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El Mercado Central de la comunidad boliviana: La minga de Escobar
Concentran el 80 por ciento de la producción de frutas y verduras que consumen los porteños. Se calcula que involucra la mano de obra de 300 mil personas que trabajan más de 12 horas diarias. Tienen un mercado y una feria propia. Todo lo construyeron de espaldas al Estado y con el esfuerzo de la comunidad: eso es la minga.
Don Zenón me lo explica sencillito, pero yo tardo cinco días en comprenderlo. La ficha recién me cae cuando el cónsul de Bolivia en Argentina –periodista y pálido como yo– me cuenta lo mismo, pero de manera mucho más complicada. No sé si es el despacho, el traje o la jerga, pero algo de ese orden me predispone a entender aquello que Don Zenón me reveló parado sobre el barro de su chacra, junto a plantines de lechugas multicolores. Fue mi forma de descubrir la distancia entre una cultura que agoniza y otra que resiste. Una acomoda, ordena, plancha. La otra crea, desbarata, planta.
Dirá Don Zenón:
–Si hay muchas ideas peleando es porque la cosa está mal pensada. Entonces, se necesita paciencia para pensar mejor. Porque no hay que mejorar la idea para lograr que una gane, sino encontrar lo que entre todas tienen en común. Ésa es la idea bien pensada: la que permite la acción en la unión.
Don Zenón Anzes Rejas fue uno de los diez fundadores de la Comunidad Boliviana de Escobar, una asociación que crearon a principios de los años 90 para enfrentar las dificultades que les llovían de a montones y por varios frentes: racismo, robos, violencia. Su historia es paradigmática de los miles de inmigrantes que, como él, llegaron desde Potosí hasta Escobar a mediados de los 80. Quechua, minero, padre de seis hijos, llegó con los pulmones fulminados por el carbón y el corazón fogueado por la experiencia sindical. Comenzó trabajando como peón de un portugués que a cambio del sacrificio de toda su familia le enseñó las claves de la huerta. Cuando los hijos del amo escupieron de la herencia las 5 hectáreas, Don Zenón les ofreció un acuerdo: él las trabajaba y ellos recibían el 60 por ciento del resultado de la cosecha. Cuando finalmente ahorró suficiente dinero, les propuso comprarlas. Así, escalón por escalón, ascendió a la propiedad de esa parcela en la que apenas había espacio para la casa. Tal como les sucedió a los miles de paisanos que trabajaban en la zona, los problemas de Don Zenón recién comenzaban.
Los que nos dan de comer
En el Mercado Central no les permitían vender la cosecha. Con argumentos legales –carencia de documentación– y modales ilegales –mafias que reclaman con palos su cuota– abusaron del poder monopólico de ese mercado: toda la comercialización hortícola se concentraba allí. El hambre y la necesidad de vender los productos antes de que se pudrieran los obligaron a pensar bien y encontrar entre todos una buena idea. Para alcanzarla, primero improvisaron una feria en los bordes de la ruta de Escobar. “Durante mucho tiempo destinamos gran parte del dinero de la venta al ahorro. Llegamos a reunir casi cinco mil pesos por semana y logramos así comprar las hectáreas que destinamos a la comunidad”. Allí erigieron primero uno y luego el segundo inmenso galpón donde hoy funciona el mercado de frutas y verduras de la Asociación. Son 25 hectáreas que pertenecen a los 900 socios y que reciben la producción de todo el país, sin intermediaciones. Los expertos calculan que de allí sale el 80 por ciento de las frutas y verduras que se consumen en la Capital. Eso significa que por ahí pasan anualmente casi 4 millones de toneladas de alimentos frescos que son distribuidos hacia una red de comercios minoristas que también concentra la comunidad boliviana. Estamos hablando del fruto del trabajo de no menos de 300 mil personas que cotidianamente durante más de doce horas diarias doblan la espalda en el campo, cargan y descargan cajones, negocian precios, administran pérdidas y ganancias y construyen comunidad. Todo al mismo tiempo, en la misma jornada y a espaldas del Estado. Algunos lo llaman producción en negro. Otros autogestión. Don Zenón prefiere ser exacto: minka. O su equivalente criollo: minga.
Relaciones exteriores
Ninguno de los casi 15.000 migrantes bolivianos residentes en la zona de Escobar vota. Ni en Bolivia, ni en Argentina. Se podría decir que la única relación que tienen con el Estado argentino es comercial: la Feria de la Asociación paga 30.000 pesos de alquiler y 12.000 de impuestos mensuales por el predio que ocupa a dos cuadras del mercado. Funciona sólo los domingos y a pleno. El Mercado, en cambio, inicia su actividad todos los días después de las 7 de la tarde, hierve a las 10 de la noche, reposa en la madrugada y despierta a todo ritmo a las 6, para irse a dormir pasadas las 9 de la mañana. Los domingos, martes y jueves recibe a los camiones que traen la mercadería. Hoy los hay de Salta y con tomates, de La Plata y con lechuga, de Villa María y con limones. Los changarines son del barrio –que no existía antes de la construcción del mercado– y cobran 30 centavos por bulto cargado o descargado. Los puesteros son familias enteras que limpian la mercadería, acomodan, negocian y atienden a los niños, todo al mismo tiempo y sin quejas. Las mujeres llevan siempre un delantal azul y, a veces y debajo, una bata a cuadritos blancos y celestes para cubrirse con pudor los rastros de la faena, que es intensa y sucia. Ellas hacen casi todo, menos hablar. La conversación pública es tarea masculina, pero no de cualquier varón. Por eso Don Zenón es quien oficia de vocero.
El frente interno
Los primeros años de la Asociación fueron tan prósperos que atrajeron todo tipo de problemas. El principal llevaba el nombre del intendente, Luis Patti y el uniforme de la policía Bonaerense. Fue la época de los ataques comando, sistemáticos y violentos, que obligaron al entonces ministro, León Arslanian, a reunirse en persona con los miembros de la comunidad. Aceptó la propuesta de formar el llamado Grupo de Enlace, que significó en los hechos la creación de una policía propia, integrada por paisanos que patrullaban a caballo las quintas, acercándoles un poco de tranquilidad. Cuando el frente externo estuvo calmado, comenzaron los problemas internos, quizás alentados por los mismos enemigos, pero encarnados por familias hermanas que se enfrentaron “como perros y gatos”, al decir del cónsul José Alberto González. Fue él, justamente, el que logró terminar con casi cinco años de intervención del Estado argentino en la Asociación de la Comunidad Boliviana de Escobar. “Primero me reuní con los perros, luego con los gatos. Después, envié dos cartas al entonces ministro de Justicia de la Nación, Alberto Iribarne, para plantearle la necesidad de convocar a elecciones para terminar con la intervención. No me respondió hasta que logré que el tema fuera planteado en una nota que publicó el diario Página 12. El mismo día que salió, me llamó el ministro. Y ahí comenzó otro round: lograr que la intervención soltara a la Asociación”.
El cónsul saca de su archivo una carpeta repleta con papeles que registran todo el proceso, y de la carpeta escoge un manojo prolijamente abrochado. Son seis hojas que llevan por título: “ayuda memoria”. Es el registro de todas las reuniones que insumió el rescate de la Asociación. La primera fue el 18 de enero de 2007. La última, el 8 de octubre de ese año. En total, fueron necesarias 29.
¿Cómo logró terminar con la pelea entre perros y gatos?
Haciéndoles entender que perros y gatos tenían muchas diferencia, pero algo en común: terminar con la intervención.
Don Zenón fue parte de las negociaciones y parte también de la lista que ganó las elecciones que pusieron fin a la intervención. Obtuvo el triunfo por una diferencia de cuatro votos.
Tantanacusum
Sobre la mesa hay dos pinches, largos y puntiagudos. En uno clavan las boletas color verde y en otro, las blancas. El encargado del recuento agita cada papel para que todos vean que no hay trampa. Lo agita arriba de su cabeza y lo pincha. Uno por uno. La ceremonia es observada en silencio por la asamblea de socios de la Asociación de la Comunidad Boliviana de Escobar. Hoy, sábado, se renueva por primera vez la junta directiva y hay veedores de las Inspección General de Justicia bonaerense, abogados, delegados del municipio, acompañando el acto o acechando, según se interprete cada función. La lista verde obtiene más votos y para festejar no el triunfo, sino la transparencia del proceso, hablan todos: ganador, perdedor, presidente saliente y hasta el joven veedor. Don Zenón está contento, aunque todavía se lamenta no haber logrado una lista de unidad. “Tendríamos que haber pensado mejor, pero ya llegará”, me dice, como lamentándose porque le faltó paciencia. A su lado, festejan dos jóvenes integrantes de la nueva conducción. Uno es morocho, flaco, campesino y me ayuda a traducir las palabras del credo quechua escritas en el logo de la Asociación:
ama kjella (no ser flojo), ama sva (no ser ladrón) ama llulla (no ser mentiroso).
Otro es rubio, robusto, de ojos claros, comerciante y me asiste en las últimas tres:
minkanacunapac (ayudarse), jaihunacunapac (prestarse), tantanacusun (juntarse).
Los dos pertenecen a la nueva generación de la comunidad: migraron de niños, crecieron aquí y ya tienen hijos argentinos. Sus problemas son otros. Ever, el campesino, los resumirá en los dos extremos de la producción: el costo de la semilla y de la mano de obra. “Antes comprábamos la semilla de tomate por kilo, ahora por conteo. Es todo importado, en dólares. (Luego lo compruebo en una lista de precios: 1.180 pesos los 5 gramos.) También es cada día más difícil encontrar quien quiera trabajar en un campo todo el día. Prefieren la construcción, porque deja más”. Walter, el comerciante, me explica que la tendencia actual es que los jóvenes se vuelquen al comercio, porque tiene mayores márgenes de rentabilidad. “En la Asociación, por ejemplo, al principio eran todos agricultores. Ahora, sólo en la feria hay 900 puestos, casi la misma cantidad que los socios del mercado”. Uno y otro coinciden en que en la comunidad se está planteando un debate: enrolarse o no en el padrón electoral. “Por la cantidad y el peso económico que tenemos estamos en condiciones de asegurarnos un concejal ya. Y si trabajamos bien, quizás un intendente”.
Le pregunto después a Don Zenón qué opina de esta idea y me comenta que todavía no es mala. “Pero hay que seguir pensándola”. Le cuento que varios de los jóvenes con los que hablé están estudiando en la universidad, la mayoría Administración de Empresas. “Ésa es una idea buena, bien pensada. Necesitamos nuestros propios profesionales: abogados, médicos, contadores. Ahora mismo, al mercado vino un muchacho que estudió computación en Bolivia y nos ayuda a tener todas las cuentas bien claras, porque eso aleja conflictos, evita peleas, sospechas, sana”. Le digo que él tendría que dar cátedra de administración, para que podamos aprender a ahorrar, producir y prosperar en comunidad y en un país que -en todos los años que él atravesó para llegar hasta acá, hasta ese pedazo de tierra firme donde esta parado- cambió su moneda tres veces y su ministro de Economía, veinte. “No crea. Las cosas no cambian tanto. Es lo mismo, con distinto nombre o diferente gente. Usted sabe que hay cosas que nadie va a hacer. Si necesitamos asfalto, nosotros lo hacemos. Si necesitamos una sala de primeros auxilios, nosotros la hacemos. Eso no cambia tampoco: la comunidad es la que hace y la que piensa.”
Minga.
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El nuevo barrio queda en los suburbios de la ciudad donde se libra una batalla crucial del nuevo proceso político boliviano. Reivindican la autonomía como herramienta para enfrentar la pobreza y el racismo. Ya eligieron un alcalde propio y simbólico. Ya crearon una universidad. Y ya eligieron un nombre: Ciudad Igualitaria. Ésta es la utopía que están haciendo realidad.
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Guillermo Mamami es bien porteño y bien hijo de bolivianos. Estudió Ciencias de la Comunicación en la UBA y desde hace diez años es el director del periódico de la comunidad boliviana en Argentina, que tiene su versión impresa y virtual. Dice que desde sus páginas busca recuperar la autoestima de un pueblo que está cambiando la Historia.
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