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La combustión del aceite
Cooperativa Aceitera La Matanza fue la fábrica recuperada de tres hectáreas y media que los trabajadores lograron rescatar durante el primer año del macrismo. Soportaron la violencia del desempleo, y el costo de poner en marcha el sueño cooperativo. Hoy cosechan sus frutos: mayor producción, más fuentes de trabajo y retiros que están por sobre el convenio de los aceiteros. Por Lucas Pedulla.
“Te la vuelo”.
Hay variables económicas que, en una tierra en crisis, algunas voces miden en riesgo país, los récords del blue, la segmentación tarifaria, los lock outs patronales o el déficit fiscal, pero que Maximiliano Correa, que no es economista sino operario aceitero, sintetizó en un concepto que nadie estudiará jamás en ningún posgrado de Oxford, Harvard o sus derivados.
-Tiro algo en los tanques de solvente y acá vuela todo, no queda nada.
El axioma se lo dijo a su expatrón, cara a cara.
Valga una breve traducción:
- Tanques de solvente: dícese del proceso que implica la extracción de aceite del grano de girasol mediante el tratamiento con disolventes, como el hexano, un material calificado como “altamente inflamable”. Es el método más usado debido al alto porcentaje de aceite recuperado de los materiales que son prensados.
- “Acá vuela todo”: dicho de una persona con dos hijos y una hija que, junto a otras 99, era obligada a trabajar en condiciones humillantes, con salarios atrasados, por fuera del convenio colectivo, y con amenazas de despidos, reacción química que acelera la combustión.
- No queda nada: expresión que refiere a las tres hectáreas y media que ocupaba Agroindustrias Madero, con silos de cemento de dimensiones surrealistas, en el límite de las localidades de La Tablada y Villa Madero, en la también surrealista La Matanza.
Correa, que no es economista, cumplió.
La chispa fue la bronca y la posibilidad.
Sus compañeros, la combustión.
Voló todo: el modelo de precarización y vaciamiento de la fábrica estalló por los aires.
No quedó nada: esa estructura humillante de Agroindustrias Madero hoy es la Cooperativa de Trabajo Aceitera La Matanza, que este julio festeja seis años de trabajo sin patrón.
Y en estas tres hectáreas y media estuvo sentado Alberto Fernández en lo que fue la primera vez que un presidente de esta tierra en crisis pisó una fábrica recuperada.
Del fósforo al Presidente, en un movimiento: todos los fuegos el fuego.
La chispa
El fogonazo prendió en 2016.
Ese año, el primero del macrismo en Argentina, el empresario Carlos de Pina convocó a todos sus empleados para informarles que Agroindustrias Madero no era “solventable”, y que de 100 trabajadores iba a dejar a 70 en la calle. De Pina era dueño en triple escala: Molinos Navarro era la propietaria del predio, que le alquilaba a Agroindustrias Madero, dueña de todas las maquinarias, y esta le alquilaba, a su vez, a Biomadero, productora de biodiesel.
“Siempre fue un explotador: hubo compañeros que se pasaron trabajando acá adentro 36 horas de corrido”, recuerda Correa. El adentro de esta fábrica implica laberintos ascendentes entre tolvas, escaleras, prensas, tableros, más escaleras, y un ruido incesante de motores que nunca parecen detenerse. “Su idea no era irse de acá, sino echar a los quilomberos y empezar de nuevo: era el boom del biodiesel y toda la producción que hacíamos era para exportación. Por lo económico, esto era súper viable”.
En 2013 los trabajadores habían logrado meter al sindicato dentro de la fábrica. El primer reflejo patronal fue casi un cliché: echó a 20 obreros. “Estuvimos parados y logramos reintegrar a los compañeros. Ahí nos pudimos armar más fuerte: de un delegado pasamos a ser cuatro. Pudimos pelear por más cosas. Lo primero fue el salario. Estábamos fuera del convenio. Y después los pagos: pagaba cuando quería, siempre atrasado. Yo entré en 2009 y siempre fue así, muy desprolijo. En los últimos tiempos hasta le parábamos la planta si no pagaba al cuarto día hábil”.
Correa era uno de los cuatro delegados de la empresa. ¿Qué hizo el sindicato ante la comunicación de echar a 70 personas? “Acompañó la decisión del patrón porque dijo que era el mal menor. Su teoría: ‘Antes de quedar todos en la calle, no se metan, no hagan quilombo y que los despedidos cobren la indemnización’. Pero yo dije que no. Y ahí comenzó todo: nos agarró la euforia. Era a todo o nada”.
Este tipo de frases, en estos conflictos, también tiene su correlación práctica: ¿qué significaba a todo o nada en una aceitera de La Matanza? “Echamos al sindicato y casi le prendimos fuego el auto a la contadora de la empresa. Al otro día me llevaron a la comisaría con otro compañero porque nos denunciaron por amenazas y usurpación”.
Un día en el juzgado un trabajador de otra aceitera le preguntó si conocía a Eduardo Vasco Murúa, referente del Movimiento Nacional de Empresas Recuperadas (MNER), actualmente en la Dirección de Políticas de Inclusión Socioeconómica en el Ministerio de Desarrollo Social. Fueron a verlo, le comentaron su situación, y Murúa soltó una nueva chispa:
“Se puede”.
Correa: “Sin el movimiento no hay camino, es todo oscuro. Acá hubo mucho respaldo, que te da una inyección anímica muy grande. Uno piensa: ‘¿Una recuperada? Si ahora no nos podemos poner de acuerdo en cómo seguir, nos vamos a matar entre todos’. Pero lo hicimos, al menos en mi caso, por la rabia a todo lo que habíamos pasado. ¿Qué perdemos si nos va mal, si ya nos dejaron en la calle?”.
Los trabajadores hacían guardia en la fábrica, y comenzaron el camino cooperativo. “El sindicato nos decía que era imposible, que nos íbamos a esclavizar, que íbamos a tercerizar el laburo”, recuerda Correa, y deja el pie al remate de la historia: “Ahora, en lo que nos llevamos todos los meses, estamos en iguales y hasta mayores números que los del sindicato”. Cabe subrayar con mil crayones que el aceitero es uno de los gremios que mejor paritaria viene logrando hace años: la última revisión salarial llevó el básico inicial a $184.000 a partir del 1º de julio. Correa: “Nos metimos en la cabeza hacer todo lo posible, cuando arrancamos, para tener el retiro que nos merecemos. Y lo estamos logrando”. La diferencia es que ya no se trata del sueldo que paga una empresa, sino del fruto del trabajo cooperativo que se reparte entre quienes trabajan.
De la amenaza de 70 despidos a una cooperativa con retiros por sobre el convenio.
Correa confiesa: “Yo era uno de los 30 que no iban a echar”.
Inercia y odio
A Correa le dicen “Fino”, tiene 33 años, es secretario de la Cooperativa y parte de una nueva generación de procesos de recuperación de empresas. La historia del sector indica que fueron obreros y obreras, con una edad que el mercado laboral vomita, las personas que inventaron un camino distinto, cooperativo y autogestivo. ¿Qué empujó a Correa, con 27 años entonces y con mayores posibilidades de armar un currículum, cuando era uno de los que no iban a ser despedidos?
Piensa en tres aspectos:
“Por un lado, es la inercia y el odio: yo entré en 2009, y pensaba que si había tirado seis años de mi vida, podía un poquito más. Pero siempre era un poquito más, y otro poquito, y cuando te diste cuenta habían pasado dos años”.
“También me afectó que este fue mi primer laburo: no quería perderlo. Lo que me dio mucha fuerza fue que iba recorriendo otras recuperadas, y veía la historia de esos compañeros: no habíamos vivido nada de eso, a ellos los cagaron a palos, los metieron en cana. Estaba seguro de que se iba a poder”.
¿Y qué hay más acá del odio y de la inercia? “Mis viejos habían sido delegados y fueron echados los dos. Quedaron frustrados. Y esta era como mi revancha con ellos: poder devolverles lo que ellos no pudieron”. Se emociona: “Fue una parte emotiva porque ellos me dejaron como una ‘doctrina’, de lucha, de pelea, de no abandonar. Yo tengo dos hijos de 12 y 11, y una hija de 8: ¿qué les digo cuando llego a casa?, ¿que no luché? ¿Qué enseñanza les voy a dar si abandono? Mi vieja no quería saber nada: cuando me metí de delegado me dijo ‘pensá en tus hijos, te van a echar’, y cuando pasa todo esto me dice: ‘¿Viste, te dije?’. Ahora te voy a demostrar que puedo, pensé. Son muchas cosas: el odio, otras recuperadas, tus hijos, tu familia. Son distintas cosas que te llevan a decir ‘mandale, mandale y mandale y no aflojés’”.
Y no aflojaron.
Lo más grande que hay
El camino no fue fácil. El deseo cooperativo comenzó en 2016 pero los primeros ingresos fueron en 2018. Nahuel Llanes tiene 40 años, hace 15 que trabaja en el sector de molienda, y cuenta esos dos años “tremendos” enfrente de un tablero que muestra con colores y dibujos un mapa: indica sensores, variables, revoluciones de las norias, zarandas, cocinas, el sector donde se inicia el proceso que prepara el grano de girasol para sacar el mayor porcentaje de aceite. “¿Sabés lo que es estar dos años parados?”, pregunta. “Si una semana a un trabajador le cuesta la vida, imaginate dos años, sin llevar siquiera noticias a tu casa. Veníamos ocho horas acá por nada, ni para cargar la SUBE, y esperando alguna noticia de la jueza”.
¿Por qué seguir? “Soy una persona de mucha fe, y esa fe te da un regocijo. Otra cosa fue venir y ver que hay un grupo de personas que la está pasando tan mal como vos. Si aflojás, los perjudicás también a ellos. También está el pensar que puede haber un futuro si nosotros luchamos. Y lo principal es la familia: sin la familia, uno decae”.
Hicieron changas para llevar algo a sus casas (construcción, remisería, fletes, basura), y entre la desesperación y la fe, cuando estaban por firmar su primer convenio de producción autogestiva, la jueza les falló en contra. Correa: “Se me desmoronó todo. Sabíamos que si poníamos a girar la rueda, no parábamos más. El dueño también sabía, y por eso arregló con la jueza”. Movilizaron al juzgado y lograron conseguir la continuidad, pero el empresario con el que iban a firmar quedó desconfiado: decía que las máquinas no funcionaban y quería verlas en marcha. “¿Cómo hacemos si no tenemos un peso?”, pensaba Correa.
Y el milagro llegó: de tanto llamar a proveedores, consiguieron uno que tenía cuatro camiones de semillas. “Era un muchacho que también había quedado con bronca porque el dueño le quedó debiendo mucha plata. Le dijimos que traiga los camiones cuanto antes. Acá necesitás diez camiones por día, pero ya con esos cuatro podíamos armar todo para poner en marcha las máquinas y que venga esta gente empresaria”. Así fue y así la rueda empezó a girar.
Llanes se emociona al recordar qué implicó: “Acá me subestimaron, me maltrataron laboral y psicológicamente. Cuando era nuevo me mandaban a barrer debajo de la lluvia, o me verdugueaban de mil maneras. La cooperativa es otro mundo: antes éramos más egoístas con nosotros mismos, pero hoy nos hermanamos entre todos, y si hay un problema es del colectivo”.
Ramón Ávalos –35 años, 14 en la fábrica, sector prensa, tres hijos– coincide: “Para poder salir necesitamos un objetivo común, siempre a la par, porque si no tiramos todos de la misma rienda esto se va al carajo”.
Eduardo Escobar –40 años, 17 en la empresa, operario, dos hijos– también es maestro de tableros y no duda: “Trabajar sin patrón es lo más grande que hay”.
El alma en el cuerpo
En la entrada de la fábrica hay un bar con productos cooperativos que funciona, también, como bachillerato de adultos. Lo gestiona un grupo de vecinos que lleva adelante un espacio llamado Galpón Cultural. Correa explica: “Nos dieron una mano grande en visibilizar el conflicto en el barrio: la fábrica estaba mal vista por los olores y esto fue un cambio radical. El olor a ácido se sentía desde la rotonda de La Tablada. Nosotros invertimos y ahora estamos saliendo de la categoría de ‘agente contaminante’. En ese proceso, lo cultural fue clave”.
Afuera del bar se escuchan motores: de aquellos cuatro vehículos iniciales a este julio de cumpleaños en el que no paran de entrar y salir camiones (cada uno con 30 toneladas de granos de girasol), Correa refleja ese flujo en números de producción por día:
400 toneladas de molienda en pellet de girasol (alimento para animales).
100 toneladas de aceite refinado.
De esas 100, 75 son a granel y 25 de envasado, que comercializan con las marcas El Cortijo (aceite de girasol) y Lago Espejo (aceite de mezcla).
Los números reflejan también decisiones cooperativas: al retomar la producción había solo dos turnos de molienda. Correa: “Trabajábamos 15 días de corrido, 12 horas cada jornada, y sin franco, porque la fábrica necesitaba continuidad: no podíamos frenar porque el costo era inmenso. Empezamos a llamar a otros compañeros”. Cuando comenzaron a mover la rueda, no llegaban a 50 trabajadores: hoy son 100. Sumaron un turno más y recuperaron el sector de envasado, que había sido cerrado por el patrón: “Ahí trabajan hoy 11 compañeros”.
Todo esto es lo que le contaron al presidente Alberto Fernández el 5 de mayo de este año, cuando visitó la fábrica en el marco del Encuentro Federal de Empresas Recuperadas. Ese día recibieron, además, a 2.000 personas de cooperativas de distintas provincias, impulsaron la nueva presentación del proyecto de Ley de Recuperación de Unidades Productivas y lanzaron el ReNacER (Registro Nacional de Empresas Recuperadas), herramienta para conocer el detalle de un sector que reúne a más de 400 experiencias, con más de 18 mil trabajadorxs.
Correa: “Para las cooperativas fue un orgullo la visita, demostrando la viabilidad de las empresas recuperadas. No sé si es por el trabajo de la Dirección, pero creo que el movimiento está más instalado en la calle. Y da alegría ser parte de esa construcción: somos una parte grande de la economía”.
Fernández dijo en la aceitera: “Hay que darle las herramientas a la economía popular para que siga creciendo”, pero estos meses estuvieron atravesados por las discusiones de planes sociales vs. trabajo. Piensa Correa: “Estamos constituidos como cooperativa de trabajo, pero somos una empresa recuperada. Desde ese rol generamos mucho más que el propio Estado porque recuperamos y generamos trabajo genuino, inserto en la cadena alimenticia: durante la pandemia fuimos una de las actividades esenciales. Nunca se había apostado a invertir en este sector, a comprar maquinaria, recién ahora se está viendo. Es posible generar, con la misma plata de los planes, puestos de trabajo: si demostramos que siendo 100 coatíes pudimos poner en funcionamiento una planta con estas dimensiones, ¿cómo ellos que son ingenieros o economistas no pueden recuperar algo como Vincentín, por ejemplo?”.
¿Horizontes del movimiento? Además del proyecto de ley –cuya esencia es facilitar los procesos de recuperación de las fábricas–, Correa plantea la jubilación: “Yo soy joven, pero tenemos muchos compañeros de 70 años. La cooperativa acompaña con un retiro, porque se jubilan con la mínima: de un ingreso aceitero pasan a cobrar la mínima, que es de $37.000, es como volver a quedarse sin laburo. Hay pedidos de reuniones, pero hay que actuar: tenemos que volver a tomar despachos”.
Otra vez, un concepto: su traducción en un derecho recuperado se está escribiendo.
Una pista se entiende en el sector de refinado. Allí está Cristian Gaitán, 32 años: había entrado en 2008, se fue a una empresa constructora y regresó en 2020. “Nunca me adapté, y cuando mis compañeros me dieron el ok para volver, me volvió el alma al cuerpo”, dice, pañuelo en la cabeza, delantal blanco, con una sonrisa de tres hectáreas y media: “Acá trabajaron mi hermano y mi papá que falleció en mayo: es mi segunda casa. La cooperativa representa que esto es nuestro: ¿qué mejor que hacer algo tuyo, propio, con todo el cariño del mundo?”.
Y rescata una palabra, hoy tan perdida en esta tierra en crisis, pero que entre los silos de cemento quizá revele un secreto de esta historia que no hace falta traducir:
“Estar acá es un orgullo”.
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