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Puntadas sin patrón

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Camisas, pantalones y otros anhelos, forman parte del stock de Marta Alejandra, cooperativa textil que cuenta con una tecnología inapreciable: la de saber cómo salir del abismo del desempleo. Radiografía de cierto empresariado criollo, y la trama de un grupo que aprendió todo de nuevo.

Puntadas sin patrón

La cooperativa de trabajo más flamante que existe en el país está formada por diez mujeres, un hombre y una ausencia. Tiene nombre femenino –Marta Alejandra– y se formó el 3 de abril. Confecciona ropa de trabajo de tal calidad que se convierte en elegante ropa de vestir. Sus integrantes fabricaban prendas para marcas “de prestigio” (como dirían los comerciales de Peter Capusotto): Van Heusen y Pierre Cardin. Hoy las mujeres y el hombre de Marta Alejandra hacen lo mismo, pero mejor, porque lo sienten propio y a la vez colectivo. Ya no es la burocracia del trabajo, sino un estilo de vida. Berta lo dice fácil: “Esto es en serio, acá no hay mamarrachos”. Y cada puntada involucra la tecnología más compleja y valiosa: la de saber cómo se hace para salir del pozo. Veamos cómo.
La fábrica de camisas Aomi fue durante décadas una de las más importantes del país. Durante 30 años trabajaron allí Irma y Miguel, hoy en la cooperativa. Llegó a tener 2.000 trabajadores y varias sedes en todo el país. A contramano de otras empresas que quebraron o fueron vaciadas, Aomi fue sobreviviendo y achicándose. El colapso se desencadenó en el momento más inesperado: en 2004, cuando todos proclamaban la recomposición de la economía criolla. “Murió el fundador, heredaron los hijos y perdieron todo –resume Miguel–. Cerraron una planta en La Pampa, empezaron a achicar la de Buenos Aires, y nos iban mudando a lugares cada vez más chicos”. Terminaron en un galpón de Almagro.
A esa altura eran 60 trabajadores que presenciaban absortos las estrategias de management de los Sassón Jr: “Cambiaban el nombre de la empresa y hacían que la gente renunciara para tomarla de nuevo sin antigüedad”. Qué otras oscuridades había detrás del cambio de nombre es algo que los trabajadores no alcanzaron a detectar. Les pagaban diez (10) pesos por semana, lo cual dificultaba su posibilidad de financiar investigaciones sobre los secretos de la empresa. Para completar el panorama, estos emprendedores dejaron de pagar el alquiler. Se comprenderá entonces por qué los trabajadores que encontraban cualquier otra forma de ganarse el sustento huían cual tren bala. “Algunas compañeras no tenían ni para viajar hasta la fábrica”, cuenta Miguel. Berta es una de ellas: llegó a caminar 70 cuadras por día . “Yo era así”, dice abriendo los brazos como para señalar sobrepesos de otros tiempos.
El 19 de octubre de 2006 los desalojaron. Laura todavía se lamenta, pero aquel día no pudo estar porque estaba pariendo a su bebé Francisco.
El destino de las mujeres de Aomi se parecía al papel que vieron en la puerta: faja de clausura.

Dar a luz o dar a oscuridad
Berta sostiene que “nos desalojaron porque nos agarraron desprevenidas. Y no tomamos el lugar porque muchas mujeres no se animaron”. La indecisión les complicó la existencia. El Poder Judicial se llevó las máquinas (como lo hubieran hecho en muchas de las fábricas recuperadas si los obreros no se hubiesen quedado en sus puestos de trabajo) y las guardaron en un depósito, donde están hasta el día de hoy. (Los juristas sabrán explicar por qué).
En la calle, las mujeres decidieron no quedarse quietas. Berta y sus compañeras continuaron con el obligado footing, recorriendo Tribunales y despachos de abogados y devanándose el alma pensando qué hacer. Hasta que se les ocurrió formar una cooperativa, y ponerse a trabajar. Estaban en plena tarea, inundadas de papeleríos y formularios, cuando en abril de 2007 se sumó la ausencia.
Una de las integrantes del grupo fue a dar a luz a un sanatorio de Montegrande. Berta cuenta que la rechazaron porque tenía hepatitis. La llevaron hasta la Clínica del Buen Pastor, en San Justo, y tampoco la recibieron. Recorrieron cuatro más y nada. La beba nació sin vida. Quince días después, murió esa compañera, la número doce de la cooperativa.
Se llamaba Marta Alejandra.
De algún modo, decidieron no morir con la muerte de Marta Alejandra. Impulsaron la cooperativa y le dieron su nombre. Pelearon para que les dieran esas máquinas en depósito como forma de pagarles salarios e indemnizaciones adeudados, pero la “justicia” fue inmune al reclamo. Berta: “Tuvimos que sobreponernos, hicimos trámites, reuniones, proyectos, nos faltaba tal papelito, tal otro, y así todo el tiempo”. Las mujeres de Marta Alejandra no se dejaron vencer. Puntada por puntada, consiguieron unas máquinas a través del Ministerio de Desarrollo Social y materia prima, vía el de Trabajo. Pero no tenían dónde trabajar, ni dinero para alquilar. María ofreció su casa, que quedó transformada en un taller,pero a la semana el consorcio les negó la autorización para funcionar ahí y tuvieron que hacer footing nuevamente hasta conseguir un nuevo lugar. Y dinero para alquilarlo.
Lo lograron: empezaron a producir pantalones y camisas, buzos polares, chalecos, algún traje, todo a pedido. El tiempo, la cabeza dura y el alma curtida lograron que pasaran de perdiendo a empatar, y a seguir en el juego. “Todavía no retiramos un peso, nos bancan nuestras familias, pero no perdemos plata –dice Miguel–. No podemos hacer grandes cantidades por falta de infraestructura, pero el boca a boca es muy positivo porque la gente que nos compró, nos trae otros recomendados”.
La cooperativa les generó un nuevo modo de entender el trabajo. “Decidimos entre todas los cargos que va a ocupar cada uno”, explica Laura. Berta quedó como presidenta. “Todo esto es un aprendizaje para nosotras. Imaginate que toda la vida trabajé bajo un patrón, y ahora es todo distinto. Decidimos nosotros qué hacer, cómo, y además nos vamos intercambiando en todos los roles”. Ese intercambio parece una vacuna contra la burocracia interna, y un modo de perder el miedo. Berta: “En mi vida me imaginé que haríamos tantas cosas, que andaríamos en ministerios, y que tendríamos que tomar decisiones sobre la marcha. Hay que animarse. Y lo hicimos. Estábamos desesperadas por trabajar. Siempre pensé que quería hacer algo para mí. Ahora sé que eso que quería era armar esta cooperativa”.
¿Cuál es la ventaja? Laura: “No tenés patrón, todo lo que haya se va a repartir, no como los empresarios que se enriquecen a costa de los que trabajan”. Miguel: “Aquí uno aprende, podemos rotar, y el trato es totalmente diferente”. Hay dos lemas sencillos para el trabajo: respetar los horarios, y ayudarse entre todos. Con esos símbolos de responsabilidad y solidaridad, Marta Alejandra sigue creciendo.

Los políticos y la soberbia
Cuando buscaban dónde instalarse conocieron una cooperativa de la que no recuerdan el nombre (o quizá prefieren olvidarlo) ubicada en Hurlingham que les pareció un acto de magia. Laura: “Era hermosa, todo impecable, más de 100 personas. Pero nadie sabía manejar una máquina. Tenían todo para trabajar, y nadie hacía nada”. Las llevaron para ver si podían ayudar a ese grupo a empezar a producir. “Era insólito. Ellos tenían todo, y no hacían nada. Y nosotras que sabíamos trabajar, no teníamos ni hilo. Nos fuimos pensando –más que nunca– en seguir adelante. Si ellos consiguieron hacer algo, ¿cómo no vamos a conseguir nosotros? Al tiempo nos enteramos de que esa fábrica la habían puesto unos políticos”, cuenta Laura. “Acá no nos importa la política –aclara Berta, con énfasis– porque queremos trabajar, seguir adelante”. Producir en esas condiciones, ¿no es política? “Ah, sí, pero es nuestra política. No la de las sinvergüenzadas”.
Los integrantes de Marta Alejandra andan con unos bolsos de los que sale mucho de lo que hacen. Otras de las cosas que hacen no se pueden acarrear en bolsos. “Nos jugamos por lo que creíamos”, dice Berta, mientras Laura se despide: tiene que ir a buscar a Francisco, el bebé que nació el día que las desalojaron.

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