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La guerra del cerdo: el convenio entre Argentina y China
El proyecto de megagranjas porcinas, y la reacción que produjo. Los ocultamientos informativos para negociar a espaldas de la sociedad. Una recorrida latinoamericana por las experiencias que soportan estos emprendimientos crueles con los animales, las personas y los territorios. Y una pregunta: ¿Cómo queremos vivir?
Por Soledad Barruti
“Nunca, en todos los años que llevo de activismo, había visto una respuesta tan rápida y masiva como esta”, me dijo Carlos Vicente, la cara más conocida en Argentina detrás de la organización Grain y su sitio de divulgación Biodiversidad LA. Fue unos días después de lanzar una carta –impulsada por la socióloga Maristella Svampa, los abogados Enrique Viale y Marcos Filardi, y el biólogo y filósofo Guillermo Folguera- en oposición al acuerdo que aún busca firmar Cancillería Argentina con el gobierno chino para facilitar la instalación de megagranjas porcinas que abastezcan de carne a ese país. La página de Biodiversidad en donde se reunían las adhesiones no podía sostenerse online debido al tráfico que ocasionaban las miles de personas que buscaban firmar. “No queremos convertirnos en una fábrica de pandemias. No a las falsas soluciones” fue el llamado que convocó a más de 300 mil personas en una semana. Tiempos raros los de la nueva normalidad que nunca llega, unos días más tarde en las oficinas de Cancillería frente a al secretario de Relaciones Económicas Internacionales Jorge Neme y el jefe de gabinete Guillermo Chávez a donde fuimos con Eyal Weintraub (de Jóvenes por el Clima) y el abogado santafesino Rafael Colombo encontramos la misma expresión: ese estupor que se siente ante una reacción tan inesperada como intensa. Aunque, claro, para los funcionarios no se trataba de un evento feliz.
Desde que la información se hizo pública a través de un comunicado oficial del mes de junio –Argentina recibiría inversiones para instalar en todo el país mega fábricas con cien millones de animales para garantizar la seguridad alimentaria de China- hasta ese día, desde el organismo público habían hecho sus intentos por apaciguarnos. Corrigieron los números, bajando estrepitosamente la cantidad de animales. De 100 millones a los que entren en 25 mega granjas entre las que se distribuirían 350 mil cerdas-madres y hasta incorporaron promesas como que ese despliegue sería hecho “en un proceso prudente, incorporando tecnología de punta para reducir el impacto ambiental”.
Algo imposible, dijimos en esa reunión.
-Pero estas granjas van a ubicarse en lugares del país donde no hay nada, dijo Neme.
-La nada no existe.
-Bueno, desiertos. Hay desiertos en donde ahora va a haber producción y empleo, insistió nombrando provincias como Chaco, Formosa, Corrientes, Catamarca que a partir de este acuerdo parecieran obligadas a mostrar la existencia de esos territorios, personas, animales, aguas y aire que de recibir miles de animales hacinados nunca volverán a ser los mismos.
–Los gobernadores están todos golpeándonos la puerta para que pongamos una inversión en su provincia, dijeron también.
-Tenemos una directiva de presidencia: atraer inversiones. Y eso es lo que estamos haciendo.
Durante los días posteriores, quien haya seguido de cerca el asunto se encontró con este escenario en loop: plataformas diversas –facebook, youtube, instagram, zoom- copadas por debates y presentaciones entre grietas insalvables: desarrollismo falopa llamando al ambientalismo falopa, militantes del agronegocio disfrazados de periodistas ecuánimes y notas periodísticas censuradas en los medios públicos, políticos de casi todos los partidos hipnotizados por los yuanes, acusaciones de chinofobia y trumpismo a los discursos disidentes no importa de dónde vengan, marchas contra nuevas pandemias opacadas por esta que estamos sufriendo ahora con un nuevo Héroe nacional sobrevolando los cielos: Hugo Sigman el hombre detrás de Insud, del agronegocio, de las drogas para chanchos y las vacunas para, eventualmente, intentar paliar las consecuencias de su propio éxito.
Luego apareció el comunicado de Cancillería anunciando la postergación del acuerdo hasta noviembre, para incorporar un artículo que asegure “el respeto de las leyes de protección ambiental, los recursos naturales y la bioseguridad”. Ese comunicado fue expresión del triunfo de la movilzación contra las megagtranjas. Aunque puede formar parte también de una estrategia de blindar al proyecrto en la más absoluta oscuridad, confundiendo a la opiniión pública para que el convenio avance de espaldas a la sociedad.
Con un final aún abierto y una voz oficial tan difusa como Felipe Solá, El diario de la guerra del cerdo no para de sumar capítulos: bizarros, complejos, y también esperanzadores.
Fábricas de animales
El olor es penetrante, asqueroso, pero también impreciso. Desde lejos, los galpones son paredes cubiertas con techos de aluminio y, a juzgar por el olor, podría pensarse que esconden cualquiera de estas cosas: cadáveres apilados, montones de basura o agua estancada desde hace siglos.
Más cerca se ve que en lo alto de las paredes hay algún que otro ventiluz: lo que sea que haya dentro debe respirar. Aunque el olor ácido y revulsivo se esmera en negarlo rotundamente, lo que hay dentro son cerdos vivos. Cientos de miles de cerdos que chillan como niños apaleados.
Por dentro, la estructura fría es un laberinto de animales separados en un cuidadoso diseño industrial, organizado según técnicas aprendidas de la fabricación en serie de otros productos como autos o zapatillas. Son cientos de miles de cerdos, separados por grupos.
El primero concentra a lo más valioso del lugar: las madres. Cerdas de 300 kilos que están gestando, pariendo o amamantando. Pasan toda su vida -que dura tres o cuatro años- en jaulas individuales exactamente del tamaño de sus cuerpos. Ahí comen, son inseminadas, se relacionan con sus crías, cagan. No se conocen entre sí las cerdas aunque sus ciclos reproductivos están –hormonas sintéticas mediante- sincronizados como un reloj de eficiencia suiza. Eso garantiza que siempre se mantenga un stock estable de crías.
Otros galpones encierran a los lechones: cientos de miles de cerdos con la única misión de engordar en el menor espacio y tiempo posibles. Sus corrales son suelos de cemento recortado para filtrar fluidos y excrementos, separados por barrotes. Cuadrados o rectángulos a donde entran de a muchos, como un andén de subte en hora pico. Los lechones y cerdos son todos iguales. Tienen la misma edad, los mismos kilos, el mismo color y el mismo padre que garantiza su productividad calcada: son genéticamente idénticos. No tienen dientes ni cola ni testículos porque, con una pinza y sin anestesia, les arrancaron todo a pocos días de nacidos. Así los productores contienen el canibalismo que se les dispara por vivir en aburrimiento y estrés.
De los cerdos se espera que se reproduzcan, aguanten esas condiciones y que se alimenten para engordar.
La granja porcina moderna es, como cualquier otra fábrica, una línea de montaje. Una máquina superpoblada de animales tratados como insumos y, para evitar que fallen, tratados también con otros insumos como antibióticos, antivirales y ansiolíticos. Si no los medicaran estarían enfermos, no se reproducirían y no llegarían vivos al matadero.
Pero más allá de la crueldad de este capítulo del agronegocio, criar en mega granjas industriales a un total global de 667.6 millones de cerdos es un peligro.
Porque es caldo de cultivo para nuevas enfermedades: el hacinamiento y la inmunidad debilitada por el estrés y la selección genética de esos animales lleva a que los virus que se alojan naturalmente en sus organismos muten y puedan pasar a los humanos, generando nuevas enfermedades zoonóticas, como Covid-19.
Porque ese sistema productivo está llevando a la extinción antibióticos cruciales para la salud humana, como las penicilinas y tetraciclinas: en los criaderos se aplican en cantidades misteriosas, que los productores se reservan.
Porque representa un consumo desmedido de recursos: para generar un kilo de carne requiere seis mil litros de agua y seis kilos de granos.
Porque para subsistir, la industria necesita de otras industrias, también destructivas: monocultivos tóxicos de soja y maíz, que enferman poblaciones enteras y avanzan sobre bosques, y montes nativos.
Porque la producción masiva de cerdos es altamente contaminante. Cada uno de los 667.6 millones de cerdos genera unos 15 kilos de mierda y varios litros de orina al día: millones de piletas olímpicas de deshechos. Embalses rojizos en las inmediaciones de las granjas; de donde proviene ese olor imposible de esconder (y de respirar).
Los empresarios rurales buscan lugares remotos para instalar las mega-granjas. Lugares que en los mapas satelitales aparecen verdes como selvas o laderas pero también marrones como desiertos y montañas. Lugares que desde las empresas se figuran como nada.
Pero la nada no existe.
Sucedió en el desierto florido de Atacama en Chile; sucede en las selvas con cenotes de Yucatán en México; sucede en las cordilleras de Boyacá en Colombia y en los cerros de Salta en Argentina: las granjas se instalaron y destruyeron el lugar. Pero también se encontraron con personas que salieron a defender su derecho al aire limpio, al agua clara, a la salud y a la vida digna. Una batalla desigual y urgente para poner en debate hasta eliminar esta forma productiva, el desarrollismo en general que empuja esta crisis civilizatoria que nos aísla y ahoga.
Fábrica de pandemias
Julio fue el mes del cerdo.
Desde China, el anuncio de un nuevo virus zoonótico con potencial pandémico sacudió a un mundo que no termina de emerger de los desastres en los que nos hundió la Covid-19. Al mismo tiempo, la Cancillería argentina comunicó la firma de un acuerdo con ese país para instalar en el sur de Sudamérica una cantidad aún imprecisa de mega granjas porcinas que garanticen su seguridad alimentaria, hoy en crisis por esta y otras pestes.
“No queremos transformarnos en una factoría de cerdos para China ni en una fábrica de nuevas pandemias”; “no a las falsas soluciones” fue el pedido que hicieron intelectuales, profesionales de diversas disciplinas y la sociedad en general a través de un escrito que se viralizó en redes sociales.
Dos días más tarde, Brasil confirmó la transmisión de un nuevo virus que enfermó a una mujer de 22 años, trabajadora de un frigorífico de cerdos del Estado de Paraná.
El asunto es una bomba de tiempo: con los países de América Latina quebrados por la pandemia, el agronegocio global se reacomoda en busca de territorios sanos. Las clases políticas, sin olfato para las desgracias que vienen con estos emprendimientos, creen -una vez más- que allí radica una posible solución a la pobreza. “Ingreso de capitales, nuevos circuitos productivos, grandes operaciones fabriles en zonas donde no hay nada”: así se vende, así se compra. Sin mirar ni oler lo que llega con eso.
Luego de los virus, “el olor debe ser una de las cosas más subestimadas por quienes evalúan este tipo de proyectos. Sin embargo es una forma grave de contaminación. Puede generar dolores de cabeza, vómitos, estrés crónico, ansiedad, depresión”, dice Jimena Ricatti, médica argentina que vive en Italia, neurocientífica e investigadora de esa relación poco clara que hay entre lo que percibimos con nuestros sentidos y el efecto en nuestra salud. Ricatti –cuarenta y poco, morocha de piel muy blanca y gestos suaves pero palabras firmes– explica que “la exposición a una sustancia con un intenso mal olor es tan grave que puede incluso ser utilizada con fines militares”.
Por inmaterial que parezca, un olor es una suma de compuestos volátiles que cuando provienen, por tal caso, de una granja de cerdos, se desprenden de materia fecal, alimentos, células de piel de los animales, hongos, polvo y endotoxinas bacterianas. “Estos compuestos toman contacto directo con las neuronas que forman parte del epitelio olfativo y con las terminaciones del nervio trigeminal, dos puertas de acceso al sistema nervioso central”, dice Ricatti desde Verona. “Para que no queden dudas, lo que olemos puede afectar directamente a las neuronas cerebrales”. Afectar y provocar enfermedades neurodegenerativas.
Amoníaco, aldehídos, metano y sulfuros de hidrógeno son algunas de las 300 sustancias volátiles encontradas en estudios sobre granjas porcinas. Un camino (hediondo) que conduce también a enfermedades crónicas. “Un importante porcentaje de los trabajadores de las granjas porcinas sufren irritación o enfermedad pulmonar crónica. También irritación ocular, resequedad de la piel y dolores de cabeza”, explica un artículo de la médica Ángela Prado Mira, del Hospital General de Albacete en España; un país promocionado como ejemplo para quien quiera animarse a ampliar las granjas industriales de cerdos mientras esconde un desastre en salud pública y territorios enteros anegados por los deshechos que generan esas granjas.
Territorios robados
“Hagan el esfuerzo, que no se las pongan”, me dice Mauricio Romero desde su casa de Tibaná, Colombia, cuando le cuento sobre el plan gubernamental argentino que busca abrir nuevas granjas industriales para China. Establecimientos que ya anunciaron serán instalados en provincias “donde no hay nada”. Lugares similares a este que Romero me muestra a través de su teléfono celular, su municipio a dos horas de Bogotá.
Mauricio es un hombre afable y risueño de 40 años. Nació entre montañas verdes, frías y húmedas; fue tres veces concejal; en su tiempo libre saca fotos de pájaros y claros de agua. Un hombre que no quiere abandonar su tierra como hicieron tantos a su alrededor cuando en su ciudad rural la vida se volvió imposible: hoy en Tibaná hay solo 9 mil personas y 25 mil cerdos.
Hace algunos años, desde su trabajo en el gobierno local, Romero emprendió la batalla por quitar las mega granjas para devolverle a la comunidad su vida digna y posibilidades de un futuro mejor. “Tibaná es un lugar muy bonito en donde nos gusta tener una vida tranquila y ser visitados por turistas. Hasta hace no tanto tiempo, por aquí había cerdos pero de 1 o 3 por familia, propio de un lugar rural. No esta barbaridad propia de una locura”.
—¿Qué recuerda de esa época antes de las mega granjas?
—Mira: yo de niño respiré el viento y la frescura de la naturaleza, hoy los niños, fíjate… – me dice y envía por whatsapp la foto que se repite todos los días: unos 20 niños y niñas de entre nueve y diez años, formados en un patio, vestidos con el uniforme rojo de la escuela pública de Tibaná, con el cuerpo curvado hacia abajo, entre náuseas, tapándose la nariz y la boca.
—Esto es todos los días– sigue Romero–. Así estudian. Así hay algunos que quieren que se acostumbren a vivir. Ustedes están a tiempo: no lo permitan.
Jorge Gálvez no conoce a Mauricio Romero, pero a miles de kilómetros de distancia, en la provincia de Salta, norte de Argentina, tiene una experiencia igual. Desde su casa en la cumbre de un cerro hermoso, en el Valle de Lerma, ve a los 33 niños de la escuela República de Venezuela encerrados y a las maestras del jardín de infantes apurando el paso de los más chiquitos para que entren rápido al aula. Ojos ardidos, dolores de cabeza, llanto porque ¿cómo podrían entender que eso que les hace pésimo es apenas una externalidad en un sistema productivo formal? Lo que a ellos les destruye vida y salud es un sistema que en universidades, congresos y programas de economía se presenta como un modelo exitoso.
Hace 26 años, cuando Gálvez empezó a construir su casa, la soñó como espacio de retiro para cuando dejara de ejercer la abogacía. “Pero dos años atrás un grupo de empresarios sin ninguna habilitación ni estudio de impacto ni nada construyó la chanchera con 4.000 cerdos y desde entonces esto es un infierno”, dice Gálvez con impotencia. Tiene 61 años, se dedica a defender derechos, pero nada puede hacer porque la corrupción todo lo gana.
El criadero que me muestra Gálvez por video es igual a todos, con galpones y piletones de deshechos. Aunque esa región en Argentina tiene, como cada territorio, su particularidad. Montañas bajas del color de un atardecer soleado y calmo; el canto de mil pájaros que por momentos tapan su voz; plantas de verdes tímidos que no reciben mucha lluvia. En el Valle de Lerma el agua escasea y en los arroyos se vierten los residuos de las granjas. Por las pendientes bajan aguas contaminadas que luego serán de riego, porque eso hacen los criaderos también usan la mierda como abono y la asperjan con poderosas regadoras. Gálvez quiso saberlo a detalle, por eso encargó estudios y encontró bacterias peligrosas y nutrientes como fósforo nitritos y nitratos que intoxican el agua, y con ella todo aquel que la beba. Peces, pájaros, personas.
“Mirá, acá está mi casa, acá la escuela, y ¿ves ahí? A 2000 metros sobre el cerro, ahí están ellos, los dueños de esta granja. A salvo de olor y de ver todo esto que nosotros vemos”. Gálvez habla con rabia y con un pedido que nadie escucha: “Por favor, están arruinando ecosistemas enteros y poniendo en peligro la vida de estos niños, de todo el pueblo y de todo Lerma, más de veinte mil personas que seguramente están bebiendo agua contaminada”.
Atacama es el desierto más árido del mundo. En el norte de Chile es, además, un espectacular observatorio de estrellas y un lugar con un fenómeno único: una floración que cubre los suelos con suspiros lilas, patas de guanaco, don Diegos de la noche, lirios y orejas de zorro. Un lugar donde hay una provincia que se llama Huasco, dentro un pueblo que se llama Freirina y fue el enclave de la mega factoría de cerdos más grande del mundo. Pueblo de unos seis mil habitantes que compartió su vida por unos cuantos años con dos millones y medio de animales encerrados para producir carne que luego sería vendida a China.
A los lugareños como Andrea Cisterna, una mujer que ahora tiene cuarenta años y se define orgullosamente campesina, la granja porcina le prometió de todo: trabajo, carne barata y prosperidad. Pero en concreto lo que dejó la empresa fueron unos pocos empleos precarios, millones de moscas y roedores, el agua agotada, cientos de camiones aturdiendo sus caminos comunales, las mágicas flores rotas y el espíritu guerrero de personas como Cisterna hecho una llama viva.
“Nosotros nos organizamos en asamblea, en 2012 los sacamos, y eso creo que tienen que hacer todos porque nadie merece vivir como ellos mandan. Estos emprendimientos juegan con las necesidades de la gente, destruyen todo y no dejan nada”, dice Cisterna con tono suave y bajito porque así habla ella, la mujer que detuvo la carretera, se presentó a cada marcha y se mantuvo en organización inclaudicable hasta que lograron lo que nadie esperaba: uno de los triunfos más poderosos e inesperados de la resistencia popular en América Latina: echarlos. Y así el pueblo pasó a ser conocido como Freirina Rebelde, retratado en dos documentales. Protagonista de esa historia, Cisterna resume: “Hay que sacarlos antes de que entren porque luego es incontrolable: a estas empresas solo les importa crecer, y ganar dinero. En nombre de eso no tienen problema en destruir la vida misma”.
Indignación. Así se llama la organización civil que trabaja en defensa de las comunidades y en contra de las factorías de cerdos en Yucatán, en el sur de México. El estado-paraíso es un enclave de pantanos, playas y cenotes, reservas de agua circular que pueden verse como un hoyo profundo o estar dentro de una gruta preservando belleza y flora y fauna en peligro de extinción. En manos de indígenas apicultores mayas, los cenotes son reservas milenarias de agua dulce –las más grandes de todo México–. Ellos apuestan al turismo de baja escala mientras los empresarios porcinos, en pocos años, llegaron a esos lugares paradisíacos con 2 millones 200 mil cerdos.
Las granjas se extienden oscuras, encerrando a los animales en galpones entre pantanos, en lugares habitados por cinco, once, 20 personas de la misma familia a quienes nadie les consultó. Se enteran del nuevo negocio cuando se acaba su paz. Cuando las abejas se mueren, aparecen las moscas, los árboles ya no dan frutos o se secan. Cuando el agua se tiñe del color rojizo de la sangre con caca que mana de las fábricas. Cuando los invade un olor que se estrella en los ojos, en la garganta y en el estómago hasta la náusea, les da diarrea y dolor de cabeza. Un olor abrasivo como el ácido y el dolor del que está hecho.
En Yucatán hay triunfos y derrotas. José May lideró en Homún la resistencia que en sólo dos meses logró expulsar a una granja con 50 mil cerdos. “Lo hicimos como somos nosotros, con valentía y sin miedo porque para miedo, vivir como ellos quieren”, dice José desde su comunidad, con la señal telefónica entrecortada y atropellando las palabras para alcanzar a nombrarlas.
“Aquí hemos recopilado una cantidad de información de lo que estas granjas están causando a la naturaleza”, dice Jorge Fernández, abogado de Indignación, representante de las comunidades en lucha, un hombre convencido. “Esto es terrible, un negocio completamente inviable no importa cómo lo quieran presentar. Ahí donde no se sabe qué impactos genera es porque nadie ha ido a preguntar. Pero yo le puedo asegurar que las granjas factoría de cerdo provocan lo mismo en todo el mundo”, dice y me pone en contacto con Matilde Xip. También maya, también apicultora, valiente y decidida. “Primero nos instalaron dos granjas de 40 mil animales, luego duplicaron su capacidad: ahora hay una granja de 360 mil animales”, relata mirando a cámara, sin titubear y acompañando todo el relato con pruebas. Con paisajes dañados, árboles muertos, desagües negros. Matilde Xip también muestra su tierra antes: la vida cuando estaba viva.
Última contienda
¿Existe el modo de hacer esto bien? ¿De continuar extendiendo granjas industriales al ritmo que exigen el hiperconsumo de carnes y los problemas que surgen en los países epicentro de estos negocios, como China? La pregunta se vuelve casi filosófica: ¿Hay forma de hacer bien algo que parte de un paradigma que está mal y niega cosas obvias como que los animales están vivos y sienten? ¿Es posible cuando los antibióticos están perdiendo su utilidad, los virus nos están matando y llevando a una quiebra catastrófica; la contaminación que provocan es carísima, las tierras de sacrificio siempre están llenas de vida, los pocos trabajos que se ofrecen son marginales, precarios y peligrosos?
Para extender la dieta que hoy propone el sistema industrial a todos los habitantes del mundo harían falta 14 planetas: solo así habría por ejemplo granos y agua suficientes. Sin embargo, el productivismo no cuestiona ni siquiera eso, lo más obvio.
Andrea Cisterna, Mauricio Romero, Jorge Gálvez, José May y Matilde Xip no son científicos ni economistas ni políticos. No diseñan los modelos de negocio en programas de laboratorio ni proyectos de campos experimentales. Pero, lejos de la fantasía sobre la cual agoniza el sistema económico actual, son quienes padecen las consecuencias de una industria cruel con los animales, los seres humanos y los territorios. Son campesinos, pequeños agricultores, apicultores, desarrollan el turismo a pequeña escala y son habitantes de los lugares donde se han instalado las mega granjas. A ellos hay que escuchar para exigir entre todos lo posible: consulta popular, consenso social y la respuesta a preguntas cada día más urgentes: ¿Cómo queremos vivir? ¿Sacrificando qué? ¿Con qué propósito?
Este texto es parte de una serie de notas financiadas por Bocado-investigaciones comestibles: una red latinoamericana de periodistas con perspectiva científica y de derechos humanos, dedicada a temáticas vinculadas a la alimentación, los sistemas alimentarios y los territorios.
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