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Bajo Flores y gatillo fácil. Historia de la impunidad

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Historias truncas que no sorprenden a nadie en la villa 1-11-14, la más poblada de la Capital Federal. Muy pocos casos rompen el cerco y logran superar la estadística. El último fue Ezequiel Demonty, el chico que la Federal obligó a morir ahogado en el Riachuelo, en setiembre de 2002. Desde entonces, salvo la cúpula de la comisaría 34, nada ha cambiado en el Bajo Flores. Caminar por el barrio basta para comprobarlo: en una esquina cualquiera, cuatro madres cuentan siete hijos muertos bajo la metralla policial.

La noche de su muerte Héctor David Herrera no durmió en su casa. A eso de las 10.30 pasó a avisarle a Juliana, su madre, que no iba a volver. Lloviznaba en el Bajo Flores. «Como algo por ahí y me voy a dormir», le dijo. Ella sólo le pidió que no se acostara tarde, pero se quedó intranquila. Tres horas después, todavía despierta, escuchó sobresaltada los primeros disparos.

«Me subí a la escalera con mis hijos más chicos y me quedé sentada ahí. Temblaba como una hoja», revive. Las piernas se le entumecieron entre la espera y la angustia hasta que sintió que le golpeaban la puerta. «¡Vieja, corré, andá a ver que lo tienen al David!», le gritaron.

En chancletas y con lo puesto, fue a los tumbos hacia los monoblocks. Cuando llegó, vio que cuatro policías de la comisaría 34 rodeaban a un chico que estaba tirado sobre la calle de tierra. Juliana lo reconoció por las zapatillas, unas Adidas grises, rojas y negras. Tenía una gorrita de Boca y dos tiros en la espalda. Le habían pegado un culatazo y lo habían rematado en el piso. Así lo indica la autopsia que marca el recorrido de los proyectiles: de atrás hacia delante, de abajo hacia arriba y de derecha a izquierda.

«Pelado, vigilante, dejáme ver a mi hijo», le gritó a uno de ellos. «Tu hijo es un delincuente. Si no te vas, te meto un tiro a vos también». Juliana quería verlo, saber si estaba vivo o muerto. Pero su ruego no conmovió al policía.

Historias truncas como la de David no sorprenden a nadie en la villa 1-11-14, la más poblada de la Capital Federal. Muy pocos casos rompen el cerco y logran superar la estadística. El último fue Ezequiel Demonty, el chico que la Federal obligó a morir ahogado en el Riachuelo, en setiembre de 2002. Desde entonces, salvo la cúpula de la comisaría 34, nada ha cambiado en el Bajo Flores. En dos meses, 9 policías irán a juicio oral por ese crimen excepcional en todo sentido. La misma noche que mataron a Ezequiel y a pocas cuadras de distancia, otro adolescente, de 17 años, Roque «El Vita» Villagra, fue asesinado por la policía. Su caso trascendió por entonces pero luego quedó en el olvido.

Todos los habitantes de la villa, la mayoría nacidos en países limítrofes, han visto pasar cerca a la parca más de una vez. Caminar por el barrio basta para comprobarlo. En una esquina cualquiera, cuatro madres cuentan siete hijos muertos en sus familias bajo la metralla policial. «Dicen que eran chorros… ¿y qué? ¿por eso había que matarlos?», pregunta un coro que confunde dolor y resignación. Esas mujeres quisieran recordar a sus hijos en vida, contar sus historias tan poco rentables en el mercado de la información.

Eran casi las 2 de la mañana del 16 de abril y la lluvia no dejaba ver con nitidez las caras en la oscuridad de la noche. Pero una vecina, testigo clave del crimen, alcanzó a tocar a David y comprobó que estaba vivo, aún después de los dos disparos del cabo Albarracín, de la 34. A las 3 llegaron los canales de televisión y recién media hora después apareció una ambulancia. Fue el intervalo de la muerte para David, el Zurdito, que apenas logró vivir 16 años. Ya una parte del barrio se había autoconvocado para saber qué pasaba. Hubo momentos de nerviosismo y, por un instante, la bronca de los vecinos se convirtió en piedras de disgusto contra la policía. El fiscal de Pompeya, Adrián Giménez, fue el último en llegar, cerca de las 4 y media. A esa altura, ya se había desplegado la puesta en escena. Un bolso negro con herramientas tirado al lado del Zurdito. Con eso justificaron la teoría del robo y de la persecución. Juliana advirtió a gritos que ese bolso no estaba cuando ella llegó; se lo habían plantado, lo mismo que la causa que rubricó la muerte de su hijo: «homicidio en tentativa de robo». La policía no niega que lo mató. Sólo que lo exhibe como trofeo en la vitrina de la lucha contra la inseguridad. En el expediente, los agentes de la 34 afirman además que David Herrera llevaba una pistola (nadie la vio aquella madrugada) y que se cansó de disparar. Su madre pelea por el cambio de carátula, pero sabe que está lejos de lograr que el homicidio simple que vieron los vecinos se traduzca en la causa.

La comisión de Derechos Humanos del Bajo Flores no tiene dudas y por eso presentó junto a Juliana como parte querellante. También el CELS, uno de los organismos que la acompañó, ubica a la muerte de David entre ese 20 % de homicidios dolosos que cada año cometen los funcionarios de la Policía Federal en la ciudad de Buenos Aires.

Sin embargo, nada será sencillo para esta mujer de 42 años que vino de Paraguay hace 23 y nunca obtuvo su DNI. Debería destinar durante varios meses todo lo que gana como cartonera para cubrir el abismo de 50 dólares que la separa de la legalidad.

El chico que estaba con David logró escapar de la casería, pero no quiere hablar. Dice que ya tiene suficientes problemas con la policía. La vecina que vio todo, en cambio, está dispuesta a declarar. Bajo identidad reservada, para que no la maten. Pero el programa de protección de testigos de la Nación dura apenas seis meses. Después habrá que mudarla del barrio para evitar represalias. Nadie mancha gratis un legajo policial en el Bajo Flores.

Como si fuera poco, la autopsia no es concluyente y no ayuda para certificar el homicidio. Indica que los disparos se ejecutaron a una distancia mayor a los 50 centímetros, lo cual no sirve para descartar la versión policial del robo y la persecución. Más de medio metro pueden ser uno o cien.

Después de dos meses y medio, los abogados de Juliana pudieron ver el expediente judicial que relata los hechos. Y a casi tres meses de la muerte de David, los familiares esperan todavía las pericias sobre la ropa que llevaba el Zurdito la madrugada del 16 de abril para que la pólvora ayude a volver evidente lo que presienten seguro: lo mataron a quemarropa.

Hoy Juliana y su familia viven amenazados en la 1-11-14. La comisaría 34 sigue sus pasos y los de los cinco hijos que le quedan. Por eso, ella quiere irse de este barrio que la vio llegar en 1991 con tres chicos de entre tres y siete años a cuestas. El menor era David. En esa época, según el INDEC vivían en el Bajo Flores 5 mil personas. Después vinieron, Walter, Alejandro y el rubio Emilio, que hoy tiene 2 años y siete meses. Y la cantidad de habitantes se multiplicó por 4.

Juliana los crió sola, abandonada por un marido que se rindió ante el alcohol. Si sigue peleando junto a los abogados de la Comisión de Derechos Humanos del Bajo Flores, deberá irse para preservar sus vidas. Por eso, espera desde hace un mes una reubicación por parte del Instituto Municipal de la Vivienda que depende de Aníbal Ibarra. No será fácil. La necesidad de tener un techo es, junto con el gatillo fácil, el problema que más sufren los vecinos de la villa. Todos anhelan hasta la desesperación vivir mejor.

Juliana Navarro habla de su hijo todavía en presente. Dice que David Herrera nació en el Hospital Pirovano, que de muy chico (nunca dejó de serlo) jugaba al fútbol en las divisiones inferiores de San Lorenzo de Almagro. Cuando ellos llegaron al barrio, el Nuevo Gasómetro ya se avalanzaba sobre sus casas, como una sombra siempre presente. David caminaba tres veces por semana los 100 metros que lo separaban del mismo césped que pisaba el Beto Acosta para ir a la práctica de fútbol. Fue ahí que un técnico de inferiores le adjuntó el sobrenombre que hoy lo sobrevive: Zurdito. Cuenta Juliana que David se cansó de levantarse temprano los domingos para ir a jugar y colgó los botines antes de tiempo. Mucho antes había dejado la escuela. «Eso sí que no le gustaba. Habrá ido dos semanas y se hartó», admite. Hoy sus hermanos más chicos van a la ENEM 3, que queda de espaldas a la villa. Sin saberlo, pelean por quebrar un historial con grandes niveles de analfetismo en la familia.

Dos cosas siguieron organizando su vida hasta el final. «Los jueguitos y el carro», dice Juliana y todavía sin entender que una bala policial la obliga a hablar en pasado. «Se levanta a las 11 y se va a los videojuegos. Ahí se gasta todo. Viene a comer y al rato se va otra vez. A veces me agarra plata y se va riéndose y haciéndome chistes». Así era hasta que se hacía la hora de salir a trabajar con su mamá. Entonces, David recorría los barrios aledaños en busca de kilos de cartón y papel para vender. Todos los días. Incluso cuando Juliana estuvo operada de la vesícula y él se iba solo a hacer el trabajo de dos. O después, cuando salió de la internación que duró una semana por ese balazo que le pegaron en el abdomen, a los 14 años. El Zurdito siempre salía tarareando algún tema de Dalila o de Yerba Brava. Algo lo movía. Quizás el instinto de supervivencia…

Lo confirma un vecino que se asoma a la casa de Juliana y jura que David nunca tuvo un revólver en las manos ni eligió salir a robar para alargar la sobrevida. Que el puede dar fe… pero jamás su nombre. Nadie quiere correr más riesgos en el Bajo.

Y sin embargo, la muerte (alguna de sus caras) siempre está acechando en ese sitio. David empezó a consumir drogas a los 15 años y sólo hizo un paréntesis cuando su hermano mayor, Daniel, salió del penal de Ezeiza después de un año y medio de encierro. En los últimos meses, cuenta Juliana, había caído otra vez en la red. Ya la comisaría 34 lo seguía de cerca.

Mientras espera que Gendarmería concluya finalmente las pericias de la ropa y que el juez Cichiaro cambie la carátula por la muerte de su hijo, Juliana Navarro pelea porque el caso trascienda las calles interiores de la villa 1-11-14. El 16 de julio, tres meses después de verlo rodeado de uniformes bajo la llovizna y las botas policiales, volverá a marchar hacia la fiscalía de Pompeya pidiendo la detención de los policías que mataron a David, pero también de los que encubrieron su muerte.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

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Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.

Por María del Carmen Varela.

La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia. 

La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.

Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.

La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional.  A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.

Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.

Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro. 

MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA

Viernes 30 de mayo, 20.30 hs

Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

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Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.

Por María del Carmen Varela

La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.

La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro
Gabriela Pastor en escena. Detrás, Juan Zuberman interpreta a un ciego que toca la guitarra.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario.  Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.

El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.

Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.

Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.

La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.

Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA

Domingos 18 y 25 de mayo, 20  hs

Más info y entradas en @perlaguarani

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