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La dieta del coronavirus: la salud, en peligro ante los ultraprocesados
De la casa al supermercado y del supermercado a la casa, las comidas procesadas lideran el ranking de las consumidas durante la pandemia en toda América Latina. En este artículo para The New York Times la periodista especialista en la industria alimentaria Soledad Barruti -autora de Malcomidos y Mala Leche– asegura que estos no-alimentos precisamente debilitan la inmunidad dejándonos más expuestos al virus. «Es urgente que los gobiernos de América Latina tomen en serio la relación directa entre la mala alimentación y la salud de sus habitantes», plantea Barruti, a la vez que llama a potenciar a los emprendimientos que hacen llegar alimentos frescos y sin químicos a los hogares.
Por Soledad Barruti para The New York Times.
Las últimas horas de la vida anterior al confinamiento por la pandemia las pasé en el supermercado, agolpada en una muchedumbre que buscaba cloro. Como yo, había muchas personas concentradas en puntos clave: las góndolas de limpieza y alacena. Los carritos de compras rebosaban de desinfectantes, antibacteriales, jabones de todo tipo y, claro, papel higiénico. También latas de carne, atún, garbanzos, fideos, harina, galletitas, jugos, comestibles congelados.
La ansiedad y el miedo son contagiosos. Actúan juntos y provocan reacciones que nos lleva de la acumulación de cortisol y adrenalina a la acumulación de las cosas que creemos que nos darán protección ante la amenaza. Y en la crisis por la COVID-19 esas cosas han sido alcohol en gel y comida ultraprocesada: productos enlatados, con nutrientes agregados, que en lo posible duren hasta 2024.
Paradójicamente estas compras del miedo que se dispararon ante la emergencia podrían tener resultados muy diferentes a los buscados: las comida procesadas y ultraprocesadas —que tienen altas cantidades de azúcar, sal y aceites agregados, harinas refinadas, aditivos y nutrientes artificiales— a las que estamos recurriendo estos días no son la solución. Son responsables de obesidad y de enfermedades cardiovasculares, diabetes tipo 2, hipertensión y cáncer, condiciones que aumentan la mortalidad ante el coronavirus. Al mismo tiempo, la falta de alimentos frescos debilita la inmunidad dejándonos más expuestos.
Las compañías que fabrican bebidas azucaradas y comida chatarra de larga duración llevan décadas librando una batalla por cambiar nuestros hábitos alimenticios, y su éxito innegable se acentúa en esta situación. En otra forma de resistencia colectiva y cuidado mutuo nos toca volver a optar por alimentos naturales, sustentables y frescos. De ese modo no solo estaríamos mejorando nuestras defensas ante el coronavirus sino también —a futuro— las de la naturaleza.
La COVID-19 se ha producido de manera similar a los nuevos patógenos zoonóticos que fueron catalogados en los últimos treinta años: por la acción humana que combina la degradación ambiental —en un solo año, por poner un ejemplo, la deforestación en los territorios reservados para las comunidades indígenas en la Amazonía ha aumentado un 74 por ciento— y la producción de carnes y derivados en granjas industriales, en condiciones de hacinamiento.
Tal vez esta sea la oportunidad para cambiar finalmente nuestra relación con lo que comemos y cómo producimos nuestros alimentos.
Hasta ahora no ha sido así. “El coronavirus nos está mostrando que somos humanos y nos comportamos igual en todo el mundo”, me dice por teléfono desde Londres Scott McKenzie, líder de Inteligencia Global de la consultora Nielsen. Ellos se han dedicado a registrar la conducta de los consumidores en supermercados de países afectados por la pandemia y el confinamiento y han recogido datos asombrosos en el transcurso de dos semanas. En Argentina, las ventas de postres congelados aumentaron un 860 por ciento y la carne en lata, el 198 por ciento. En Perú compraron un 405 por ciento más de pescado congelado y un 203 por ciento más de pescado enlatado. La salsa de tomates se vendieron un 139 por ciento más en Brasil, y la carne congelada, 115 por ciento más. En casi todos los países encuestados los consumidores parecieron perder el interés por frutas y verduras y, en muchos casos, hasta disminuyeron su compra.
Un estudio científico en marcha ahora en Argentina que ya lleva evaluado el comportamiento de más de 2500 personas está arrojando resultados en la misma línea: un 63 por ciento de quienes incorporan carne a sus dietas, no consumen ni dos porciones de verdura al día desde que están confinados en sus domicilios; y un 24 por ciento de ellos asegura haber reducido el consumo de frutas a una o dos porciones. ¿Qué consumo aumentó para toda la población? Golosinas, embutidos, aperitivos y bebidas azucaradas y alcohólicas.
Parece que, en el imaginario colectivo, los productos procesados y ultraprocesados —diseñados en laboratorios y fabricados en establecimientos de última tecnología— resultan hoy más “sanitizados” que los tomates, las manzanas o las nueces de las huertas. Es, por supuesto, una equivocación (las superficies, de vegetales o de productos enlatados, pueden hospedar al virus, pero ambos tienen maneras sencillas de desinfectarse).
Habría que deconstruir una idea que lleva casi un siglo. Muchos de los productos que nutren las góndolas hoy han acompañado a la humanidad en otras crisis. Los enlatados se desarrollaron a pedido de Napoleón, el chocolate Hersheys fue parte de las raciones de combate del ejército de Estados Unidos desde 1943 hasta 1991, Coca Cola hizo que todo soldado estadounidense pelando en la Segunda Guerra Mundial pudiera comprar sus productos por solo 5 centavos de dólar. Es razonable que también hoy esos productos logren evocar el espíritu de resistencia y triunfo.
Pero lo que no se muestra es que cada vez que escogemos alimentos establecemos relaciones con las plantas y los animales. Elegimos entre granjas industriales o campos regenerativos; entre monocultivos que terminan en productos que reproducen una y otra vez los mismos ingredientes (azúcar, jarabe de maíz, harina, aceite) o entre huertas que ofrecen más diversidad de ingredientes para una alimentación saludable y culturalmente adecuada.
En las últimas semanas han empezado a surgir las muestras de que es posible un sistema alimentario que no esté reñido con nuestra salud ni con la naturaleza. En varios países de América Latina se están organizando repartos de bolsones con frutas y verduras recién cosechadas, legumbres, cereales y productos de almacén, muchos de producción sin agroquímicos.
“Todos los días recibimos unos mil pedidos”, me dijo el ingeniero agrónomo Lalo Bottesi, a cargo de la cooperativa de productores Iriarte Verde que, ahora vestido con barbijos y munidos de alcohol en gel, distribuye productos agroecológicos en Buenos Aires. “Es imposible que alcancemos a satisfacer esa demanda pero nos da un buen indicio: si se sostiene, va a ser la plataforma que necesitábamos para que haya más productores”.
Al inicio de la crisis, México fue uno de los pocos países de Latinoamérica que asoció el mal estado de salud de la población con la mala alimentación —la diabetes es una de las mayores causas de muerte en la población mexicana— y lo presentó como una desventaja ante el coronavirus. Y es, acaso, una de las razones por la que las dimensiones de la pandemia podrían ser especialmente duras en ese país.
Es urgente que los gobiernos de América Latina tomen en serio la relación directa entre la mala alimentación y la salud de sus habitantes. Esta pandemia es, en este sentido, una oportunidad: o seguimos favoreciendo la saturación de comida ultraprocesada que nos enferma y nos deja más vulnerables a nuevos virus o hacemos el cambio necesario para que los alimentos frescos que producimos en la región puedan llegar a la sociedad toda.

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.
Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío Santillán.

Maximiliano Kosteki
Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.
El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.
Siguen faltando los responsables políticos.
Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.
Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.
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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
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