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Miguel Ángel Estrella: la música, el adiós, y la reconstrucción de su desaparición en Uruguay en medio del Plan Cóndor

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La foto muestra un abrazo. El de Jaime Dri (izquierda) con un notable pianista y notable persona: Miguel Ángel Estrella, fallecido este jueves a los 81 años. Ambos fueron desaparecidos y compartieron torturas militares en el “Castillo de Carrasco”, de Montevideo. A Estrella, por pianista, le picaneaban las manos, y cuenta que una mujer fue la encargada de torturarlo en los genitales, todo en medio del Plan Cóndor de coordinación de represión ilegal entre los países de la región. Relata Estrella que rezaba a los gritos. Dri, otro secuestrado, lo escuchaba sin saber quién era, y sin poder verlo.  

Ese encuentro conmovedor y todo lo que se dijo allí fue parte de la nota publicada en la MU 55 (2012), Recuerdos de la ESMA, que reeditamos ahora en homenaje a Estrella y a cada una de las personas que formaron parte de esa historia alucinada. Presentamos también aquí el acceso la película Sonata en Si menor, de Patricio Escobar, otra expresión de esa producción periodística que además que refleja la humanidad y el talento de un artista inolvidable. CLAUDIA ACUÑA

Miguel Ángel Estrella: la música, el adiós, y la reconstrucción de su desaparición en Uruguay en medio del Plan Cóndor
Jaime Dri y Miguel Ángel Estrella. Su encuentro en Uruguay reconstruido en MU y la película Sonata en Si menor.

La primera noticia sobre el secuestro de este grupo de argentinos que estaba en Montevideo me llegó en forma casual, revisando el archivo en una editorial donde comencé a trabajar cuando agonizaba la dictadura. Yo era cronista y sentado a mi lado tenía al redactor especial Luis Castellanos, un petiso pelado y de anteojos como George, el amigo de Seinfeld, pero canchero y borracho. Poco después me enteré de que era uno de los periodistas que más frecuentaba la Esma.
Para conjurar ese asco que no tuve entonces porque “no sabía” (justamente yo, que venía de los bordes de la General Pazdonde la dictadura era un retén cotidiano, un amigo chupado, un vecino metido a golpes en un baúl, un grito de auxilio ahogado en la madrugada), comencé a investigar esa noticia que no era noticia.
Recuerdo que me parecía obvio que había algo más. Recuerdo que las primeras en denunciarlo fueron las sobreviventes de la ESMA que declararon en Francia en 1979 e incluso mencionaron a Castellanos como colaborador militar. Y recuerdo también que me pareció obvio que todo, al fin, había sido revelado en el libro de Miguel Bonasso, publicado en 1984.
Si la retomo ahora es porque no me parece obvio analizar qué rol jugó el periodismo en ese operativo que implicó secuestro, tortura, cárcel, muerte y desaparición forzada de 5 mujeres, 5 hombres y 5 niñas. Ellas, en especial, estuvieron en mí todos estos años, no sé si como un peso o un motor.
Fue Recuerdo de la Muerte, entonces, el primero que nos dijo, como antes Walsh:
-Hay un fusilado que vive.
Nos contaba así la historia de Jaime Dri, el militante montonero que había sido secuestrado en Montevideo, trasladado a la ESMA, sometido a “préstamo” al grupo de tareas que operó en la Quinta de Funes, bajo el mando del nefasto Galtieri en la periferia de Rosario, y devuelto a los sótanos de la Marina; él único que había logrado fugarse de allí y vivir para contarlo.
Dri es el muerto que nos habla en Recuerdo de la muerte, el Livagra de Operación Masacre.
Ahora que lo tengo enfrente, que lo he visto reírse a carcajadas y llorar con mocos, se lo digo con todas las letras y él se queda mirándome fijo, unos segundos eternos. Entiendo por qué.
Si retomo esta historia es porque tampoco parece obvio analizar qué valor tiene un sobreviviente del terrorismo de Estado. Digámoslo entonces rápidito y claro: son la respuesta al grito de “Aparición con vida”. Son también el motor que encendió la justicia, la principal prueba, el dedo acusador. En la jerga judicial son testigos. En la historia social, son las víctimas que se ponen de pie. ¿Se puede entonces pedirles explicaciones sobre por qué están vivos?
Se puede.
Lo que no sabe el que los interroga es que la respuesta está en la misma pregunta: sobrevivir nos interpela sobre cómo vivir después de una dictadura; pero fundamentalmente sobre cuándo es ese después, y cuánto su fin depende de nosotros.
Depende, nada menos, no del peso de nuestras preguntas, sino del motor que enciende nuestras respuestas.
La mía, ahora, es abrazar a Dri.

Las personas

Miguel Ángel Estrella: la música, el adiós, y la reconstrucción de su desaparición en Uruguay en medio del Plan Cóndor
La tapa de MU con la foto que Jorge “El tigre” acosta tomó de las tres niñas en la ESMA. Una postal del horror.
Miguel Ángel Estrella: la música, el adiós, y la reconstrucción de su desaparición en Uruguay en medio del Plan Cóndor
Dos de aquellas niñas, María Virginia y María Paula, rodean a su madre, Rosario Quiroga. Cuando la vida vence a la muerte.


Jaime Dri, nacido en Chajarí, Entre Rios, 14 hermanos, uno cura, cinco monjas, hijo de un sobreviviente de los bombardeos del 55, padre de Vanesa y Fernando, que fueron secuestrados el de 10 enero de 1977, cuando tenían 6 y 4 años; posteriormente liberados y enviados a Panamá, de donde era oriunda su entonces compañera, Olimpia Díaz. Dri fue elegido diputado provincial por el Chaco, cargo que ejerció hasta el día del golpe ,y era integrante de la regional nordeste de Montoneros. Viajó a Montevideo, vía Concordia-Salto, para reunirse con su responsable político, Alejandro Barry, a quien sólo conocía por su apodo: El Sopita.
Alejandro Barry había llegado a Montevideo junto a su compañera, Susana Matta, y su hija, Alejandrina, de 4 años. A Susana, Dri la llamaba La Pelada y a su hijita, La Peladita.
Rosario Quiroga, sanjuanina, familia devota, tía monja (ya veremos qué milagro provocó). Trabajaba en la biblioteca de la Universidad de San Juan hasta que fue cesanteada por la Ley de Seguridad del Estado, sancionada por la dictadura para perseguir activistas. Su primer compañero y padre de sus tres hijas fue José Luis Herrero, desaparecido en Mendoza el 9 de marzo de 1976. Formó pareja luego con Oscar De Gregorio, a quien todos llamaban El Sordo, responsable de otra de las regionales montoneras. Oscar tenía un hijo, Juan Manuel, por entonces de 7 años, y una compañera del movimiento. Cuando decidió separarse fue sancionado por la conducción: perdió su jerarquía en la organización, aunque no sus responsabilidades. Oscar y Rosario habían escapado de Argentina cuatro meses antes, esquivando la represión. Viajaron a Brasil y luego a Montevideo, donde alquilaron una casa en la zona céntrica, a pocas cuadras de la Avenida 18 de Julio y a dos del jardín de infantes a donde enviaron a las nenas: María Paula, de 5, María Elvira, de 4 y María Virginia, de 3.
Miguel Ángel Estrella, tucumano, nieto de árabes, pianista virtuoso, discípulo de la francesa Nadia Boulanger (ya veremos qué milagros provocó), joven viudo, padre de 2 hijos –Javier, de 11 años, y Paula, de 8– exiliado en Montevideo luego del golpe. En su chalet del coqueto barrio de Carrasco le dio refugio a una joven pareja que huía de la persecución de los militares argentinos: Jaime Bracony y Luisana Olivera. Otra joven estudiante entrerriana, Raquel Odasso, lo ayudaba cuidando a sus hijos.
María del Huerto Milesi y Rolando Pisarello habían llegado días antes, huyendo con su hija María Laura, por entonces una bebé de 4 meses.
Cuando llegó la tiniebla del golpe, la mayoría tenía responsabilidades en su militarizada organización y eso los sometió a rígidas disciplinas y aun más rígidas medidas de seguridad. Así llegaron a Montevideo, con documentos falsos y haciendo política clandestinamente.

Los hechos

Esta historia comienza igual y para todos. Y comienza con fe. Primero como católicos, luego como militantes, finalmente como montoneros, cada mujer y cada hombre enredado en este ovillo siguió el hilo que tejían su tiempo y sus convicciones.
Esta historia no comienza con un secuestro sino con una militancia que hoy recuerdan con orgullo y autocríticas.
Lo que comienza, entonces, el 16 de noviembre de 1977 es el horror.

El secuestro

Oscar De Gregorio regresaba de Buenos Aires a Montevideo. En el puerto de Colonia lo esperaba su compañera, Rosario, que había dejado a las nenas al cuidado de una vecina. Lo vio bajar a las 13.30 del aliscafo y caminar rumbo a Inmigraciones, donde lo detuvieron. Las versiones siempre hablaron de que le habían encontrado una granada dentro de un termo, pero Rosario no cree que sea cierto. el hijo de Oscar, Juan Manuel, me dice ahora que un funcionario del ministerio de Defensa de tiempos de Tabaré Vázquez le contó otra versión: en la guardia había un oficial que sospechó del nombre –Manuel del Corazón de Jesús Mántara, demasiado largo y complicado– y le pasó el documento a otro que, mala suerte, era experto en falsificación.
Rosario vio cómo se llevaban a Oscar y decidió no perder tiempo. Tomó un micro, llegó a Montevideo y le confesó a su vecina la verdad: quién era y qué pasaba. La mujer la ayudó a levantar sus cosas y cargar a las nenas. Cuando regresamos a esa calle este abril de 2012, buscamos sin suerte la casa. Rosario tenía la esperanza de encontrar a la vecina y agradecerle todo. Especialmente que no le haya preguntado nada.
Luego, se instaló en un tres ambientes con jardín que alquiló en la zona balnearia de Lagomar, distante a sólo 22 kilómetros de Montevideo, y buscó contactarse con sus compañeros. Fue entonces cuando visitó el coqueto chalet de Miguel Ángel Estrella.
Ellos no lo sabían, aunque todos los vecinos se los habían advertido: el chalet de Estrella estaba vigilado. Me lo cuenta ahora un cincuentón amable, que actúa incluso el diálogo que tuvo con Estrella en los días previos a la redada:
“Yo siempre estaba acá, sentado en este muro con mi mate, joven al cuete, cuando lo veo pasar a Estrella y le digo: `Están dando vueltas unos tipos raros desde hace días. O te vienen a buscar a vos o me vienen a buscar a mí, así que hay que tener mucho cuidado”.
Estrella recuerda el diálogo y sonríe. “Si hasta mis hijos me abrazaban y decían: ´no queremos perderte también a vos papá´. Por eso estábamos levantando la casa, con la idea de irnos a Europa aprovechando unos conciertos que tenía ya agendados”. La parsimonia de Estrella en medio de este clima de persecución no es solo producto de su filosofía tucumana, que también, sino de su lejana pertenencia a la organización, que en esos días parecía ser el único objetivo de la represión. Parecía, pero no.

El intento de fuga

Fue Martín Gras, otro detenido-desaparecido en la ESMA, hoy funcionario de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, quien declaró ante un juez uruguayo que en esa época fue trasladado clandestinamente a Montevideo. La declaración de Gras coincide con lo que le contó el funcionario de Tabaré a Juan Manuel, el hijo de De Gregorio: Gras llegó junto al represor argentino Antonio Pernía a un galpón que tenía el cuerpo de Fusileros Navales (FUSNA) en el puerto de Montevideo, donde lo recibió el capitán de navío Jorge Troccoli (un represor uruguayo que escapó a Italia y eludió un pedido de extradición; hoy está prófugo de la justicia). Ahí se enteraro que, minutos antes, Oscar había salido con los militares a marcar una cita. Pernía se puso furioso porque imaginó lo que vendría.
Lo que sigue es el relato de Gras: “Pernía salió a buscarlos y en una calle reconoció el coche de los uruguayos sin nadie adentro. Escuchó un disparo: De Gregorio escapó, corrió, entró a un zaguán y ahí el oficial uruguayo le pegó un tiro. En el momento en que Pernía llegó al zaguán, el oficial iba a rematar a Oscar, que ya estaba malherido. Pernía se le tiró encima para evitarlo. El chofer casi le dispara también a él, porque estaba de civil”.
Oscar fue trasladado al Hospital Militar en la mañana del 18 de noviembre de 1977. La bala le había perforado los intestinos y el bazo, que le terminaron extirpando, según consta en el parte médico de ese hospital que forma parte de los documentos que le entregó la Armada uruguaya al presidente Tabaré Vázquez,en setiembre de 2005.

Plan Cóndor en acción



Miguel Ángel Estrella: la música, el adiós, y la reconstrucción de su desaparición en Uruguay en medio del Plan Cóndor
Jaime Dri en Uruguay.

Cuando fue al chalet de Estrella, Rosario no sabía que el secuestro de Oscar había puesto en marcha esa tenebrosa maquinaria llamada Plan Cóndor. El pianista estaba de viaje y la recibieron Jaime Bracony y Luisiana Olivera, que la pusieron en contacto con Alejandro Barry. La cita fue en un restaurante céntrico y reunió a la mayoría de los protagonistas de esta historia: Dri, que había llegado a Montevideo ese día, María del Huerto y Rolando Pisarello, también recién llegados, más Rosario y Alejandro Barry, que era el máximo responsable político del grupo. Fue él quien decidió que el matrimonio Pisarello y su bebé fueran a vivir con Rosario porque le parecía segura esa casa de Lagomar. También ahí se arregló que Dri iría a la casa de los Barry, que habían alquilado en Atlántida, aunque nadie en el grupo supo nunca dónde vivían.
Luego de esa reunión, Dri fue caminando con Rolando hasta la casa de Estrella, que tampoco estaba, y regresó a su hotel a esperar otro día y otra cita: quedó en encontrarse con El Sopita en ese mismo restaurante y a las 2 de la tarde.

La redada

El operativo comenzó el 15 de diciembre de 1977 a las 8 y pico de la mañana, cuando Rosario y Rolando salieron de la casa de Lagomar y caminaron hasta la ruta. Rosario siempre creyó que habían sido 2 cuadras, pero son más de 500 metros los que separan la casa de la Avenida Giannattasio. Ahora que estamos allí, conversando con los vecinos de la época, nos enteramos que desde la noche anterior un grupo de militares uruguayos, de civil y armados, había obligado a la señora de enfrente a esconderlos, para vigilar desde allí los movimientos de la casa. Le dijeron que era una cuestión de drogas y la señora sospechó lo peor: no podía ser verdad porque ella había visto en el jardín jugar a las nenas.
A pocos metros de la parada del colectivo con el que pensaban llegar a Montevideo escucharon un grito. Alto. Comenzaron a correr, pero detrás del refugio de la parada se asomaron otros hombres armados. A Rosario la agarraron de los pelos, la encapucharon y la tumbaron en una camioneta, al igual que a Rolando.

La emboscada

A las 2 de la tarde de ese mismo día, Jaime Dri se encontró con Alejandro Barry en la puerta del único restaurante que conoció en Montevideo. Subieron a la Mehari y Jaime cerró los ojos tal cual lo indicado: nadie podía ni quería ver el trayecto que lo llevaba a la casa de un compañero. “Habrá pasado un rato largo, una media hora quizá, cuando escuché el grito de El Sopita”, me dice ahora que está parado en el exacto lugar donde volcó la Mehari, emboscada por un auto de frente y otro de atrás, que le dio el topetazo. “El Sopita me pasó por encima y yo salí como pude, corriendo hacia allá”. Está señalando en dirección a una esquina que, en un primer momento, lo desorienta porque hoy la ruta es doble mano, el terreno está levantado y él no recuerda haber tropezado con nada en la estampida; pero también por evocar la intensidad y el vértigo que tuvo aquel momento. Dri busca, necesita encontrar, la casa a la que entró en su desesperada fuga. “Era chiquita, precaria y en lugar de una puerta trasera me topé con una ventana chiquita y enrejada”. Ahí está, al fin, parado al lado de la ventana chiquita que le cerró la retirada, en la casa que hoy tiene adosada otra habitación, donde vive la nieta de la mujer que aquella tarde alcanzó sólo a decirle: “Por favor, váyase de acá”, que era exactamente lo que ansiaba Dri. Esa señora, nos cuentan ahora, era la curandera del barrio.
Dri recibió en ese umbral dos tiros en las piernas, pero nunca menciona esas heridas ni tampoco da detalles de las torturas que padeció luego de que lo llevaran en el piso trasero de un auto.
Las versiones indican que Alejandro Barry fue asesinado ahí mismo. Dri no lo supo hasta tiempo después y todavía se pregunta, parado en la ruta, para dónde habrá corrido El Sopita, como si el destino hubiera empujado a su compañero en una dirección errada. Y a él no.

Operativo Estrella

https://lavaca.org/lavacatv/sonata-en-si-menor/

Esa misma tarde del 15 de diciembre, Raquel Odasso volvía de comprar bizcochos, cuando la interceptó un auto, a dos cuadras de la casa donde trabajaba cuidando a los hijos de Miguel Ángel Estrella. Los vecinos recuerdan ahora que era un Volkswagen, del que bajaron dos hombres que la tomaron de los pelos y la llevaron. La hija de Estrella estaba jugando en la casa de unas amigas, a pocos metros, y escuchó los gritos. Los bizcochos quedaron en el piso, desparramados.
Por los techos de la casa del vecino trasero irrumpió al chalet de Carrasco el grupo de tareas que secuestró a Jaime Bracony y Luisana Olivera, mientras dejaba una guardia adentro, esperando la llegada del pianista. Todo el tiempo que duró esa espera, el hijo de Estrella lo pasó en su habitación, enfermo y aterrado.
Alertada por los vecinos, llegó hasta la puerta del chalet una amiga del pianista. Llevaba un traje de cura y otro de mujer. “Pensó que así podía escaparme”, sonríe Estrella ahora, mientras unta una tostada del desayuno que sirve, sin ruido, la empleada de la embajada argentina en Uruguay. Estamos ahora en la residencia oficial, donde ayer, 25 de mayo, se ofreció un recital que transformó las sonatas de Listz en un acto político.
Estrella tiene una forma especial de hablar. Cada palabra es una tecla con la que intenta tocarnos algo: un sentimiento, una sonrisa, una mirada. Cada pieza que ejecuta tiene un cuento de introducción. El de este día que se dice de la patria comienza con la historia de su secuestro en Carrasco. Lo está escuchando el presidente José Mujica, quien estuvo prisionero en el mismo penal al que fue a parar Estrella. En la platea hay más ex presos de la dictadura y referentes de derechos humanos que funcionarios. Está, además, la amiga que quiso disfrazarlo. Lleva bastón y renguea. Dice que todavía le duelen las manos por la picana que recibió en el Castillo de Carrasco. Ella es la única, de todos los que estuvieron allí, capaz de identificar dónde queda ese centro clandestino de detención a donde llevaron a las mujeres, los hombres y las niñas secuestrados aquel 15 de diciembre.

Lagomar y después

Ninguno de los sobrevivientes con los que hablé sabe por qué Susana Matta y su hija Alejandrina fueron a la casa de Lagomar, pero suponen que llegó alarmada por la ausencia de su compañero, Alejandro Barry. Tampoco saben porqué se quedaron allí, tras la desaparición de Rosario y Rolando, ya que recién a la madrugada del 16 de diciembre irrumpió la patota en esa casa. Ahí estaban durmiendo, en un cuarto, las madres: Susana y María del Huerto, junto a su bebé. En otro, las 4 nenas.
Fue María Elvira la que en su adolescencia tuvo un ataque de pánico, que recién pudo conjurar cuando entendió su origen: había estado en una casa de verano y durmiendo en una habitación en la que, en la noche, se colaba una luz fuerte a través de una ventana. Recordó, así, que aquella madrugada las había sorprendido una luz similar (¿focos? ¿linternas?) que precedió el grito: “Salgan o disparamos”.
María del Huerto salió con su beba en brazos.
Susana Matta fue a la habitación de las niñas.
Las versiones cuentan que allí se tomó la pastilla de cianuro. Dri me dirá después que calcula que fueron 600 los militantes montoneros que eligieron tragar el cianuro antes que caer en manos de los militares. Ahora, una de las hijas de Rosario recuerda algo más: Susana intentó vomitarla.
También recuerda ahora que tuvieron que pasar por encima del cuerpo de Susana para salir. Y que la taparon con una manta a cuadros que había en la habitación.
Sólo eso.
Lo que pasó después para todas estas niñas, desde entonces y hasta hoy, funde a negro.

Rezar a los gritos

Miguel Ángel Estrella es el único que habla, en su maravilloso tono, de lo que pasó después. A todos los sobrevivientes los llevaron al mismo lugar: lo llaman el Castillo de Carrasco. “No sé si era un castillo, pero parecía. El sótano donde fuimos a parar tenía paredes gruesas como esas que se ven en las películas”, dice Estrella.
Todas y todos recuerdan el ruido del paso de aviones, por eso hablan de Carrasco, el barrio donde está el aeropuerto de Montevideo.
En ese sótano, Estrella y Dri –que no se conocían– compartieron las sesiones de tortura. Colgados boca abajo, atados de las manos y encapuchados. Submarino y picana. Cuenta Estrella: “Había una mujer muy perversa y cruel, que se ensañaba especialmente al darme picana en el miembro. En un momento, no sé cuánto tiempo había pasado desde que llegué, pude hablar con ella. Empecé a decirle cómo me la imaginaba: como un hembrón, de larga cabellera y buen escote. `Nada que ver´, me contestó. `Soy bien fea´. Me contó que vivía en un cantegril, que era prostituta y que así había conocido a un milico que una vez le propuso:´¿querés venir a ver algo que puede excitarte?´. Y ahí empezó. Ahora le pagaban, me decía, por torturar. Y le pagaban más cuánto más hija de puta era”.
Estrella cuenta que rezaba a los gritos mientras pensaba en su maestra, la francesa Nadia Boulanger. “No sé por qué, pero se me venía su imagen en esos momentos”. Nadia, justamente, fue una de las primeras en organizar una campaña mundial para denunciar el secuestro de Estrella.
Dri lo escucha ahora en silencio, como lo escuchaba entonces, cuando Estrella vociferaba el padrenuestro en aquel sótano. Acaban de encontrarse en Montevideo, en la residencia del embajador, en ese comedor y en ese desayuno con tostadas. Acaban de estrujarse varias veces en varios abrazos y de decirse muchas más: “Hermano querido”.

Represores negociando

Cuatro días calculan que pasaron en el Castillo de Carrasco, pero fueron 5, según consta en un informe “secreto e interno” firmado por director del Servicio de Información de Defensa, general Amauri E. Prantl, donde se menciona a la totalidad de los secuestrados. El parte está en el Archivo de la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, en la Caja 8-2-1 y lleva la siguiente nomenclatura: “Parte de Información Nº 13/77”. El dato es importante por lo que pasó ese quinto día.
Cuenta Dri: “Me sacan la capucha y delante de mí tengo a un grupo de hombres. Tiempo después pude identificar a tres de ellos, todos argentinos: el oficial del Ejército apellidado Coronel –luego supe que su nombre es Julio César–; el miembro de la Prefectura Naval Héctor Febres, apodado Selva, y el integrante de la Armada Raúl Enrique Scheller. Uno de ellos me dijo: `Quedate tranquilo, ya pasó lo peor. Nosotros te vamos a tratar mejor que los uruguayos, te vamos a trasladar a Argentina´.”
El grupo de tareas de la ESMA había llegado hasta el Castillo luego de una negociación con la Armada uruguaya. Un documento oficial, con membrete de la Presidencia de la República Oriental del Uruguay, fechado el 2 de julio de 2003, informa que esa negociación fue bautizada “Cónclave de Solís” y que implicó que el Comandante de la Armada aprobase “la entrega de Oscar De Gregorio a las autoridades argentinas”.
El funcionario de Tabaré Vázquez que se entrevistó con el hijo de Oscar le contó que la negociación fue dura. “Los militares uruguayos se dieron cuenta de que tenían un pez gordo y no lo querían entregar así nomás. Los argentinos se impacientaron y amenazaron con sacarlo a sangre y fuego del Hospital Naval, donde estaba internado. Se lo entregaron, pero a cambio les pidieron los 3 autos y el helicóptero en los que habían venido, y el control de los uruguayos secuestrados en suelo argentino”, cuenta Juan Manuel que le contó el funcionario.
La negociación determinó también el destino de los secuestrados en el Castillo de Carrasco. Todos los detenidos en el chalet de la familia Estrella fueron legalizados. Esto es: sometidos a la justicia militar, que tras un simulacro de juicio, los condenó a prisión en el penal de Libertad. Allí fueron, entonces, Miguel Ángel Estrella, Jaime Bracony, Luisiana Olivera y Raquel Odessa.
El resto fue desaparecido. Esto es: trasladado ilegalmente a la ESMA en avión. Allí fueron, entonces, Jaime Dri, Rosario Quiroga, el matrimonio Pisarello y su bebé. Allí fueron también las tres hijas de Rosario: María Paula, María Elvira y María Virginia.
Para Alejandrina Barry los militares argentinos tenían otro destino.

La prensa terrorista

Sin duda, la campaña internacional que denunció el secuestro de Estrella y que llegó a mover al embajador británico y a la reina de Suecia, obligó a legalizar a todos los secuestrados en su chalet.
Sin duda, también, fue el vínculo entre el abuelo Barry y José Alfredo Martínez de Hoz, con quien compartía una cátedra universitaria, el que salvó a Alejandrina.
Sin embargo, lo que me interesa señalar en este punto de la historia es que en la misma instancia en la que se sella la suerte del grupo –quién va preso, quién desaparece– se urde la operación de prensa.
Esto es lo paradigmático de este caso: deja en claro cómo funcionó la máquina represiva a dos orillas, pero además cómo la prensa formó parte de ella.
La Armada uruguaya emitió sobre estos hechos cinco comunicados que fueron reproducidos por todos los diarios locales y varias agencias internacionales. Esos cables fueron publicados en la prensa argentina por lo menos en dos periódicos: La Opinión y La Nación, en sus ediciones del 23 de diciembre de 1977. Todos mencionaban la parte “legal” del operativo: los muertos, los presos y la existencia de una única sobreviviente: la pequeña Alejandrina.
En los días posteriores, los diarios uruguayos publicaron las fotos de la Mehari emboscada, la casa de Lagomar y las supuestas armas encontradas y que nadie allí tenía. Publicaron además, muchas fotos de Alejandrina. Jugando con muñecas, sentada, parada, con un saquito de lana, sin el saquito de lana y un título: “Esta inocente está sola y quiere encontrar a su familia”.
El 29 de diciembre de 1977 el comunicado Nº 1380, emitido por “las Fuerzas Conjuntas” uruguayas, informa que la pequeña Alejandrina “fue entregada en el puerto de Montevideo a sus abuelos paternos en presencia del Juez Militar de 2do. Turno”. En realidad, según la crónica publicada por el diario La Mañana en su edición del 30 de diciembre, la entrega se había hecho el día anterior y en una conferencia de prensa a la que fue expuesta la niña, hasta que una mujer uniformada la cargó en brazos y la subió al barco donde la esperaban sus abuelos. La última foto de Alejandrina publicada por los diarios uruguayos es esa: en brazos de esa agente y en la escalera del buque.
En esta orilla, las fotos tomadas durante los secuestros formaron parte de una operación de prensa que tuvo la Editorial Atlántida como escenario privilegiado:
La revista Somos muestra la foto de Alejandrina junto a la de la Mehari acribillada. Menciona la lista de muertos y presos. Y agrega saña. De Miguel Ángel Estrella dice, textualmente: “pianista tucumano, 33 años, homosexual”.
La revista Gente tituló: “Alejandra está sola”. Muestra fotos de la casa donde se produjeron los secuestros y de un supuesto botín de guerra, con grandes ametralladoras, “que se encontraba a pocos metros de la cuna de Alejandra”.
La revista Para Ti la presenta jugando con su muñeca, cabeza gacha. El título: “A ellos no les importaba”.
Las tres notas publicadas en las revistas de Editorial Atlántida son posteriores al parte oficial y a los diarios que informaban que Alejandrina ya estaba con su familia, pero ocultan esta información.
Cada nota está escrita de acuerdo al estilo de cada publicación y todas persiguen lo mismo: tienen una función. Según mi hipótesis, están destinadas a cortar los lazos sociales y de solidaridad que podían ayudar a escapar a militantes montoneros de las garras de la dictadura.
Ni los medios uruguayos ni los argentinos mencionan al resto de los secuestrados. Son así oficialmente desaparecidos.


Postales de la ESMA

La vecina de la casa de Lagomar cumple años. Es domingo y está esperando a la familia para dar inicio a la raviolada. Mira a las tres mujeres que están paradas en su calle y las abraza, una por una. Las invita a entrar, a sentarse, a charlar. No pregunta qué les sucedió después de aquel operativo que conmocionó a todo el barrio. Le alcanza con verlas hoy sonriendo. “Hace años que me quedó una pregunta clavada en el corazón: ¿qué pasó con esas niñas? Porque cuando leí que el diario hablaba de una sola, me di cuenta que algo terrible les había pasado a las otras”. Ese comentario es lo que se llevan de regalo María Paula y María Virginia de esta visita a Lagomar.
No pudieron entrar a la casa, como querían, porque ahora está viviendo allí un militar, que acaba de llamar a un patrullero para espantarnos.
Me cuentan que viajaron con la ilusión de recordar lo olvidado. No tienen ni una imagen del operativo, del Castillo, del vuelo clandestino, de nada. Lo único que recuerdan es el momento en que las llevaron a ver a Oscar De Gregorio. Ya estaban en la ESMA. “Lo vi tan flaco, tan lastimado que pregunté qué le había pasado –me cuenta María Paula– El hombre que nos acompañaba me contestó: ´se cortó con un vidrio´. Me quedé fija en esa imagen: pensando cómo habría sido de grande el vidrio que lo había rebanado así”.
Oscar De Gregorio padeció una larga agonía de torturas que lo dejaron desquiciado. Rosario lo vio morir el 25 de abril de 1978 en la ESMA. Su cuerpo nunca fue entregado a su familia, aunque a Rosario le dijeron que había sido cremado y sepultado como N.N. en la fosa común del cementerio de la Chacarita. Formalmente, es todavía un desaparecido.
Rosario me muestra la foto que Jorge El Tigre Acosta les sacó en la ESMA a las nenas. Están sentadas en un sillón. María Paula, en el centro, sonríe. No es una sonrisa de alegría: es un desafío.
Fue Acosta, también, el que le dijo a Rosario que en la ESMA no podían quedarse niñas de esa edad. Ella pensó en su madre, pero vivía en San Juan y se negaron a llevarlas. Recordó, entonces, que su tía monja estaba en un convento del barrio del Belgrano. Alfredo Astiz fue el encargado de entregarlas allí.
Rosario volvió a reunirse con sus hijas cuando la dejaron salir de la ESMA, el 19 de enero de 1979 y con destino a Caracas, donde hoy viven.
Jaime Dri es profesor en Panamá, tiene ya 72 años y su mayor muestra de optimismo es su nuevo orgullo: su hijo de 4 años.
Le pregunto a María Paula qué piensa de toda esta historia y responde con una carcajada que apunta a su madre: “Que estaban todos muy locos”. María Virginia elige las lágrimas, que contiene con fuerza. Dice simplemente: “Mis padres son mi héroes”.
Recuerdo entonces el final de Operación Masacre y esas palabras que ahora hago mías: puedo, finalmente, sentarme a escribir porque ya he hablado con sobrevivientes, viudas, huérfanos, héroes anónimos. Me pregunto, igual, si contar esta historia vale la pena, si la sociedad en que uno vive necesita realmente enterarse de cosas como éstas. La diferencia con Walsh es que tengo una respuesta.
Se comprenderá, de todas maneras, que haya perdido algunas ilusiones en mi oficio que, gracias a vos, lector, aún lo es.

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La Ronda en la mirada de Alejandra López

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Octava entrega del registro colaborativo de la ronda de las Madres de Plaza de Mayo, realizada por la fotógrafa Alejandra López.

Toda la producción de La Ronda será entregada a ambas organizaciones de Madres y al Archivo Histórico Nacional. Invitamos a quienes tengan registros de las rondas realizadas estos 40 años a que los envíen por mail a [email protected] para sumarlos a estos archivos. Esta iniciativa es totalmente autogestiva.

Por Alejandra López

Cuando Claudia Acuña me propuso que fotografiáramos la Ronda de las Madres con un grupo de colegas, acepté sin dudar con gran alegría por varias razones. Por una lado, la urgencia del registro ahora que se nos van poniendo viejitas, y por otro, la necesidad de emprender un proyecto colectivo.

La Ronda en la mirada de Alejandra López

He ido muchas veces a la Ronda. Una de mis primeras veces, yo fotógrafa debutante, lloré durante toda la cobertura y una de las Madres (no sé quién fue) me retó con ternura: “Sin llorar”, me dijo, y repitió: “Sin llorar”. 

La Ronda en la mirada de Alejandra López

Siempre hay algo de esa primera vez: la emoción, la admiración sin límites, y,  sobre todo, el asombro ante esa capacidad increíble de sostener el ritual de lucha durante 47 años.

La Ronda en la mirada de Alejandra López

Hice mis fotos el jueves 21 de marzo, en la Ronda número 2397.

Hoy más que nunca #memoriaverdadyjusticia.

Mi humilde homenaje a estas mujeres que, junto con Abuelas, son nuestro faro.

La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López
La Ronda en la mirada de Alejandra López

Sobre Alejandra López

Retratista.

Empezó a trabajar profesionalmente en 1990 haciendo fotografía teatral y en la revista El Porteño.

Durante 14 años fue fotógrafa de staff de la revista Viva del diario Clarín, donde fotografió a innumerables personajes del espectáculo y ha publicado en revistas como Elle, La Nación Revista, Brando, Harper’s Bazaar, Le Figaro Magazine, Bacanal.

Actualmente se dedica a la fotografía para gráficas de teatro y cine, colabora con la revista L’Officiel y es reconocida además por sus retratos de escritor, algunos ya icónicos, para editoriales de libros como Penguin Random House y Planeta.

Ha realizado numerosas muestras: Retratos (2001), La máscara (en el Festival Internacional de Teatro), Retratos de la Memoria, (imágenes de sobrevivientes del Holocausto) en el Museo Judío de Frankfurt, Calendario FOE 2009 y en junio del 2011, la exposición Algunos escritores, en la Fotogalería del Teatro San Martín. En 2021, realizó Ese día, una serie de retratos de víctimas sobrevivientes del atentado a la Amia. En 2023, Belleza Marrón, en el Centro Cultural Borges, (ensayo en colaboración con la agrupación Identidad Marrón).

Para ver más: en Instagram @alejandralopezfotografa

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La historia de las Madres de Plaza de Mayo: Érase una vez 14 mujeres…

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Se cumplen hoy 47 años de la primera aparición de las Madres en la Plaza de Mayo. La fecha llega en un momento en el que lavaca ha puesto en marcha un registro fotográfico colaborativo sobre las actuales rondas de Madres: una forma de homenaje, sabiendo que la memoria no es hablar del pasado, sino comprenderlo para actuar en el presente y el futuro.

Esta es una recorrida entonces, con un resumen del antes, el durante y el después de la instauración del terrorismo de Estado. Cuenta el nacimiento de la organización de estas mujeres que salieron a reclamar por la vida y, frente al horror y la desaparición de sus hijos e hijas, y lograron lo que parecía inconcebible: transformar el dolor en acción. ¿Cómo lo hicieron? Un recorrido por las últimas décadas, y algunas cuestiones prácticas sobre los tejidos, los territorios, las brujas y los alumbramientos. El video que muestra parte de la historia.

Por Sergio Ciancaglini

La historia de las Madres de Plaza de Mayo: Érase una vez 14 mujeres…
La historia de las Madres de Plaza de Mayo.

Había una vez un país con nombre de mujer, donde la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Y en ese país de nombre plateado, los sueños y la vida tuvieron que aprender cómo enfrentar a los verdugos.

La historia suele ser infinita, ¿cómo contarla?

Habría que hablar de un siglo XX Cambalache, que empezó con el país granero del mundo, con trabajo para pocos, democracia para pocos, dinero para menos, alguna ilusión de tiempos mejores, seguida de décadas infames. Surgió luego un gobierno que generó una expectativa de más justicia, y más democracia. La política empezaba a estar en las calles, en las plazas, en la cabeza y en el corazón de cada persona.

Ese gobierno fue tumbado en 1955 por los poderes económicos, políticos y militares de siempre. Poco antes los golpistas habían bombardeado con la aviación militar a transeúntes inocentes en plaza de Mayo. Más de 300 muertos. Que hubiera más igualdad de oportunidades, o mejor distribución de la riqueza, era una maldición que había que mutilar. Tierra extraña; aquí siempre hubo una envidia al revés. Los ricos envidiaron a los pobres, odiaron que los pobres pudiesen mejorar.

En 1956 aquella dictadura fue pionera: secuestró ilegalmente a decenas de personas acusándolas de planear una rebelión. Los militares ordenaron los fusilamientos en los basurales de José León Suárez. Fue la Operación Masacre, como la llamó Rodolfo Walsh en un libro inolvidable. Lo que nadie sabía, ni siquiera Walsh, es que la Operación Masacre apenas empezaba.

Poco después, en una pequeña isla del Caribe frente a las narices de los Estados Unidos, hubo una revolución que se proclamó socialista. Los militares argentinos temieron que esa revolución fuese contagiosa, y gatillaron sus armas junto a los de todo el continente.

Siguieron los tiempos de proscripción política, censura, gobiernos civiles derrocados, gobiernos militares que se iban tumbando entre ellos, mientras las fuerzas armadas actuaban como tropas de ocupación en su propio país, como trincheras contra la democracia, en nombre de la lucha contra el socialismo.

Frente a eso, crecía la resistencia de quienes que no se resignaban al silencio, la censura, ni al olvido. Resistían los mayores, con una especie de nostalgia por el pasado. Y resistían también los jóvenes, como añorando el futuro, pero un futuro que querían construir con sus propias manos.

El surgimiento de las Madres de Plaza de Mayo

Un argentino que había puesto la mente y el corazón para aquella revolución en la isla del Caribe, fue capturado y fusilado cuando quiso hacer algo parecido en Bolivia. Le decían Che. Los que lo mataron no sabían que lo estaban inmortalizando. El mundo se ponía violento. En todo el planeta oleadas de jóvenes salían a reclamar justicia, igualdad, rechazo a la guerra y la muerte, un mundo distinto.

En la Argentina las dictaduras seguían tropezando con las resistencias. Hubo un Cordobazo, un Rosariazo, la juventud se movilizaba pintando paredes y pintando proyectos. La democracia seguía presa. La violencia militar seguía libre. Nacieron las organizaciones guerrilleras, que quisieron agregarle armas a toda esa resistencia.

Tal vez esta historia haya que comenzarla, entonces, en 1972. El 22 de agosto en Trelew hubo una nueva versión de la Operación Masacre. Allí habían detenido a miembros de varias agrupaciones guerrilleras. Fueron acribillados a balazos, indefensos, con el falso pretexto de un intento fuga. Mataron a 16. Hubo tres que sobrevivieron por milagro, y contaron lo que había pasado. Tal vez en aquel momento, cuando el crimen fue evidente, los estrategas militares empezaron a diseñar la represión del futuro: matar sin evidencias.

Las movilizaciones protagonizadas fundamentalmente por la juventud, empezaban a ser gigantescas. La trinchera militar no soportó la correntada de tantos sueños, y en 1973 la vida pareció cambiar. Una multitud obligó a liberar a los presos políticos. La ilusión no duró demasiado.

Fue una danza alucinada.

Cámpora ganó las elecciones. Volvió Perón. En Ezeiza las patotas de la derecha peronista acribillaron a las columnas juveniles. Perón apoyó a esos grupos, contra la juventud. Cayó Cámpora. Asumió Lastiri que era el yerno de José López Rega. López Rega era ex policía, nazi militante, secretario privado de Perón, ministro de Bienestar Social, y astrólogo esotérico. Como si su brujería funcionara, concentró cada vez más poder. Lastiri llamó a nuevas elecciones que ganó Perón. Ocho meses después, murió Perón y asumió su esposa Isabel. La sociedad miraba aturdida, mientras el sistema de la muerte se instalaba alrededor de López Rega, que organizó a los matones policiales, militares y a las patotas de la derecha, para crear un monstruo al que llamaron Triple A. Alianza Anticomunista Argentina.

La Triple A era un escuadrón de la muerte, un grupo paramilitar con vía libre para salir a matar. Estudiantes, intelectuales, sacerdotes, artistas, sindicalistas, obreros: la sucesión de fusilamientos se hizo cotidiana, el terror empezó a ser la genética de cada día.
La lista es macabra. Cientos de víctimas. Por recordar algunos: Rodolfo Ortega Peña, diputado nacional y abogado de presos políticos. Carlos Mujica, sacerdote del Tercer Mundo, Silvio Frondizi, uno de los principales intelectuales que dio la izquierda argentina, Julio Troxler, que había sobrevivido a los fusilamientos de 1956. Atilio López, uno de los dirigentes del Cordobazo, que durante la breve etapa camporista fue vicegobernador de Córdoba.

Los bombardeos en Plaza de Mayo y la matanza en los basurales habían sido premoniciones.
Los fusilamientos de Trelew fueron una secuela.

La Triple A fue el perfeccionamiento del crimen mafioso.

El terrorismo de Estado y la desaparición forzada

Pero ahora imaginemos.

Imaginemos por un momento que hubiera miles de masacres como las de los basurales de José León Suárez. Imaginemos que hubiera de pronto miles de fusilamientos como los Trelew. Y miles de Triple A matando por las calles con absoluta impunidad.

Eso fue la dictadura militar, cuando los militares dieron el golpe de Estado para imponer la máquina de matar corregida y aumentada al infinito. Fue hace exactamente 30 años. Le pusieron un nombre que sería cómico, si no fuera tan patético. Proceso de Reorganización Nacional. El comunicado número uno que emitieron decía:

Se comunica a la población que, a partir de la fecha, el país se encuentra bajo el control operacional de la Junta de Comandantes Generales de las FF.AA. Se recomienda a todos los habitantes el estricto acatamiento a las disposiciones y directivas que emanen de autoridad militar, de seguridad o policial, así como extremar el cuidado en evitar acciones y actitudes individuales o de grupo que puedan exigir la intervención drástica del personal en operaciones.

Más que nunca, la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Pero esta vez, además, inventaron una especie de acto de magia superior a los de López Rega. La magia más perversa que alguien pueda imaginar.

No más bombardeos, ni basurales, ni fusilamientos en cárceles, ni homicidios mafiosos a la luz del día.

Los perseguidos, las víctimas, iban a desaparecer.

No iban a estar más: secuestrados y esfumados de la noche a la mañana.

Los militares creían que al no haber cuerpos, al no haber pruebas ni quedar en evidencia, nadie podría acusarlos de crimen alguno.

Eso es el terrorismo de Estado. Las Fuerzas Armadas se dedicaron a la muerte clandestina, mientras en público sus jefes iban a misa a ser bendecidos, a comulgar, y a la salida sonreían. En sus discursos hablaban de la ley, el orden, la paz y el progreso.

Empezó la cacería. Zonas liberadas, gritos en la noche, secuestros de gente indefensa, la absoluta desaparición de la justicia.

Hay bibliotecas enteras que podrían leerse para entender lo que pasó. Pero hay también una carta. Apenas un año después del golpe Rodolfo Walsh –otra vez- escribió en la clandestinidad su Carta abierta a la Junta Militar, donde explicó lo que nadie se atrevía a decir.

Hablaba de un lago cordobés convertido en cementerio lacustre. De personas arrojadas desde aviones militares al Río de la Plata, cuyos cadáveres afloraban en las costas uruguayas. Denunciaba un sistema de tortura absoluta, intemporal y metafísica, aplicada tanto con métodos medievales como el potro o el torno, como con la tecnología de la picana eléctrica, para machacar la sustancia humana. Hablaba de las guarniciones y comisarías convertidas en campos de concentración. De las mentes perturbadas de los militares que torturaban. Decía, apenas un año después del golpe y en medio de la censura y el terror: “Quince mil desaparecidos y desaparecidas, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror”.

Pero hay otro párrafo, que cada día se entiende mejor. Le decía a los militares:”Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.

Ahí estaba la clave para entender el crimen: la miseria planificada.

Walsh fechó esa carta el 24 de marzo de 1977, distribuyó varias copias, y un día después fue secuestrado por los militares.

Nunca más se supo de él.

Es otro desaparecido.

Érase una vez 14 mujeres: La historia de las Madres de Plaza de Mayo

En esa noche, hubo un parto.

En medio de la oscuridad, un alumbramiento.

Nació una historia.

Muchas madres y padres salieron a buscar a sus hijos. Salieron de sus casas, salieron del útero de su rutina habitual a enfrentar al aparato represivo más imponente de la historia del país. Llevaban impresas en la piel la desesperación y el amor, y de allí les nació el coraje. Recorrieron hospitales, caminaron juzgados, se atrevieron a ir a comisarías y cuarteles. Buscaron a las morgues. Nadie sabía nada. La ley del silencio. Cada día era la esperanza de una noticia. Cada noche era la frustración del silencio.

Los padres varones, de a poco, volvieron a sus trabajos.

La mayoría de las madres eran amas de casa: tenían intacto el tiempo y la sensación de que no había otra cosa que hacer que dedicar cada hora, cada minuto y cada segundo de vida a la búsqueda.

Estaban solas, moviéndose, preguntando inútilmente, aturdidas por tanto silencio. De a poco, empezaron a cruzarse por los mismos laberintos, a reconocerse y a descubrir que había otras que compartían esa especie de señal que cada una llevaba como un código secreto en la mirada: la desesperación y la incertidumbre.

Ese fue un primer triunfo contra el aislamiento. Comenzaron a encontrarse, reunirse, acompañarse. Estar juntas fue el modo de escaparle al terror de estar solas. Pero fue mucho más que eso.

Un día, esas mujeres se descubrieron a sí mismas en una iglesia militar, donde un cura psicópata les recomendaba santa paciencia y las confundía con rumores, insinuaciones y desinformaciones. Intuición femenina: les estaban mintiendo sistemáticamente, nadie hacía nada por salvar a sus hijos.

Una de esas mujeres dijo: Basta.

Y dijo: tenemos que ir a la Plaza de Mayo, tenemos que hacer ver y oír lo que nos pasa. Era una mujer con nombre de flor.

Y ese grupo de mujeres decidió que Azucena Villaflor tenía razón: su lugar sería la Plaza de Mayo.

La plaza sería el territorio de estas madres.

No tenían oficina, pero habían encontrado un lugar espacioso, aireado, iluminado y muy céntrico.

No tenían sillones mullidos, pero había bancos de plaza.

No había escritorios, pero tenían las faldas para apoyar allí las carpetas, expedientes, cuadernos o que hiciera falta.

No tenían alfombras, sólo baldosas y unas palomas revoloteando.

No tenían recepción, pero podían verse de lejos mientras iban llegando. No tenían teléfonos, pero se pasaban papelitos con mensajes, informes, o futuros puntos de encuentro.
Ocultaban esos mensajes en ovillos de lana, por si la policía o los militares se les cruzaban en el camino.

No querían que las descubrieran. Ya que tenían los ovillos, llevaban agujas y tejían en la plaza, mientras iban pasándose información, inventando qué hacer, cómo buscar, cómo evitar la impotencia de no hacer nada. Penélope tejía esperando el regreso de su marido. Ellas tejían juntas las acciones para buscar a sus hijos y denunciar lo que estaba pasando.

La primera vez fue el sábado 30 de abril de 1977. Eran sólo 14 en la Plaza de Mayo. Como no había casi nadie, decidieron volver el viernes siguiente. Después, una de las madres avisó, como atajándose de los malos augurios: “Viernes es día de brujas”. A la semana siguiente empezaron a encontrarse los jueves, el día que nunca más abandonarían, para escaparle a las brujas.

La policía empezó a desconfiar. Por el Estado de Sitio, se impedía cualquier reunión de tres personas o más, por ser potencialmente subversiva.

Para decir la verdad, en este caso tenían razón: buscar la vida era subversivo. Como pájaros de uniforme, los policías empezaron a revolotear alrededor esas mujeres que hablaban y tejían de los asientos de la plaza. Ordenaron: “Caminen, circulen, no se pueden quedar acá”. Ellas se pusieron a caminar y a circular alrededor del monumento a Belgrano, en sentido contrario a las agujas del reloj: como rebelándose contra cada minuto sin sus hijos.

Marchaban, cada jueves, en las narices del gobierno dictatorial más temible. La plaza ya era el territorio de las Madres.

Algunos periodistas extranjeros descubrieron esas raras vueltas y vueltas. Consultaron a los militares. Les contestaron que eran unas mujeres trastornadas, unas Madres Locas que andaban buscando a gente que no estaba en ningún lado. Gran parte de la sociedad prefería no darse por enterada. La censura bloqueaba orejas, cerebros y corazones. Las madres locas eran las únicas que parecían cuerdas, tejiendo y circulando al revés que las agujas del reloj.

En octubre de 1977 se sumaron a la peregrinación a Luján, que congregaba a un millón de jóvenes. El problema era cómo encontrarse y reconocerse en la multitud. Alguien propuso que todas se pusieran un pañuelo del mismo color. Lo del color era un problema, pero entonces una de las madres tuvo una ocurrencia: ¿Por qué no nos ponemos un pañal de nuestros hijos? No existían los pañales descartables y la mayoría de las madres todavía guardaba los de tela, tal vez pensando en los nietos.

Frente a la Basílica, reclamaron y rezaron por los desaparecidos y desaparecidas. Todos los que estuvieron pudieron verlas, identificadas con los pañales blancos en sus cabezas. Poco después hubo una marcha de los organismos de derechos humanos, que terminó con 300 personas detenidas, incluidos –por error- varios periodistas extranjeros. Gracias a tanta eficiencia, el mundo empezaba a enterarse de lo que ocurría. En la comisaría las Madres rezaban Padrenuestros y Avemarías. Los policías no se atrevían a incomodar a mujeres tan devotas. Entre rezo y rezo, haciendo cruces, miraban a los uniformados, les decían “asesinos”, y seguían rezando. Amén.

El hecho de reunirse, romper el aislamiento, buscar a sus hijos, se convirtió en sí mismo en un delito. Diciembre de 1977, un oficial de la marina que se hacía pasar por hermano de un desaparecido organizó el secuestro y desaparición de tres de las madres, dos monjas francesas y otros familiares y amigos. Así era el coraje militar.

Las madres estaban organizando la colecta para publicar una solicitada el 10 de diciembre, denunciando las desapariciones.

El 8 de diciembre secuestraron a Esther Careaga y a Mary Ponce de Bianco en la Iglesia de Santa Cruz, junto a ocho personas más, incluida la monja francesa Alice Domon. Esther era paraguaya. Ya había encontrado a su hija adolescente, a la que los militares habían liberado. Las otras madres le habían pedido que volviera a su casa, que ya no se arriesgara más. Esther no les hizo caso, decidió seguir junto a ellas hasta que encontraran a cada uno de sus hijos.

Dos días después, desapareció la mujer con nombre de flor. El terror de aquellos tiempos superó todo lo imaginable. Desaparecían quienes buscaban a los desaparecidos y desaparecidas. Pero los militares habían sido selectivos: secuestraron a quienes todas siempre consideraron “las tres mejores madres”. Sin Azucena, había que elegir: seguir, esconderse, o volverse a casa. Para las madres no hubo demasiadas dudas: ahora no solo debían buscar a sus hijos e hijas, sino también a sus amigas y compañeras. Lograron sobreponerse a la parálisis y al terror, para seguir su marcha.

Azucena había parido la idea de que las madres se organizaran para nunca más estar solas en su lucha. Y había dicho algo: “Todos los desaparecidos son nuestros hijos”. Así estaba socializó la maternidad, potenció a cada madre y le dio grandeza a cada minuto de resistencia.

Llegó el Mundial 1978. El fútbol tapando de gritos y sonrisas la realidad, mientras a pocas cuadras de la cancha de River seguían torturando gente en la ESMA. El mundial fue oxígeno para los militares: para seguir matando y seguir castigando cada vez a más gente con la miseria planificada. Las madres cambiaron sus lugares y horarios de reunión. No todos los jueves iban a la Plaza, para evitar que las detectaran. Cuando iban, la policía les largaba los perros. Cada una llevaba un diario enroscado para sacarse a los perros de encima, una de las pocas cosas útiles para las que servían los diarios de esa época.

Muchas veces detenían o demoraban a alguna de ellas en las comisarías. Se les ocurrió una idea: cuando una iba presa, se presentaban todas y pedían ir presas ellas también. Los policías veían llegar a decenas y decenas de mujeres que exigían ser encarceladas junto a su compañera. Una vez fueron tantas las que exigieron ser detenidas, que tuvieron que llevarlas en un colectivo de la línea 60.

Madres locas, dirían los policías, que no sabían bien qué hacer: muchas veces las soltaban para sacárselas de encima.

Cuando en la Plaza le pedían documentos a una, todas las demás se acercaban a la policía a entregar también los suyos. Cientos de documentos, cédulas y libretas cívicas, que la policía tenía que verificar. De paso, las madres se quedaban más tiempo en la plaza.

En 1979 llegó al país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. También el fútbol jugó en contra. El mundial juvenil tenía a todos pendientes de Maradona, y los militares aprovecharon para que relatores de fútbol y periodistas radiales llamaran a la gente a Plaza de Mayo, y que de paso repudiaran a quienes hacían cola para declarar ante la Comisión. Querían mostrar lo que llamaban “la verdadera imagen del país”. Decían: “los desaparecidos algo habrán hecho”, o “por algo será que se los llevaron”. Los hinchas, sin embargo, no molestaron a los que estaban esperando para hacer sus denuncias.

Ya era la época de la plata dulce, la fiesta de las multinacionales, el dólar barato, miles de argentinos gastando en el exterior lo que nunca habían sabido ganarse, gracias a la miseria planificada de millones.

Los diarios y las revistas no sólo censuraban la información para defender su negocio, sino que hacían campañas por los militares: “Los argentinos somos derechos y humanos”. Confirmado: nunca hay que subestimar la estupidez humana, la capacidad de negación, el tamaño de la crueldad.

En ese 1979 hubo otro parto, otro alumbramiento: las Madres decidieron crear la Asociación Madres de Plaza de Mayo. Si todas estaban en peligro, esa era una forma de mantener la lucha viva. La casualidad, o el destino, determinaron que la asociación fuese creada en una fecha imposible de olvidar: 22 de agosto. Habían pasado siete años de la masacre de Trelew, aunque parecían siete siglos.

Los militares asesinos argentinos inventaron un conflicto contra los militares asesinos de Chile, que a todos les servía para ganar tiempo en el poder. En esos días fue muy próspero el negociado de la fabricación de ataúdes, hasta que el Papa intervino. Secuestros clandestinos y desapariciones en la noche, permitían mirar para otro lado. Guerra abierta entre gobiernos tan vecinos y tan beatos era demasiado. Hasta para el Vaticano. Amén.

Seguían encontrándose en plazas y bares. Para que no las descubrieran cambiaban el nombre. Si iban a ir a Las Violetas, decían Las Rosas. Ellas mismas llevaban en sus carteras las carpetas, las denuncias, los expedientes.

Recién en 1980, gracias a los apoyos internacionales, las Madres pudieron tener una oficina. Pero también ese año decidieron volver a su territorio, la Plaza de Mayo, para nunca más abandonarla.

Fueron un jueves, al jueves siguiente las estaba esperando un escuadrón entero, con las armas gatilladas. Ellas cambiaban el horario, circulaban por donde no las veían. Poco a poco envolvieron a la Pirámide de Mayo con sus marchas que nadie podía detener. Llevaban diarios enroscados. Pronto aprendieron de sus hijos, y llevaban también botellitas de agua y bicarbonato por si las esperaban con gases lacrimógenos. No necesitaban gases para llorar. Pero habían decidido transformar el llanto en acciones.

Los militares eran la rigidez y la violencia. Las madres eran la fluidez y la energía. Los militares y la policía eran la muerte. Los verdugos. Las madres eran la vida.

Se editó el primer boletín de Madres, se iba ganando apoyo afuera y adentro. Los militares llamaron a los viejos políticos a dialogar, como abriendo el paraguas frente a la crisis económica y a su propio desgaste. Pero las Madres estaban simbolizando dónde estaba la verdadera política, y quiénes eran sus nuevos protagonistas. En 1981 lo demostraron retomando la Plaza y haciendo la primera Marcha de la Resistencia. Solas, pocas, pero juntas, resistiendo 24 horas seguidas.

Vinieron épocas de ayunos, de tomas de iglesias y catedrales. Los jóvenes, sobre todo, se conmovían. Nació la consigna “aparición con vida”.

El 30 de abril de 1982, hubo manifestaciones de protesta en Buenos Aires contra la situación económica, la miseria planificada, con la policía reprimiendo a todos. Dos días después, se llenó la Plaza de Mayo para aplaudir a los militares que habían invadido Malvinas, creyendo que así se iban a reciclar en el poder en una especie de brindis perpetuo.

Las Madres dijeron que la guerra era otra mentira. Los militares que secuestraban cobardemente, torturaban clandestinamente y asesinaban tirando cuerpos al río, no podían convertirse de un día para otro en patriotas impecables y valerosos guerreros. Por decir eso, acusaron a las Madres de antinacionales. Ellas inventaron un cartel: “Las Malvinas son argentinas. Los desaparecidos también”. Muchos que acompañaban a las Madres las criticaron: había que estar del lado de la guerra, del lado de los militares. El tiempo mostró quién tenía razón sobre los guerreros, entre ellos el mismo que había delatado a Azucena, Esther y Mary.

La derrota de los militares resucitó la posibilidad de la democracia. Se abrió la multipartidaria, formada por cantidad de partidos y políticos muchos de los cuales, durante los tiempos más duros de la represión, habían sido expertos en el arte de callar.

En 1983 hubo elecciones, Alfonsín llegó a la presidencia, y las madres hicieron la marcha de las siluetas para que nadie olvidara a los ausentes. En los afiches decían que esos hijos e desaparecidas habían luchado por la justicia, la libertad y la dignidad.

El gobierno formó la CONADEP, la comisión nacional para la desaparición de personas. Las madres desconfiaron, no quisieron integrarla. Siempre prefirieron la calle, y no las comisiones. Crearon un periódico, la Asociación iba creciendo y seguía reclamando aparición con vida y castigo a los culpables.

En 1985 Alfonsín las citó, pero luego no las atendió porque tenía que ir al Colón, según la explicación oficial. Las Madres tomaron la Casa Rosada, y se quedaron ahí instaladas como forma de resistencia pacífica. Esas acciones mostraban la grieta entre los discursos sobre los derechos humanos que hacía el gobierno, y la realidad. Y mostraban cómo el protagonismo político se desplazaba de los políticos de museo, a los movimientos generados en la sociedad para enfrentar los problemas tomando las riendas de sus propias decisiones.

Se hizo el juicio a las Juntas, pero sólo hubo dos condenas a prisión perpetua. Las de Videla y Massera. Los otros jefes militares recibieron penas bajas, o fueron absueltos. Las Madres opinaron del siguiente modo: se levantaron y se fueron de la sala de audiencias.

Seguían las acciones, marchas, escraches a los militares en sus casas, viajes y campañas en todo el mundo, la lucha contra las leyes de Punto Final y Obediencia Debida, La lucha contra las rebeliones de Semana Santa y de los carapintadas, La marcha de las manos, La marcha de los Pañuelos, cuando taparon la casa de gobierno de pañuelos blancos, los premios internacionales.

El apoyo a los conflictos, a las huelgas, a los reprimidos y a los perseguidos.

Empezaban a hacer propia una idea: el otro soy yo.

Las Madres, además de denunciar lo que había ocurrido con sus hijos, hicieron otra cosa: comenzaron a levantar las mismas ideas y sueños por las que esos jóvenes habían luchado.
Por eso sintieron que aún sin estar, sus hijos las estaban pariendo.
Aquellas amas de casa desgarradas por la desesperación, habían logrado transformar el dolor en acción y en pensamiento.

Todas estas luchas se multiplicaron al infinito cuando Menem llegó a la presidencia para perfeccionar, en democracia, la miseria planificada: privatizó el país, regaló el Estado, masificó el desempleo, protegió a toda clase de mafiosos, asesinos y corruptos, y además los puso a gobernar con él. De paso indultó a todos los militares que habían sido condenados.

Hubo más de lo mismo cuando subió De la Rúa, y las madres estuvieron allí, nuevamente en la plaza, el 19 y 20 diciembre, cuando ese gobierno intentó imponer el Estado de Sitio y se dedicó a reprimir a miles y miles de personas hartas de tanta decadencia y de tanta mentira. Nuevamente las plazas se llenaron de balas, y de jóvenes muertos.

La historia reciente es más conocida, las Madres y su universidad llena de jóvenes, de movimiento, de conferencias, de proyectos. Las Madres y su flamante radio, para que se escuche cada cosa que hay que decir. La intervención en cada lucha contra las mafias, contra la miseria, contra la muerte.

Y cada jueves, como siempre, las madres circulando, tejiendo solidaridad, construyendo este territorio de la Plaza para que sea el espacio de todos.

Había una vez un país con nombre de mujer, donde la muerte andaba suelta persiguiendo a los sueños, acorralando a la vida. Y en ese país de nombre plateado, los sueños y la vida tuvieron que aprender cómo enfrentar a los verdugos. Las madres están dejando esa herencia.

Cómo convertir al dolor, en acción.

La parálisis y el miedo, en lucha.

La desesperación, en coraje.

Las lágrimas, en acciones.

Para acorralar a la muerte, como el primer día:

tejiendo luchas,
haciendo circular los sueños,
y alumbrando la vida.

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4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas

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La familia de la joven asesinada en Capilla del Monte volvió a viajar de Buenos Aires a Córdoba para reclamar que se asigne urgentemente un fiscal en la causa y que se investigue su femicidio. Hace 4 años el cuerpo de Cecilia fue encontrado luego de estar 20 días desaparecido; su familia denuncia una trama local que involucra a la última persona que la vio con vida, el ex boxeador Mario Mainardi, jamás investigado, y la complicidad de la justicia de Cruz del Eje, representada por Paula Kelm, que buscó inculpar a un perejil. Gracias a la lucha familiar se logró anular esa línea de investigación, que culminó en un juicio nulo, pero desde entonces no se retomó la instrucción; y pese a que en diciembre se anunció que un nuevo fiscal tomaría la causa, eso no sucedió, y las dilaciones siguen. Crónica de una nueva reunión con promesas y sin hechos, cuando la impunidad se hace cada vez más grande y el reclamo, también: “Verdad y justicia para Cecilia Basaldúa”.

Por Bernardina Rosini

Daniel y Susana, padre y madre de Cecilia Basaldúa ya perdieron la cuenta de las veces que han viajado desde la ciudad de Buenos Aires a Córdoba con el único objetivo de lograr justicia por su hija. Han perdido esa cuenta pero no la cantidad de días que contabiliza la impunidad: 1460, es decir, cuatro años. 

En efecto, hace cuatro años (el 25 de abril de 2020) encontraron el cuerpo de Cecilia Gisela Basaldúa en un codo del Río Calabalumba en Capilla del Monte, luego de veinte días de estar desaparecida. Cuando Daniel y Susana llegaron ayer a los Tribunales en Córdoba Capital, se los ve invadidos por la bronca y el hartazgo. Son cuatro años sin Cecilia y a la par sostienen que las líneas de investigación han sido deliberadamente manipuladas y el material probatorio  de contundencia, ignorado

La última vez que estuvieron parados sobre esa vereda fue el pasado 7 de diciembre, tras reunirse con el Fiscal General Juan Manuel Delgado. Celebraban la noticia: “Tenemos fiscal, vinimos con 3.000 firmas de apoyo pidiendo fiscal y lo tenemos. Es el Nelson Lingua y comienza el 1° de febrero, después de la feria judicial”. Cinco meses después, otra vez viajan 700 kilómetros para golpear la puerta del Palacio de Justicia pues tal designación no sucedió y la causa acumula once meses sin fiscal a cargo de la instrucción.

4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas
Daniel Basaldúa y Susana Reyes, papá y mamá de Cecilia: viajaron desde Buenos Aires para mantener una reunión y reclamar justicia por su hija.

El baile del fiscal

Mientras los Basaldúa llegaban el 25 de abril nuevamente a Córdoba para pararse frente a Tribunales y exigir justicia, fueron notificados que la Fiscal General Adjunta Bettina Croppi los convocaría a una reunión. 

Antes de ingresar al edificio Daniel comparte la situación actual de la causa “Nos vienen diciendo que no designan fiscal porque falta una firma: me cuesta creerlo. No puedo hacer nada más que venir y reclamar. Hasta ahora la única justicia que logramos fue que no metan preso a un inocente”. 

Hoy le cuesta hablar; tiene un nudo en la garganta y el rostro de su hija estampado sobre el pecho. “Sólo espero que esta investigación vaya tras los verdaderos sospechosos, tras Mario Mainardi, última persona que vio a Cecilia con vida, quien tenía pertenencias de ella y las regaló; la policía y la fiscal Paula Kelm contaban con ésta y más información y nunca lo investigaron. No podemos creer que Mainardi, que dijo trabajar en Uber porque no podía acreditar ingresos, tenga más poder que Diego Concha, quien fue durante décadas Director de Defensa Civil de la provincia y sin embargo hoy está preso”. 

Daniel pasa lista de todos los uniformados que participaron del caso y que hoy se encuentran desplazados, procesados o presos por distintas causas: el común denominador es la violencia de género. 

Mientras las abogadas ingresan junto a los padres de Cecilia a la reunión, afuera les esperan periodistas, agrupaciones feministas, trabajadores de la Secretaría de Derechos Humanos y familiares víctimas de violencia institucional. Repiten el colgado de banderas, los carteles con rostros de otras víctimas, y los cantos que se recitan como mantras: “¡¡Queremos fiscal, queremos fiscal, queremos fiscal!!” y “¡¡Justicia, justicia, justicia!!”.

Al salir, Giselle Videla -una de las abogadas de la familia- comparte lo conversado en la reunión: “Para iniciar nos han pedido disculpas puesto que en noviembre nos dieron la seguridad que tendríamos fiscal apenas finalizada la feria judicial. Como hoy no hay fiscal, y están subrogando fiscales de otros territorios que toman la causa por un plazo corto de tiempo, el avance es mínimo. Nos informaron en relación a esta situación que la designación de Nelson Lingua espera la firma del gobernador, Martín Llaryora. Ahora bien, nos enteramos que será designado como Fiscal reemplazante, y no como Fiscal titular puesto que Lingua no ha rendido el concurso que lo habilita para ese cargo; debe rendirlo ahora y recién en julio- agosto podremos saber si será finalmente el fiscal titular de la causa”. 

Para que se entienda: desde que el tribunal absolviera a Lucas Bustos en julio del 2022 reconociendo su inocencia y su no vinculación al crimen, y ordenara una nueva instrucción para dar con los responsables del femicidio, la causa demoró meses en ser asignada a un fiscal. Luego recaería en el Dr Raymundo Barrera de Cruz del Eje, fiscal que, hábil con el calendario, entre feria judicial y licencias llegó a junio del 2023, mes en el que se jubiló. 

Por la presión de la familia Basaldúa, en diciembre el mismísimo Fiscal General anunció la designación del Lingua el 3 de febrero; eso no sucedió y no hay certeza de que Lingua resulte el fiscal que definitivamente dirigirá la instrucción, puesto que no cumple con los requisitos.

4 años sin Cecilia Basaldúa, sin fiscal y sin respuestas

Preguntas sin respuesta

Es mediodía y el cielo se refleja en las ventanas del edificio neoclásico de la calle Caseros; da la impresión que adentro estuviera vacío, que sólo es una fachada. “Hoy, 25 de abril se cumplen cuatro años de la aparición del cuerpo sin vida de Cecilia Gisela Basaldúa” lee Susana de la pantalla de su celular; ella también lleva una remera con el rostro sonriente de su hija. Sigue:

Cuatro años de impunidad y de violencia sistemática por parte del Poder Judicial a quienes pedimos y exigimos justicia por ella. La causa volvió a foja cero en el 2022 luego de pasar por un juicio vergonzoso.

El tiempo pasa y los asesinos de Cecilia siguen libres e impunes. No tenemos fiscal ni respuestas” y continúa “¿Cómo vamos a llegar a la verdad? ¿Qué fue lo que pasó con Cecilia? ¿Por qué tardó tanto en aparecer? ¿Dónde está Mario Mainardi? ¿Por qué la fiscal Paula Kelm ordenó tan rápidamente detener a un joven sin tener pruebas? Todas estas preguntas nos conducen una y otra vez a un círculo cerrado de impunidad entre funcionarios judiciales que se jactan en demostrar un abuso de poder constante”. 

La carta leída en la vereda, casi sobre la calle, concentra todas las preguntas que la investigación del femicidio debiera responder. 

Y la carta también cierra como se espera que cierre la investigación: “Verdad y Justicia para Cecilia Basaldúa”.

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