Mu169
Pasos perdidos
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Conocida por el aeropuerto internacional, Ezeiza queda en las proximidades del monstruoso nido de aviones y mucha gente lo único que conoce es el aeropuerto.
Un aeropuerto que cada tanto se convierte en la referencia de salidas y regresos del caldero criollo, a veces como metáfora.
A veces, no.
Una bestia impersonal, un micromundo entre los mundos.
Ezeiza también está asociada a sus bosques (una sencilla y bonita zona arbolada) y a una de las tantas tragedias políticas de esta tierra.
Partida en dos por las vías del ferrocarril Roca y la ruta 205 que corre a su lado, la devastación social interminable la vuelve fragmentada, estallada, rota.
Ni más bella ni menos bella que otras ciudades de nuestro lager conurbánico. Ni con más personalidad ni con menos.
Se la ama, se la odia o se es indiferente a ella.
Tan africana como mi Lomas; tan dolida como el África cuando se la nombra descarnadamente.
También allí vive el arte. Como puede, como siempre.
Un miércoles oscuro y caluroso fui a buscar a un amigo artista a un lugar cultural a siete cuadras de la estación del ferrocarril.
Lugar cultural es una oscura ironía de un repliegue que no cesa.
Barrio de pavimento irregular, intensa arboleda, el rico en su riqueza, el pobre en su pobreza y no hay (o no vi) que el señor cura vaya a sus misas.
No hay fiesta en Ezeiza.
El teatrito (así se llama) es una casa ambientada con pocos recursos económicos y originalidad supletoria de lo poco.
Creatividad sudamericana.
Un breve parque de entrada que conduce a un gran ambiente que alguna vez fue un comedor. El ambiente despojado, con un perchero lleno de gorros y tules para que cada quién lo usara cuando quisiera.
Y lo hicieron.
Luces escasas bien pensadas. Un viejo proyector manual de diapositivas mostrando en una pared cuidadosamente descascarada una imagen familiar de los 60 en un parque.
El fondo medianamente parquizado, amplio, coronado por un escenario modesto, abrigado por telones y chapas y una barra donde se vendía pizza, cerveza y algunas cosas dulces.
Desparramadas por aquí y allá mesas desiguales, sillas desiguales, gente desigual, sentados al acaso, desgranados, desarrollando el perdido arte de la conversación.
Vestimentas originales y estridentes y otras con la sencillez de lo cotidiano.
Todos y todas jóvenes. Muy jóvenes. Impiadosamente jóvenes.
A un volumen razonable sonaba Stan Getz.
Stan Getz en un teatrito en el corazón del África sur.
Tenemos vida en el conurbano. Y de la buena.
Pedí una cerveza y una porción de pizza que resultó breve y transparente.
Todo no se puede.
El dueño del espacio -flaco, muy largo y todo amabilidad- fue el que me sirvió la cerveza y nos saludamos con un fuerte apretón de manos.
Allí me di cuenta que había recuperado los abrazos pero no el apretón de manos.
Que la pandemia también me había robado eso.
Se lo dije, nos reímos y repetimos la ceremonia y brindamos por los apretones de manos perdidos.
Supongo que me emocioné pero nunca es seguro.
Miré a los chicos y las chicas como una pintura sobre un lienzo movedizo y ondulante.
Eran pinceles danzarines y alguito de fantasmagoría multicolor.
Alguito.
Yo era un T- Rex en la ciudad de los niños.
Un T-Rex sin dentadura, un predador inocuo mientras los demás conversaban sin estridencias en un teatrito de Ezeiza y la noche se llenaba de Stan Getz y los gorros circulaban y algún avión rompía el cielo.
En un costado, una pequeña exposición de dibujos sobre papel y pintura sobre vidrio. Un montaje modesto y una joven artista que cuando empecé a espiar su obra se vino a conversar conmigo.
Nunca me quiso vender nada.
Solo contarme.
Escuché y conversamos. Sus dibujos (naif, inocentes, de una técnica que tiene todo para crecer) los producía mientras esperaba el colectivo todos los días.
Había muchos dibujos, inversamente proporcional a la cantidad de colectivos. Las sinuosas relaciones entre el transporte urbano de pasajeros y el arte.
Me contó sus sueños de artista, sueños que no pasaban por entrar en el célebre y vecino aeropuerto. Sus 22 años danzaban con ese afán de vida que algunos se empeñan en ignorar.
Porque los hay. Los sueños y los empeñados en ignorarlos.
Cada tanto, alguien subía al escenario y leía, con pericias sumidas en el oleaje, poesía.
El saxo de Stan Getz se volvía un susurro y dejaba que el estremecimiento completara su trabajo.
Iba encaramado a mi tercera cerveza cuando se acercó a mi lado Éster, con acento en la E tal como me explicó.
Italiana del norte (Brescia), compositora, cantante, actriz. No pasaba la barrera de los treinta.
Jean, camisa blanca anudada a su cintura, un delicioso acento coronando su argentino impecable y una simpatía que enamoraba.
Por supuesto que me hechizó.
Completamente.
Pero los Tironarosaurios Rex sabemos cuál es nuestro lugar en este mundo.
Ninguno.
Había venido a estas tierras enamorada de un argentino.
Las cosas que la gente hace por eso que llamamos amor…
¿Será amor?
La historia con el argentino había terminado, pero el amor por esta tierra intensa se sostuvo.
Ella usó la palabra “intensa” y deshojamos los múltiples significados en este país de tiza y pizarrón.
El arte de la conversación creció entre los mundos que estaban allí.
El T-Rex y la bella ragazza.
Mi amigo terminó su performance artística que desarrollaba en otro espacio (pequeño) de la casa y ante una seña que compartimos nos fuimos en silencio, en puntas de pie.
¿Por qué?
A veces hay que irse así.
Conservar algo de la magia antes que la mundanidad irrumpa y rompa todo.
Antes que la previsibilidad burguesa levante su mano derecha.
Ya hay demasiado de eso.
¿No?
Mu169
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