Mu16
La peor de todas
El paco y el debate sobre la despenalización del uso de drogas. Esta nota es nuestra modesta respuesta a un pedido concreto: mujeres que luchan por salvar a sus hijos del paco nos solicitaron información. Querían saber a dónde recurrir, pero también tener material para pensar sobre el tema. Recogimos, entonces, algunas experiencias y miradas, con la esperanza de que sean útiles para la reflexión. Quién consume, quién vende y qué actores influyen en el territorio desde el cual se soporta cotidianamente esta batalla. Cómo se escucha el debate sobre la despenalización de drogas en ese contexto. ¿Sirve o no obligar a alguien a hacer un tratamiento?
Cada madre escribe en los globos de color celeste o blanco con un marcador negro. Algunas ponen el nombre de sus hijos junto a lo que desean: que dejen de tomar, que se internen, que salgan la droga. Lo escriben así: que salgan. La droga es representada como una caverna oscura, un lugar al que se ingresa y del que es necesario escapar. Alguien da la señal, las madres sueltan los hilos y el viento se lleva los globos y los deseos. Estamos en un descampado a la orilla de la 1.11.14, la villa del Bajo Flores. Cuando los globos se pierden en la geografía del barrio, se cierra la jornada sobre adicciones que organizaron las Madres al rescate, en la que hubo de todo: talleres de prevención, reparto de folletos, pintada de murales y discursos de todo calibre. Silvana, una de las organizadoras, explica que la idea fue generar un primer acercamiento entre todos los que trabajan sobre el tema: centros de día, comunidades terapéuticas, grupos de madres, la radio del barrio, representantes de la Secretaría de Niñez y hasta un pastor evangelista dijeron lo suyo. Las madres, cuando tienen que salvar a sus hijos, recurren a todo lo que hay a mano. Y si algo quedó claro de la jornada, es que la oferta de soluciones es variada, pero también que toda iniciativa sobre drogas está cruzada por el debate sobre la despenalización o no de la tenencia para consumo personal. Aunque en los discursos nadie –salvo las madres– habló en forma directa del tema, en las conversaciones persona a persona el punto fue casi excluyente.
A favor y en contra
Toda discusión termina por centrarse en la Ley 23.737, que penaliza a quienes sean sorprendidos con tenencia de estupefacientes, aunque sean para el propio consumo. La ley es de 1989 y está basada en creer que los consumidores de drogas son el último eslabón de la cadena del narcotráfico. En su artículo más cuestionado, esta ley dice que la pena “será de un mes a dos años de prisión cuando por su escasa cantidad y demás circunstancias, surgiere inequívocamente que la tenencia es para consumo personal”. En teoría, cuando alguien es sorprendido con cualquier tipo de droga prohibida, la justicia ordena un tratamiento –más allá de que el sorprendido tenga un consumo problemático o no– y de no cumplirse con la terapia, se puede enviar a la cárcel al acusado. En la práctica, muchas de las causas contra consumidores –hubo unas 15.000 en el último año– terminan prescribiendo o en sobreseimientos, pero dejando una mancha en los prontuarios de aquellos que la sufrieron.
Quienes impulsan la despenalización argumentan que, al tratarse de un acto privado que “no afecta ni el orden ni la moral pública”, está garantizado por el artículo 19 de la Constitución. En términos políticos y de salud, sostienen que el prohibicionismo fracasó: no sólo no redujo el consumo de drogas, sino que -al condenar a los usuarios a la clandestinidad- dificulta cualquier tipo de intervención sanitaria. De ese lado se ubican varias oenegés, juristas, profesionales de la salud y hasta el ministro Aníbal Fernández, que terminó de instalar el debate cuando se pronunció a favor de la despenalización. El ministro, hay que aclararlo, no sufrió un ataque súbito de abolicionismo: se ha sumado a una tendencia que recorre varios países –Brasil, España y Uruguay son los ejemplos despenalizadores más citados– y que goza de una simpatía que va desde militancia de izquierda hasta el fallecido Milton Friedman, el padre del neoliberalismo.
Del otro lado, muchas de las madres que luchan contra el consumo del paco –influenciadas por las iglesias evangélicas– levantan su voz para oponerse. Temen que la despenalización signifique que sus hijos puedan seguir drogándose sin freno. Silvana, una de las organizadoras de la jornada en el Bajo Flores, se apura a plantear sus argumentos ni bien escucha la palabra. “Despenalizar –dice– sería correr más el límite todavía. No está mal que encierren a los adictos: si las cárceles funcionaran bien, servirían para rehabilitar a la gente”. Entre los argumentos contra la despenalización, los evangelistas señalan: “La gran mayoría de los hombres y las mujeres no quiere dejar su adicción, aun poniendo a su disposición centros de recuperación de carácter gratuito. ¿Qué pasará si por la despenalización de la tenencia, se le asegura su cuota diaria de consumo? ¿Para qué va a querer dejar?”. Eso se pregunta el Programa Vida, una red de centros de rehabilitación evangelistas que opina que con la despenalización “toda autoridad será aun más denostada por los futuros jóvenes que van sin rumbo a una muerte segura. En cambio nosotros –dicen los evangelistas– sabemos qué hacer: si la ley reconociera a los centros evangelistas como organizaciones no gubernamentales con base de fe”. Así tendrían vía libre para “transformar vidas mediante el Espíritu Santo”. En otras palabras: recibirían dinero del Estado para suplantar a las drogas con la creencia en dios.
Amor de madre
Lucía no cree en esas cosas. Ella se acerca a cuanta actividad encuentre, pero no forma parte de ningún grupo. Participa de la suelta de globos como espectadora: sus deseos están tan aferrados al piso que quizá sienta que lanzarlos al aire sería traicionarlos. Cuando termina el encuentro, me sumerge en los pasillos de la 1.11.14 y me guía con susurros. “Allá –dice– donde está el tanque negro, vive una amiga de hace muchos años. Es buena gente, pero tiene siete hijos y hace un tiempo se puso a vender paco”. Más adelante un pibe grita. Se mueve como poseído. Tiene medio cuerpo metido en un tacho de basura y cada tanto se asoma con algo. “Acá, en la bajada del puente –dice ella– paran algunos fisuras”, como llama a los chicos que consumen paco. Lucía los conoce a todos, casi desde que llegó al barrio, diez años atrás, con cuatro hijos y sin nadie que la ayudara. Es una mujer menuda, de 54 años, pero habla igual que esos jóvenes que se agitan mientras narran sus vidas, como si su discurso estuviese a punto de estallar en un canto tribunero. Lucía es hermosa. Lo es si está en silencio y se le marcan las arrugas en su piel curtida, o cuando se ríe dejando entrever que es una mujer fuerte, capaz de ponerle el cuerpo a sus palabras.
Y lo es, también, cuando cuenta que a sus dos hijos mayores los ayudó a dejar el paco de tanto andarles atrás, con amor y paciencia, utilizando la intuición y la sensibilidad. “Ahora –dice– me queda uno, que no tiene hijos ni pareja, así que es mas difícil. Yo le estoy todo el tiempo atrás, le hablo, le digo que si está más gordo va poder conseguir una novia. Es difícil, porque él a veces se pone violento, Pero como una los quiere a sus hijos, tiene que sacar fuerzas de cualquier parte y ayudarlos”. Unas de las cosas que Lucía hace es anotarse en cada curso, charla o encuentro que hay sobre el tema. Lo hace para ganar argumentos, y después contarle a su hijo las cosas que aprendió. “Cuando él está bien –dice– nos sentamos a tomar mate y le digo qué efectos tiene el paco, qué tóxicos tiene y qué le hace a cada parte del cuerpo. Una de las cosas que aprendí es que no se lo puede obligar a que vaya a un tratamiento. Si me lo llevan y lo encierran por la fuerza, pero él no está convencido, no va a servir de nada”.
Usuarios o adictos
Sin saberlo, Lucía plantea lo mismo que muchos expertos en la materia: que el usuario de drogas no puede ser considerado un objeto, alguien poseído por un demonio y sin voluntad para decidir por si mismo. Silvia Quevedo es psicóloga y socióloga, forma parte de la Fundación Habitar y capacita a profesionales de hospitales y centros de salud. En su opinión, la discusión comienza desde el nombre. “Llamar ‘adicto’ a quién tiene problemas con el uso de sustancias psicoactivas -dice- es ponerlo en un lugar de segregación, en el que se le otorgan poderes demonizantes a las sustancias, y se busca que la solución se centre en dejar de consumir, como si se tratara de una extracción quirúrgica del tóxico, sin que el individuo tenga ningún tipo de responsabilidad”. Quevedo señala que la figura del adicto como desviado social , peligroso, está construida desde el discurso social, carece de cientificidad, se trata más bien de una categoría moral.
Muchas de las personas que tienen problemas con el consumo de drogas, explica Quevedo, “con frecuencia, vienen de circular por instituciones asistenciales, lugares donde los tratamientos se centran en la abstinencia obligatoria, regidos por esta lógica segregativa y uniformizante, para todos por igual, que impone mecanismos disciplinadores a los sujetos y a los cuerpos”. Este tipo de tratamientos por lo general, terminan en fracasos, con los usuarios abandonando o empeorando su situación.
Como alternativa, propone un enfoque desde el psicoanálisis y la reducción de daños. Se trata de considerar al usuario de drogas como un sujeto y que pueda preguntarse por el lugar que ocupa esa relación con las drogas en su vida, en su historia, como efecto de otros problemas que intenta suprimir. “Quien tenga problemas con las drogas tiene que decidir por sí mismo si inicia o no un tratamiento. De nada sirve, por ejemplo, ir a un centro de rehabilitación obligado por la justicia”.
“Tampoco es condición indispensable –explica Quevedo- plantear la abstinencia obligatoria como precondición para iniciar un tratamiento, y no hay que desestimar la posibilidad de que alguien logre cierta regulación en el consumo: reducción de daños puede significar, entre otras cosas, que en determinada etapa se pase de un consumo más peligroso a otro menos peligroso”. Otro de los aspectos clave, explica, es “pensar desde la singularidad del paciente, los espacios de tratamiento posibles individual, grupal, las entrevistas con familiares, interconsulta psiquiátrica, actividades de talleres. No hay un camino lineal y predeterminado para todos por igual, sino que tiene que haber una escucha atenta desde el principio”.
Desde esta perspectiva, la llamada “guerra contra las drogas”, que plantea combatir a las sustancias, es totalmente inútil. Es sólo una forma más de prolongar el oscurantismo, ese negocio tan lucrativo para los mismos de siempre.
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Rompiendo moldes
Un movimiento de trabajadores desocupados se convirtió en un espacio repleto de adolescentes que comparten otras formas de construir proyectos y alegrías. Cambiaron los piquetes por las performances artísticas y los reclamos de planes por festivales de rock y rebeldía. Y crearon su propia escuela, a la que bautizaron Diversalidad.
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La ley de la trata
La flamante Ley de Trata se estrenó en un prostíbulo de la cordobesa localidad de Morteros. Esta nota cuenta ese procedimiento desde varios puntos de vista. El de la fiscal, que se quedó con las manos vacías. El de la funcionaria del Inadi, que supuestamente tenía que proteger y obtener la colaboración de las víctimas. Y el de dos mujeres dominicanas, allí explotadas. El resultado quizá sirva para reflexionar sobre la brutal distancia que sigue existiendo entre la letra de la ley y lo que dicta la calle. Qué consecuencias tiene accionar el sistema judicial y no el social. Cuál es el abismo entre los discursos de las instituciones y sus prácticas. La escribimos, también, con voluntad de debatir las campañas que dictan las y los burócratas de género.
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Nos, los prostituyentes
Ellos no son mis hijos, ni mis hermanos.
Ninguno es ni mi actor ni mi músico favorito,
ni mi abogado ni mi cura confesor.
Ellos son, simplemente, mis “clientes”.
Padres, hermanos, maridos, vecinos o jefes son de ustedes.
Lo que ellos hacen conmigo yo lo sé: cada prostituyente es un verdugo que compra el gusto de humillarme. Compra mi falta de padre, de madre, de educación, de trabajo.
Lo que tienen ellos con vos, yo también lo sé: tienen tu hipocresía, tu mirar para otro lado, tu complicidad.
Así se arma esta cadena que llega hasta tan, tan arriba, que nadie sabe dónde termina, pero todos y todas sabemos dónde comienza.
La red de explotación sexual de mujeres y
niñas la construyen la policía corrupta, los jueces injustos y los políticos necios. La financian los prostituyentes.
Y la sostiene tu silencio.
Vos podés comenzar a ponerle fin.
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