido hecho para ella. Tenía 17 años, estaba recién salida del magisterio y había conseguido un puesto en una escuela de su ciudad, Goya. El colegio estaba en un barrio marginal y tenía, como suele traer de la mano la pobreza, una buena cantidad de repetidores. Cuando entró al aula para su esperada experiencia inicial después de cinco años de leer teorías educativas, Norma descubrió con un golpe de pánico que los alumnos no eran el sujeto pedagógico esperado, sino unos seres tan altos como ella; incluso más. El aula era un hervidero de murmullos y risitas; tenía su propia vida, ajena a las ilusiones (y pretensiones) de la pedagogía. Los chicos la miraban divertidos. De nada sirvieron los pedidos de silencio que maternalmente formuló con insistencia cada vez más desesperada. Hasta que una de las blancas palomitas se le acercó desde el fondo:
–Tome, señorita, su puntero– le ofreció, en una sutil indicación de orden.
Norma se preguntó cómo iba a usar ese instrumento, ausente en todas las materias que había cursado, y sintió ganas de irse corriendo. Y eso es exactamente lo que hizo dos días después.
–No había tenido la experiencia de enfrentarme al mundo –dice ahora, a medio siglo de distancia.
–¿Y qué hizo?
–Me fui a estudiar peluquería.
Hoy, a los 67 años, usa en los pómulos dos toques de colorete y un peinado bombé que le da un aire de tía abuela. (Sospecho que se peina así para parecer más alta. Mide un metro con cuarenta y nueve; no es raro que los alumnos la sobrepasen.)
Fue ella quien eligió para hacer la nota este bar, El Faro, ubicado al lado de la estación de ómnibus de Retiro, ruidoso, con mesas en mitad de la vereda y rodeado de puestos de venta callejera. La idea es ir después a la cercana Villa 31, donde Norma da clases. Está a cargo del programa de alfabetización para adultos de la villa, una propuesta que mezcla ese aprendizaje con la práctica de un oficio. Y si acepta hablar de esos recuerdos del pasado es porque le inquieta aun más el futuro: el electo Jefe de Gobierno porteño, Mauricio –que es Macri– ya anunció sus planes de erradicar la Villa 31 y llevarse por delante todo lo que en ella habita. Norma sabe que sus clases están ahora en la punta de las topadoras macristas.
Sobre la mesa hay una revista Primera Plana de 1972. La traje porque tiene en la tapa su retrato. Ahí está Norma, a los 31 años. En esa época era maestra rural, militante de un movimiento campesino de Goya, que desembocóa en las Ligas Agrarias. El Ejército la secuestró. Fue uno de los primeros casos de detención ilegal y tortura denunciados en Argentina, durante la dictadura de Alejandro Lanusse, por el que se realizaron masivas movilizaciones. El gobierno la mantuvo un mes desaparecida hasta que la presión social lo obligó a blanquear la detención.
En el 76 Norma volvió a ser secuestrada, ahora junto a su marido. Cuando quedaron libres partieron al exilio. Regresarían recuperada la democracia.
Su trabajo en Retiro lleva 16 años. El programa de alfabetización tiene en la actualidad 7 docentes que ella coordina, y unos 200 alumnos.
Le pregunto cómo superó el fatídico día del puntero:
–Me convertí en una muy buena peluquera. ¡Tuve un éxito bárbaro! –dice–. Trabajé cuatro años y después, sí, me salió un cargo como ayudante de clases prácticas en un colegio secundario. Pero para entonces, yo ya me había metido con el movimiento campesino.
El descubrimiento
No era una guerrillera entrenada en Cuba, como creían los militares, sino una militante cristiana. Trabajaba con el obispo Alberto Devoto, un sacerdote enviado a Goya a principios de la década del 60 apenas desembarcó en la provincia, se le ocurrió anunciar que los hijos no eran propiedad de los padres y otros conceptos que rápidamente le crearon tantos odios como adhesiones. “Yo me había entusiasmado a fondo con la Iglesia”, dice Norma. “Era muy militante. Me encantaba ir a visitar a los presos: íbamos al patio de la prisión y nos moríamos de miedo. Fue porque lo vi en la iglesia que me anoté en un curso de maestra rural que resultó un descubrimiento; será porque mi familia vivía en una zona de chacras y era una realidad que conocía. Yo había tenido una mamá de leche guaraní, Clementina, porque la mía había estado enferma y no me había podido amamantar, y me había apegado tanto que era a Clementina a quien decía ´mamá´, y a mi mamá, ´mamá Lucía´. Pero ella un día se fue a vivir al campo con un hermano.
“La extrañábamos, especialmente yo y una de mis hermanas, así que mi papá nos cargó una camioneta y nos llevó a verla. La encontramos en la pobreza total, en una situación mísera. Había tenido un hijo con el hermano y tenía en brazos a ese chico, que había nacido malformado. Fue una cosa muy dura. No sé si fue por eso, pero cuando terminé el curso lo volví loco al obispo con armar un movimiento para los campesinos.
“Creamos el Movimiento Rural Cristiano de Goya (que fue Movimiento Rural Católico, hasta que nos echaron de la Acción Católica). Vivía en un estado de superactividad. Pienso que es un poco lo mismo que hice después en Retiro, embarcarme en una cosa que me fue llevando a otra. A la vez, una parte de mis amigos se volcaba a la lucha armada. Yo no; para mí no era el momento. Eran tiempos muy duros, pero también divertidos.”
¿Por qué los echaron de la Acción Católica?
Decían que éramos marxistas.
¿Y eran?
Norma lo piensa:
Bueno, habíamos entrado en un camino de reflexión y acción que había adoptado el método de ver, juzgar y actuar de las juventudes obreras europeas. Es decir que una vez que analizábamos nuestra situación, a ese análisis tenía que seguir la acción. Mi vida era una locura. Yo trabajaba en la peluquería, a la tarde daba clases en el colegio secundario y a la noche militaba. Hasta que la Iiglesia me pidió que viajara a América Central para ayudar en experiencias similares. Estuve dos años fuera, en Guatemala y El Salvador. Por eso los militares decían que me había ido a Cuba y que estaba en la guerrilla.
La desaparición
No se había sentido bien en Centroamérica, donde extrañó espantosamente los lugares de su infancia. Por eso, de regreso al país, ya en 1971, quiso instalarse en el campo. Consiguió una suplencia en una escuela rural de Goya –una escuela a la que sólo se llegaba a caballo–, y fue después a otra en la estancia La Marta, propiedad de un terrateniente. El poder del patrón se respiraba dentro de las aulas: había cuatro maestras y dos eran nueras suyas. “Yo quería vivir la experiencia de la educación rural, pero me duró poco. A los tres meses me fueron a buscar.”
Un operativo del Ejército la sacó de la estancia a la una y media de la madrugada. La llevaron a la Prefectura y de ahí, con los ojos vendados, la trasladaron en un avión a Rosario. Posiblemente a una granja, ya que oía animales. “Toda la parte de la tortura física, con golpes y picana, fue en ese lugar.”
Los militares querían saber los nombres de los integrantes del grupo rural, que ella se prometió no decir. A la picana siguió una etapa de interrogatorios en los que le hacían las mismas preguntas una y otra vez, mientras amenazaban con matarla.
Estaba desaparecida, pero afuera comenzaron las movilizaciones exigiendo al gobierno por su vida. Un día, uno de los represores la acompañó al baño y le mostró un pedazo de papel de diario. Allí vio una foto de su hermano y la noticia de uno de los tantos reclamos. Cuando la presión sobre Lanusse se hizo demasiado fuerte, la llevaron a una comisaría para “blanquearla”. Había pasado un mes secuestrada y todavía debería pasar cuatro más en una celda de castigo, pero había escapado de la muerte.
La liberaron en abril del 72. No presentaron cargos en su contra ni tampoco le explicaron por qué ahora podía irse.
Perón habló de ella en Puerta de Hierro. The New York Times mandó corresponsales a entrevistarla. “¿Escribiría un tango con su historia?”, le preguntaron en un reportaje a Astor Piazzolla. De nuevo en la calle, Norma se descubrió convertida en una heroína. Señala la tapa de la revista: “Hasta me pintaron los ojos de celeste”. Pero por dentro era otra cosa.
–Cuando salí, yo no sabía que estaba mal. No me daba cuenta; no sólo por mí, sino porque recuperé la libertad en un momento en que había una expectativa impresionante. Era 1972, Perón iba a volver en noviembre. Me acuerdo de que me llevaban a hablar a todos lados y yo en medio de la euforia empecé a entrar en una especie de oscuridad. Me paraban frente al auditorio y no sabía ni dónde estaba. No había todavía una experiencia difundida de la tortura, ni se conocían sus consecuencias. Como se me veía entera se esperaba que me integrara de nuevo a la lucha. Pero yo me paraba frente a la gente y no podía hablar, solamente saludaba, como una estúpida. Tenía la sensación de que no servía para nada. Ya no sabía qué era lo que yo proponía, se me desorganizó la ideología. Empecé a tener momentos de amnesia. De todos mis conocidos sólo una amiga me dijo ‘No vuelvas a Goya’, el resto decía ‘tenés que ir, tenés que volver’”.
La sola idea la aterrorizaba.
–Me llevó 13 años saber quién era yo. Ya estábamos en España, había pasado el segundo secuestro, habían nacido mis cuatro hijas y a la noche me despertaba y escribía. Empecé a hacer un relato cronológico de toda mi vida, desde que nací. Ésa fue mi recuperación. Fue bueno porque empecé a entender y a adueñarme de lo que había hecho. Mucho de todo eso lo pude traer después a Retiro.
Teoría y práctica en la Villa 31
Las clases se dictan de dos a cinco de la tarde en asociaciones barriales. Uno de los centros funciona en el galpón de Música Esperanza, otro en el comedor Martín de Güemes. En este último lugar enseñan Juana Alfaro y Darío Callejas. Forman lo que se llama pareja pedagógica, ella como profesora de Bellas Artes –ahora está dando un curso de telar– y él a cargo de Lengua, Matemáticas y todo lo referido a la escolarización. El programa es oficial y ofrece tres ciclos que equivalen a los siete años de la escuela primaria.
En el comedor –techo de chapa y paredes decoradas con murales de Nuestra Señora de Copacabana– hay tres largas mesas con tres grupos. El más cercano a la entrada está formado por mujeres que ahora aprenden telar y que, por lo que se ve en el pizarrón, acaban de estudiar “perímetro y superficie”. En el centro hay un grupo de adolescentes que hacen un dictado. En las mesas del fondo, un tercer grupo teje. Son mujeres que ya terminaron con el programa y ahora tienen un emprendimiento.
¿Cómo se integra la escolarización con el aprendizaje de un oficio? Dicen los maestros:
Darío Callejas: “La primera hora y media se dedica a la teoría y la segunda, a la práctica. Y hay momentos en que se mezclan las dos. Por ejemplo, si hay que proyectar la producción de tejidos. Se calculan los insumos que se van a necesitar, se deciden las cantidades de lana a comprar y se proyecta el estimado de las ganancias”.
Juana Alfaro: “Los adultos llegan con muchas capacidades. Tratamos de enseñar desde esa realidad: cuando empezamos con el telar, encontramos que había mujeres que conocían un montón de técnica. El trabajo docente no es el tradicional Los alumnos llegan sabiendo un montón de cosas, el problema es que no tienen en claro que ese saber vale”.
Callejas: “Algunos de los chicos trabajan y por eso entran un poco más tarde. No hay problemas de disciplina, éste es un lugar valorado”.
Los adolescentes llegan al programa porque se retrasaron en la escuela, o abandonaron. A veces cursan hasta que pueden volver al colegio; otras, es su única opción porque no pudieron inscribirse o por falta de vacantes.
Dicen los alumnos:
Cecilia, 32 años: “No depender de otros es lo más valioso que te puede dar la educación”.
Felisa, de treinta y pico: “Estudiar mejoró la relación con mis chicos, porque les puedo ayudar en sus tareas. Mi mamá también vino: a los 65 años aprendió a leer. Mirá cuánto tiempo le llevó decidirse y resulta que en tres meses ya había aprendido.”
Tejiendo futuros
En el galpón de Música Esperanza la alfabetización se acompañó creando grupos de tejedoras, que venden su producción en ferias y reciben encargos de comercios. En otro de los centros hay cursos de xerigrafía. Los oficios que se enseñan están dirigidos sobre todo a las mujeres, que son el 90 por ciento de las alumnas, aunque alguna vez también probaron con cursos de electricidad.
En las clases no se habla solamente castellano, sino también quechua y guaraní. Algunos profesores saben algo de idiomas; otras veces, cuando un alumno ha llegado recién a la villa, se busca un compañero que haga de traductor.
El programa depende del Estado, pero tiene a la vez una pata sostenida por los docentes y vecinos, que crearon una asociación (Acción Barrial Educativa) para trabajar con emprendimientos.
Cómo ocurren las cosas
“Queremos sistematizar esto, ir registrando de qué manera unir educación y trabajo”, dice Norma. Le pregunto por qué vino a Retiro.
–Al volver del exilio tenía 44 años. En las escuelas no toman gente de esa edad; acá me hicieron un lugar. Y resultó siendo muy bueno.
No lo cuenta, pero encuentro en el archivo por qué no se jubila: por los años que pasó fuera el país y otras dos cesantías (una en los tiempos de Lanusse y en los de Isabel Perón) no llega a reunir los aportes exigidos para retirarse. Otro maltrato: cuando se presentó a reclamar la reparación económica por su segunda detención –la del 76, cuando estuvo dos días secuestrada– en la Secretaría de Derechos Humanos la mandaron a la comisaría a pedir el comprobante de que había estado privada de su libertad.
–Acá a la villa traje mucho de lo que me había quedado sin hacer –dice ella ahora–. Y creo que esta vez lo hice mejor que en todas las veces anteriores. No con tanto optimismo, sino sabiendo cómo ocurren las cosas. Y pensando para qué. A mí me dan bronca ciertos programas políticos que hablan de construir poder, pero sin dar la discusión de para qué. Si eso no se discute, ¿cómo esperar construir otra cosa que no sea incondicionales del que manda?
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