Nota
Vandana Shiva en Argentina: la primera enemiga de Monsanto
Toda su historia es la historia de una batalla contra la desigualdad. Estudiar física en India, denunciar a las corporaciones biotecnológicas, crear comunidades de semillas para preservar la vida de la depredación corporativa. También es un ejemplo de qué rol cumple la prensa en esta guerra contra la naturaleza. En esta nota, Soledad Barruti traza un perfil indispensable para comprender qué significa hoy Vandana Shiva.
Toda su historia es la historia de una batalla contra la desigualdad. Estudiar física en India, denunciar a las corporaciones biotecnológicas, crear comunidades de semillas para preservar la vida de la depredación corporativa. También es un ejemplo de qué rol cumple la prensa en esta guerra contra la naturaleza. En esta nota, Soledad Barruti traza un perfil indispensable para comprender qué significa hoy Vandana Shiva.
(Soledad Barruti/lavaca) En 2014, en su última edición de agosto The New Yorker, la revista más influyentes de la cultura norteamericana, y una de las más leídas en el mundo con al menos un millón de suscriptores e incontables lectores online, dedicaba un despliegue insólito a un personaje que aparentemente no tiene nada que ver con lo que se vende entre esas páginas: Vandana Shiva. No era un perfil, tampoco un reportaje, parecía la obsesión de uno de los periodistas fijos del staff, Michael Specter (ex The New York Times y The Washington Post), por seguir los pasos de quien presentaba -palabras más, palabras menos- como la ambientalista hindú líder de una minúscula pero ruidosa oposición a los organismos genéticamente modificados, que avanza en ese país en detrimento del resto de la población. Alguien que urgía desenmascarar: por el hambre, la nutrición, la pobreza, la sustentabilidad; por lo que sostiene a la biotecnología entre nosotros hace añares: promesas que suenan al cielo.
Specter anduvo por India, visitó algunos productores, la filial Monsanto de por allá y descubrió lo que tantos viajeros que después reportan en Trip Advisor: un país colorido y especiado donde se ven cosas rarísimas como gente hablando por celular arriba de elefantes. Un país con pensamiento mágico. Un país de donde sale alguien como Shiva: una cortina de humo, una excentricidad for export enfundada en saris.
Es raro leer notas escritas con esa, llamémosla, animosidad en una publicación que se jacta de ser de lo más intelectual, y de preservar una mirada decididamente urbana. Sin embargo ahí estaba: páginas y páginas: “Shiva lleva un mensaje que ha perfeccionado por tres décadas: la ingeniería, el patentamiento, y la transformación de las semillas hacia un paquete de propiedad intelectual, ha llevado a compañías multinacionales como Monsanto, asistidos por el Banco Mundial, el gobierno de Estados Unidos y filántropos como Bill y Melinda Gates, a imponer un totalitarismo alimentario. Ella describe la lucha contra la agricultura con biotecnología como una guerra global de pequeños campesinos que dependen de lo que producen para sobrevivir contra un grupo de compañías gigantes”. Y nada de esto es verdad.
Por supuesto esta última línea no era así de clara, Specter se ocupó de no decirlo tan directamente, sino de llevar al lector a esta conclusión: son personas como Shiva las que no dejan avanzar a la ciencia cuando estamos en tiempo de descuento frente a un problemón, “vamos a tener dos Indias más en 2050, ¿cuál es la salida?”.
Semillas de duda, tituló el artículo. Y la editorial lo largó a la calle esperando que hiciera lo que hasta ahora no habían logrado. Porque ese año el grupo que publica The New Yorker -Conde Nast- había firmado un acuerdo con Monsanto para trabajar en distintas piezas sobre el futuro de la comida y la importancia de los transgénicos. Pero no venía siendo fácil: los periodistas estrellas especializados en alimentación no quisieron participar y las notas tradicionales dedicadas a la ciencia ya no surtían efecto.
Vandana Shiva era un blanco difícil. No sólo porque desde comienzos de los 90, se mantiene imperturbable en las listas de personas más influyentes de Times, Fortune, The Guardian. Tampoco porque en su país logró frena proyectos mineros, forestales, a Coca Cola, y a Monsanto (mucho gracias a que ella existe, India no permite la producción de alimentos transgénicos, sólo de algodón). Menos porque al hambre y malnutrición que les legaron años de colonialismo y tratados de libre comercio, responde con organización humana, bancos de semillas, tierras compartidas. Lo que realmente molesta de Shiva es que puede, si quiere, hablar su mismo idioma y quebrar el discurso desde adentro.
La no carrera de Vandana
Vandana Shiva es una filósofa aguda, escritora de un estante completo de libros, activista con más de un triunfo, pero antes que eso, se graduó como física, hizo una especialización en la teoría cuántica y dedico un tiempo a investigar. Es científica. Y como científica asegura que la ciencia occidental, reduccionista, rentada es lo más anticientífico que existe: “Estos científicos representan al 5 por ciento de la ciencia y, sin embargo, bloquean al mundo y sus carreras en un desarrollo como la biotecnología y la transgénesis, obturando otras posibilidades, algo que derrumba la idea misma de ciencia que tiene que estar abierta a nuevos paradigmas”, dijo Shiva más de una vez y del otro lado algo se escuchó romperse.
Specter hizo una nota larguísima, que incluyó miles de kilómetros, para poner a Shiva en potencial: nada era demasiado cierto. Ni sus títulos, ni sus investigación, ni la India que representaba. Shiva recibió la revista e hizo una larga respuesta punto por punto que concluyó: “El artículo es una señal de que la indignación mundial contra el control de las semillas y la alimentación está haciendo estragos en el mundo de la biotecnología. Creen que las calumnias van a destruir mi carrera. Lo que no entienden es que conscientemente di por terminada una «carrera» en 1982. La cambié por una vida de servicio. El espíritu de servicio inspirado en la verdad, la conciencia y la compasión no puede ser detenido por amenazas o ataques. Para mí, la ciencia siempre ha estado a punto de servicio, no la servidumbre”.
Así si algo hizo la nota del New Yorker fue prender la luz sobre la campaña multimillonaria con que Monsanto quería limpiar su imagen, y señalar quien era hoy su principal enemiga: esta mujer lúcida, de sonrisa luminosa, que transmite mensajes de paz mientras expone una a una las fallas del sistema. Una mujer con un trabajo de casi 40 años que encuentra eco en cada pueblo que se une a defender sus recursos, sus culturas, sus semillas. De la India a la China, Centro América, Brasil y ahora, Argentina.
Biografía de una científica diferente
Vandana Shiva nació en el valle de Doon, en el Himalaya rodeada de montañas aire, niebla, nubes, sol, agua y árboles de un verde furiosamente vivo. Sus padres eran parte del movimiento independentista, y ella hizo un esfuerzo descomunal para estudiar: contra la falta de dinero, su sexo que la condenaba, una idea de mundo que se imponía con fuerza bruta. Eligió física, y de la física esa teoría que cuestiona la composición de la materia para estudiar la interconexión en lo invisible que tiene todo lo que existe. Dice que lo hizo para entender como trabaja el mundo, con nosotros como parte de una red de animales, bacterias, volcanes, océanos. Y que en eso andaba, en Canadá, en los 70 cuando se enteró que el paisaje que la había formado estaba empezando a desaparecer, a desintegrarse, a caer como parte de una India que se entregaba de lleno y sin saber a un capitalismo corporativo que llegaría para quitar las flores de los altares y reemplazarlas por galletitas. Shiva supo que la única línea de defensa que se había armado eran campesinas que cuando sintieron el ruido de los troncos, las hojas, los pájaros, los insectos, estrellados contra el suelo se abrazaron al bosque que quedaba en pie inaugurando una de esas hermosas protestas de paz que son más poderosas que toda la violencia desatada. Si querían matar la vida que lo hicieran sin eufemismos: mostrando sangre, masacrando cuerpos, escuchando los gritos. La llamaron Chipko, duró años y Vandana volvió a India cada verano, aprovechando su tiempo libre, para sumársele como voluntaria. “No fue el posgrado, no fue el máster, fueron esas mujeres entre esos árboles las que me enseñaron todo lo que sé”, dice cada vez que puede.
Hambre y control
A esa primera batalla le siguió una inclaudicable por mostrar las grietas de la Revolución Verde que terminaron abriendo en su país un precipicio de miseria del que millones de agricultores no salieron más. Porque si bien era cierto que las plantas logradas por Norman Borlaug en laboratorio eran superproductivas, no estaban ahí para alimentar sino para exportar, especular, hacer todo eso que se hace con los commodities. En adelante, la fórmula que pretende dar de comer al mundo resultó siempre una desgracia. Sobre todo para los campesinos que venían de padecer la colonia, el despojo de sus tierras, el acorralamiento hacia la marginalidad. La solución al hambre pensada como más comida y mejores negocios a su alrededor tenía un cúmulo de dificultades: tener que comprar semillas y tener que hacerlo año tras año porque las híbridas no duraban. Precisar grandes extensiones cuando los campesinos tenían territorios más bien breves. Adquirir costosas máquinas, toneladas de fertilizantes y venenos que venían en el combo, para contener un ecosistema que no dejaba de buscar el equilibrio perdido mientras los insectos se hacían plagas; las hierbas, malezas; los suelos, un castigo; la vida, un infierno todavía más tóxico y más pobre. Punjab, la capital de la Revolución Verde recibía los 80 con 30 mil asesinatos. Bhopal hizo lo que faltaba: el escape de isocianato de metilo de una fábrica de plaguicidas norteamericana (Union Caribe, luego adquirida por Dow Chemical) en la que al menos 20 mil personas murieron, 600 mil quedaron intoxicadas y un territorio importante quedó desvastado e inhabitable mostró que “se trataba de un modelo productivo basado en la guerra”. Vandana Shiva escribió eso mismo en un libro que tituló: La violencia de la Revolución Verde, desafiando el discurso cerrado de producción-igual-seguridad-alimentaria que había terminado con Bourlang con el nobel de la Paz.
Con esa publicación, Shiva empezó a entrar a lugares que ni sabía que existían: reuniones de biotecnología, por ejemplo, donde se daban cita los científicos de las corporaciones más importantes. Terminaban los 80 y todo lo que anunciaban parecía un poco ciencia ficción: el plan era pasar de la hibridación a la transgénesis y de ahí al patentamiento. Le resultó ambicioso, mesiánico, pero no descabellado: “Si controlás el mercado de armas, controlás las guerras. Si controlás la comida, controlás la sociedad. Pero si controlás las semillas, controlás la vida en la tierra”.
Vandana feminista: la ciencia patriarcal
“Lo que llamamos ciencia es un proyecto estrecho y patriarcal para un corto momento de la historia. Erigimos una ciencia reduccionista y maquinal. Una ciencia basada en la dominación de la naturaleza. Es el conocimiento generado para la explotación el que fue tomado como conocimiento científico”, dice Vandana Shiva.
La cara más grotesca de esa ideología se vivió en India en 2005. Y no fue en torno a un alimento sino a un árbol no comestible llamado neem, que los pequeños agricultores e indígenas de su país usan hace miles de años para repeler insectos y hongos. Usos que el mundo occidental tomó siempre por supersticiones. Hasta que un grupo de investigadores de eso que andaban como andan buscando cosas nuevas que inventar en la naturaleza, comprobó que no. O que sí: que los hindúes estaban en lo correcto: que el neem era una especie de súper planta que servía para muchas cosas, como hacer biorepelentes por ejemplo. Y entonces comenzó lo que comienza con esos descubrimientos: una carrera corporativa por patentar el hallazgo. Diez años duró la lucha porque el neem siguiera siendo lo que fue siempre: un árbol sin copyright. Y ganarla fue el puntapié para darles fuerza a mucho de lo que iba a venir después: pelear contra Coca Cola y la privatización del agua, y contra el avance del algodón BT y las leyes de Monsanto, que elevaron los costos de producción en más de un 8 mil por ciento, asfixiando pequeños productores hasta el suicidio: 270 mil productores al menos.
“Las guerras son de todos los días”, empezó a ver Vandana. A comunicar. A denunciar. A combatir. “A donde mires, al rincón del planta que quieras ahora mismo vas a ver eso: una guerra por la apropiación de lo que es de todos, por el control.”
Así mientras Burlang dio con las semillas que dieron inicio al agronegocio (que se coronaría finalmente en los 90 con la llegada de los cultivos transgénicos), Vandana Shiva encontró con claridad por dónde había que cortar la cabeza de esta medusa que nos gobierna: hay que crear un nuevo paradigma basado en la construcción de saberes regidos, justamente, por una visión más científica del mundo, no estrecha, irreflexiva y limitada como la que sale de la necesidad de aumentar ganancias; sino curiosa, interdisciplinaria, altruista, como la que condujo a la ciencia antes de esta tremenda modernidad.
En Movimiento
Navdanya. Así se llama el movimiento creado por Vandana Shiva en India a fines de los 80 que transformó a las semillas libres en la punta de lanza de este urgente cambio de paradigma: por la ciencia digna y contra el cambio climático, la inseguridad y falta de soberanía alimentaria, la mercantilización de los bienes comunes; pero también, contra los efectos menos evidentes del sistema: la violencia, la criminalidad, la falta de empatía. Contra un sistema patriarcal que en su país detona una violación cada 20 minutos. Hoy Navdanya son 122 casas de semillas en 18 provincias con 750 mil campesinos que comparten y custodian ese patrimonio. Y por encima de eso es un movimiento por la democracia planetaria y el empoderamiento femenino donde se cultivan saberes, empatía y compasión. También es una universidad, La Universidad de la tierra. Y es un espacio permanente de trabajo y estudio en granjas, donde periódicamente se realizan informes y estudios con la idea de que las campesinas son científicos en cuanto a investigadoras y creadoras de saber. Ecofeminismo lo bautizó: porque sobre todo se trata de mujeres (“las semillas han sido seleccionadas por las mujeres generación tras generación, durante miles de años. Son las mujeres las que ocupan del 50 al 80 por ciento de la producción según el país. Y son ellas las que están en peligro: las parteras de la agricultura”, dice) trabajando por la agroecología, demostrando que la tierra cultivada a pequeña escala con respeto y entendimiento alimenta, estabiliza el medioambiente, y acerca a las personas. Lo contrario a lo que produce la agricultura industrial globalizada. “El sistema se funda en mentalidad patriarcal capitalista que ha agravado la violencia. Vivimos en un orden de guerra contra la tierra, contra el cuerpo de la mujer, contra las economías locales y contra la democracia. Y creo que tenemos que ver las conexiones entre todas estas formas de violencia. Todo está conectado. Es una sola pieza”.
Vandana Shiva está lejos de ser cándida, inocente, romántica. Ve con ojos bien abiertos todo, principalmente el daño. El pasado, el presente y el que se anuncia como potencial apocalipsis ahora nomás. Pero entiende que estamos buscando las soluciones en el lugar equivocado hace casi 100 años y que llegó el momento de sembrar algo distinto, algo mejor y más inteligente. “El monocultivo daña la mente: parte del problema al que nos enfrentamos en el mundo es que hay demasiadas soluciones individuales y globalizadas, ofrecidas sin cuidado. Tenemos que hacer que crezcan múltiples soluciones, porque la única solución que proponen los que tienen el poder, es una solución sin vida. En manos del paradigma que nos gobierna no hay futuro para la humanidad”, dice. “Creo que es hora de reconocer que hay millones de soluciones; hay tantas soluciones como personas. Y cada persona creativa, con desatar su empatía, puede trabajar por respetar los derechos de la Madre Tierra, los derechos de la humanidad, nuestra humanidad común, la igualdad entre hombres y mujeres, blancos y negros, jóvenes y viejos”. Un mundo que garantice, nada menos, la vida en la tierra, algo que hoy, así como van las cosas, todavía está por verse.
Nota
Orgullo

Texto de Claudia Acuña. Fotos de Juan Valeiro.
Es cortita y tiene el pelo petiso, al ras en la sien. La bandera se la anudó al cuello, le cubre la espalda y le sobra como para ir barriendo la vereda, salvo cuando el viento la agita. Se bajó del tren Sarmiento, ahí en Once. Viene desde Moreno, sola. Un hombre le grita algo y eso provoca que me ponga a caminar a su lado. Vamos juntas, le digo, pero se tiene que sacar los auriculares de las orejas para escucharme. Entiendo entonces que la cumbia fue lo que la protegió en todo el trayecto, que no fue fácil. Hace once años que trabaja en una fábrica de zapatillas. Este mes le suspendieron un día de producción, así que ahora es de lunes a jueves, de 6 de la mañana a cuatro de la tarde. Tiene suerte, dirá, de mantener ese empleo porque en su barrio todos cartonean y hasta la basura sufre la pobreza. Por suerte, también, juega al fútbol y eso le da la fuerza de encarar cada semana con torneos, encuentros y desafíos. Ella es buena jugando y buena organizando, así que se mantiene activa. La pelota la salvó de la tristeza, dirá, y con esa palabra define todo lo que la rodea en el cotidiano: chicos sin futuro, mujeres violentadas, persianas cerradas, madres agotadas, hombres quebrados. Ella, que se define lesbiana, tuvo un amor del cual abrazarse cuando comenzó a oscurecerse su barrio, pero la dejó hace apenas unas semanas. Tampoco ese trayecto fue fácil. Lloró mucho, dirá, porque los prejuicios lastiman y destrozan lazos. Hoy sus hermanas la animaron a que venga al centro, a alegrarse. Se calzó la bandera, la del arco iris, y con esa armadura más la cumbia, se atrevió a buscar lo difícil: la sonrisa.
Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
Al llegar al Congreso se pierde entre una multitud que vende bebidas, banderas, tangas, choripán, fernet, imanes, aros, lo que sea. Entre los puestos y las lonas que cubren el asfalto en tres filas por toda Avenida de Mayo hasta la Plaza, pasea otra multitud, mucho más escasa que la de otros años, pero igualmente colorida, montada y maquillada. El gobierno de las selfies domina la fiesta mientras del escenario se anuncian los hashtag de la jornada. Hay micros convertidos en carrozas a fuerza de globos y música estridente. Y hay jóvenes muy jóvenes que, como la chica de Moreno, buscan sonreír sin miedo.
Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
Sobre diagonal norte, casi rozando la esquina de Florida, desde el camión se agita un pañuelazo blanco, en honor a las Madres, con Taty Almeyda como abanderada. Frente a la embajada de Israel un grupo agita banderas palestinas mientras en las remeras negras proclaman “Nuestro orgullo no banca genocidios”. Son quizá las únicas manifestaciones políticas explícitas, a excepción de la foto de Cristina que decora banderas que se ofrecen por mil pesos y tampoco se compran, como todo lo mucho que se ofrece: se ve que no hay un mango, dirá la vendedora, resignada. Lo escaso, entonces, es lo que sobra porque falta.
Y no es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
Nota
Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

(Escuchá el podcast completo: 7 minutos) Coca Cola, Nestlé, Danone & afines nos hacen confiar en ellas como confiaríamos en nuestra abuela, nos cuenta Soledad Barruti. autora de los libros Malcomidos y Mala leche. En esta edición del podcast de lavaca, Soledad nos lleva a un paseíto por el infierno de cómo se produce, la cuestión de la comida de verdad, y la gran pregunta: ¿quiénes son los que realmente nos alimentan?
El podcast completo:
Con Sergio Ciancaglini y la edición de Mariano Randazzo.
Nota
Elecciones: lo que ven y sienten los jubilados para el domingo y después
Otro miércoles de marcha al Congreso, y una encuesta: ¿cuál es el pronóstico para el domingo? Una pregunta que no solo apunta a lo electoral, sino a todo lo que rodea la política hoy, en medio de una economía que ahoga: la que come en el merendero; el que no puede comprar medicamentos; el que señala a Trump como responsable; la que lo lee en clave histórica; y los que aseguran que morirán luchando, aunque sean 4 gatos locos. Crónica y fotos al ritmo del marchódromo.
Francisco Pandolfi y Lucas Pedulla
Fotos Juan Valeiro
El domingo son las elecciones legislativas nacionales pero también es fin de mes, y Sara marchó con un cartel que no necesitaba preguntas ni explicación: “Soy jubilada y como en un merendero”.
Tiene 63 años, es del barrio Esperanza –Merlo, oeste bonaerense–, y para changuear algo más junta botellas y cartón, porque algunos meses no le alcanza para medicamentos: “El domingo espero que el país mejore, porque todos estamos iguales: que la cosa cambie”.

El miércoles de jubilados y jubiladas previo a las elecciones nacionales de medio término –se renuevan 127 diputados y 24 senadores– tuvo, al menos, tres rondas distintas, en una Plaza de los Dos Congresos cerrada exclusivamente para manifestantes. Nuevamente el vallado cruzó de punta a punta la plazoleta, y los alrededores estuvieron custodiados por policías de la Ciudad para que la movilización no se desparramara ni tampoco avanzara por Avenida de Mayo, sino que se quedara en el perímetro denominado “marchódromo”. Un grupo encaró, de todas formas, por Solís, sobrepasó un cordón policial y dobló por Alsina, y se metió de nuevo a la plaza por Virrey Cevallos, como una forma de mostrar rebeldía.
Unos minutos antes, un jubilado resultaba herido. Se trata de Ramón Contreras, uno de los rostros icónicos de los miércoles que llegó al Congreso cuando aún no estaba vallado después de la marcha por el recorte en discapacidad, y mientras estaba dando la ronda alrededor del Palacio un oficial lo empujó con tanta fuerza que cayó al suelo. “Me tiraron como un misil –contó a los medios–. Me tienen que operar. Tengo una fractura. Me duele mucho”. La Comisión Provincial por la Memoria (CPM) presentó una denuncia penal por la agresión: “Contreras fue atacado sin razón y de manera imprevista”.

La violencia desmedida, otra vez, sobre los cuerpos más débiles y más ajustados por un Gobierno que medirá esa política nuevamente en las urnas. Jorge, de 69 años, dice que llega con la “billetera muerta”. Y Julio, a su lado, resume: “Necesito tener dos trabajos”.
Juan Manuel es uno de esos jubilados con presencia perfecta cada miércoles. Una presencia que ninguna semana pasa desapercibida. Por su humor y su creatividad. Tiene 61 años y cada movilización trae mínimo un cartel original, de esos que hacen reír para no llorar. Esta vez no sólo trae un cartel con una inscripción; viene acompañado de unas fotocopias donde se leen una debajo de la otra las 114 frases que creó como contraofensiva a la gestión oficialista.
La frase 115 es la de hoy: “Milei es el orificio por el que nos defeca Trump”.

Muestra la lista que arrancó previo a las elecciones de octubre de 2023. Sus primeras dos creaciones:
- “Que no te vendan gato por león”.
- “¿Salir de la grieta para tirarse al abismo?”.
Y elige sus dos favoritas de una nómina que seguirá creciendo:
Sobre el veto al aumento de las jubilaciones: “Milei, paparulo, metete el veto en el culo”.
Sobre el desfinanciamiento de las universidades: “Milei: la UBA también tiene las facultades alteradas”.
Juan Manuel le cuenta a lavaca lo que presagia para él después de las elecciones: “Se profundizará el desastre, sea porque pierda el gobierno o porque gane, de cualquier forma tienen la orden de hacer todo tipo de reformas. Como respuesta en la calle estamos siendo 4 gatos locos, algo que no me entra en la cabeza porque este es el peor gobierno de la historia”.

Sobre el cierre de la marcha, en uno de los varios actos que se armaron en esta plaza, Virginia, de Jubilados Insurgentes y megáfono en mano, describió que la crisis que el país está atravesando no es nueva: “Estuvo Krieger Vassena con Onganía, Martínez de Hoz con la última dictadura, Cavallo con Menem, Macri con Caputo y Sturzenegger, que son los mismos que ahora están con este energúmeno”. La línea de tiempo que hiló Virginia ubica ministros de economía con dictaduras y gobiernos constitucionales en épocas distintas, con un detalle que a su criterio sigue permaneciendo impune: “La economía neoliberal”.
Allí radica la lucha de estos miércoles, dice. Su sostenibilidad. Porque el miércoles que viene, pase lo que pase, seguirán viniendo a la plaza para continuar marchando. “Estar presente es estar activo, lo que significa estar lúcido”, define.

Carlos Dawlowfki tiene 75 años y se convirtió en un emblema de esa lucidez luego de ser reprimido por la Policía a principio de marzo. Llevaba una camiseta del club Chacarita y en solidaridad con él, una semana después la mayoría de las hinchadas del fútbol argentino organizaron un masivo acompañamiento. Ese 12 de marzo fue, justamente, la tarde en que el gendarme Héctor Guerrero hirió con una granada de gas lacrimógeno lanzada con total ilegalidad al fotógrafo Pablo Grillo (todavía en rehabilitación) y el prefecto Sebastián Martínez le disparó y le sacó un ojo a Jonathan Navarro, quien al igual que Carlos también llevaba la remera de Chaca.
Carlos es parte de la organización de jubilados autoconvocados “Los 12 Apóstoles” y habla con lavaca: “Hoy fui a acompañar a las personas con discapacidad y me di cuenta el dolor que hay internamente. Una tristeza total. Y entendí por qué estamos acá, cada miércoles. Y sentí un orgullo grande por la constancia que llevamos”.
La gente lo reconoce y le pide sacarse fotos con él. “Estás muy solicitado hoy”, lo jode un amigo. Carlos se ríe, antes de ponerse serio: “Hay que aceptarlo, hoy somos una colonia. Pasé el 76 y el 2001, y nunca vi una cosa igual en cuanto a pérdida de soberanía”. De repente, le brota la esperanza: “Pero después del 26, volveremos a ser patria. Esperemos que el pueblo argentino tenga un poquito de memoria y recapacite. Lo único que pido es el bienestar para los pibes del Garrahan y con discapacidad. A mí me quedarán 3, 4, 5 años; tengo un infarto, un stent, así que lucho por mis nietos, por mis hijos, por ustedes”.

Carlos hace crítica y también autocrítica. “Nosotros tenemos un país espectacular, pero nos equivocamos. Los mayores tenemos un poco de culpa sobre lo que ocurrió en las últimas elecciones: no asesoramos a nuestros nietos e hijos sobre lo que podía venir y finalmente llegó. Y en eso también tiene que ver la realidad económica. Antes nos juntábamos para comer los domingos, ahora ya no se puede. No le llegamos a la juventud, que votó a la derecha, a una persona que no está en sus cabales”.
Remata Carlos, antes de que le pidan una selfie: “Nosotros ya estamos jugados pero no rendidos. Estos viejos meados -como nos dicen- vamos a luchar hasta nuestra última gota. Y cuando pasen las elecciones, acá seguiremos estando: soñando lo mejor para nuestro país”.


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