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Daniel Link. Sabe leer y escribir y de eso vive. Sus temas son la literatura del siglo 20, el barrio, Cromañón, los talleres literarios o la Marcha del Orgullo Gay, por citar algunos ejemplos que fluyen en sus clases y en esta charla con idéntica pasión.

Hacer linkDicen que hay gente para todo, pero la que está acá, en esta habitación cuadrada y sin aire, parece soportar con entusiasmo las cuatro horas y pico de encierro. Afuera es primavera ardiente y adentro es Puán, la psicodélica sede de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; y es el quinto piso por escalera, porque los ascensores descansan y los estudios superiores de esta casa están, literalmente, en la cima.
La decena de estudiantes del doctorado está compuesta por tres latinoamericanos y siete criollos. Dos son brasileños y sus malentendidos con la lengua local son apenas un escollo más de la lista que deberá sortear el profesor a cargo de este seminario sobre “un argentino de París”, como señalará después, al desentrañar las pistas de ese misterio llamado Copi.
Apenas comienza la ceremonia de la clase, una estudiante pregunta si le puede recomendar para su tesis algún estudio sobre la vanguardia. El profesor dirá:
–Es difícil trabajar con el concepto de vanguardia, salvo que seas un erudito alemán. Por estos días escuchamos decir a un aspirante a funcionario municipal que no quería espacios exclusivos para expresiones de vanguardia y, la verdad, si eso que llama vanguardia es algo que crece como un hongo venenoso en las paredes del Estado, por mí que desaparezca. Es diferente si lo que te interrogás es cómo se produjo un proceso de cambio. En ese sentido, por ejemplo, el surrealismo es “la” vanguardia, porque es la única corriente que consigue cambiar la forma de leer, cambiar la máquina.
Otra alumna lo interrogará acerca de dónde encontrar estudios sobre la contracultura. El profesor dirá:
–No sé. Quiero creer que alguien se preocupó por ese tema, pero en principio pienso que no hay posibilidad de oponer la cultura a nada. La cultura es como una mancha de aceite que no encuentra límites en ningún lado. La noción de contracultura, en todo caso, se me ocurre que hay que pensarla en función de la noción de dictadura, en el sentido de resistencia.
No han pasado cinco minutos de clase y ya queda claro cómo se abanica el sopor intelectual en esta habitación cuadrada y sin aire.
Cuatro días después, masticando un abadejo a la parrilla y con ajo, el profesor me dirá que está trabajando en un ensayo sobre Copi, que le ha tomado más tiempo del que pensaba porque “parece un payaso y lo es, en gran parte, pero un payaso con profundidad filosófica. Él puede tener una teoría política casi a lo Tony Negri, pensando en nuevos sujetos como la multitud, pero como eso nunca está desligado de la risa, es muy difícil separar la parte de payaso de la del filósofo del presente. Y eso es lo que me gusta”.
Son precisamente estos links en su discurso, que llevan de la política a la literatura, de la realidad a la ficción, de los gustos personales a las clases magistrales los que convierten a este profesor en un nombre propio. “Si mi familia hubiese patentado el apellido hoy estaría en un yate en el Mediterráneo y no dando clases en Filosofía y Letras”, bromea Link, Daniel.
 
Link, Daniel, es un argentino de Córdoba, nacido en “una familia intensa” que mezcló alemanes y calabreses. El resultado es este morocho alto, de ojos transparentes, hidalgo e histriónico. Dirá que se siente cómodo con la palabra “excéntrico”, pero en realidad es un clásico caballero que apenas comenzamos la entrevista me cuenta la siguiente anécdota: “Un día fui al baño y encontré en la puerta un graffiti con el título: ‘Éstos son los profesores putos’. Mi nombre estaba en tercer lugar. Cuando regresé a la clase les dije a mis alumnos que me sentía indignado, ofendido, humillado, porque no me habían puesto en el primer puesto”. Queda claro, entonces, el estilo Link: de lo ario, heredó lo directo. También allí hay que buscar la explicación de su formación en escuelas alemanas que lo tuvieron como alumno modelo. Era el poeta del colegio. Su inclinación por las letras no alcanzó, sin embargo, para escapar del mandato familiar y apenas terminó la secundaria se sumergió en el mundo de los números: del empleo en un estudio contable iba directo a las clases en Ciencias Económicas y su recreo era un taller literario donde halagaban las poesías que años después –cuando ya no era ése, sino éste Link– publicó bajo el título La clausura de febrero y otros poemas malos. Dirá que los editó por varios motivos, pero fundamentalmente como un acto de intervención. “Siempre pienso que en Argentina hay una facilidad enorme para publicar, sobre todo porque hay una capacidad de gestión enorme: como vivimos de crisis en crisis, estamos acostumbrados a gestionar todo desde la nada. Los poetas son buen ejemplo de esto. Y en su gran mayoría esa producción es mala. Desde ese punto de vista, el gesto de intervención era mi forma de decir: si ustedes están publicando esto pensando que es bueno, yo puedo publicar esto que sé que es malo y que no es peor que lo que ustedes publican”.
Dirá, además, que huyó de Económicas el día que leyó el mensaje oculto en la corbata de un profesor; leyó su futuro, los mundos donde estaría inmerso, sus intensidades. Así nació su carrera en Letras, primero como estudiante del profesorado, luego como profesor, siguió como crítico en revistas especializadas y luego como director del Suplemento Radar Libros, del diario Página 12, desde donde huyó cuando el oficialismo se hizo letra. Ahora, tras obtener una beca Guggenheim, un cargo de profesor con dedicación exclusiva y una indemnización laboral que denomina “beca Página”, está –quizá– dónde le costó todo este tiempo llegar: leyendo y escribiendo, estudiando y enseñando, disfrutando.
Dirá, también, cuando se le pregunta para qué sirven los talleres literarios a la luz de su experiencia con los poemas malos: “A mí me sirvió para encontrarme con gente que tenía mis mismos intereses, incluso conocí ahí a la que luego sería la madre de mis hijos. Pero no creo que un taller pueda hacerte mejor escritor.
¿Pero lo puede hacer peor? En el sentido de convertirse en un espacio de disciplinamiento, castrador.
Castrador yo no diría, pero sí que impone el modelo literario del tallerista. Con el paso del tiempo, lo que uno ve es que los talleres se fueron convirtiendo en proveedores de finalistas para concursos literarios. Entonces, se escuchan cosas como “fulano metió dos finalistas” y se ve luego cómo eso influye en los honorarios del tallerista. Con lo cual queda todo desvirtuado. Lo que pasa es que un taller no puede evaluar el proyecto de una poética. Para explicarlo en términos futbolísticos, podés evaluar si jugó bien o mal tal partido, pero no decirle que tiene que jugar de otra manera, porque en la literatura cada cual puede jugar como quiera, porque esencialmente es eso: un juego. Con las críticas hay que ser cauto al decirlas y al escucharlas. Yo este año estrené mi primera obra de teatro y las críticas me hicieron mierda. Lejos de deprimirme, me confirmó lo que quiero hacer, porque entre otras cosas creo que nadie puede arrogarse el poder de dictaminar cómo se hace teatro.
¿Pero se puede arrogar el poder de dictaminar cómo se lee, tal cual titula uno de sus libros de ensayo?
Yo no pretendo en ese libro decir cómo leer, sino reflexionar sobre procesos de lectura, que es algo muy distinto. Nosotros, en tanto lectores modernos, ponemos en la lectura una serie de sentidos que vienen del texto y otra serie de sentidos que vienen de la propia vida.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, vivimos un época extremadamente peligrosa políticamente, tanto a nivel planetario como local, con una ideología concentracionaria que se ha vuelto el pan de cada día. En Argentina, por caso, es un hecho que luego de la última crisis ha quedado gente seriamente dañada. Entonces, leo hoy en el diario La Nación una nota sobre el desinterés por la política y, ¿cómo la leo? No como un artículo sobre el desinterés por la política en términos abstractos, sino por la corporación política en concreto.
¿Ese desinterés alcanza a los escritores?
Creo que si los escritores no son capaces de pensar en relación a eso, es porque no son capaces de pensar en nada. No hablo necesariamente de que es el momento de hacer una literatura testimonial o de denuncia, sino que hay diferentes modos de intervención que hacen a un escritor. En el momento en que un escritor se sienta a escribir su cuentito, su novelita, se deja llevar y no tiene por qué responder a ningún mandato. Ahora, hay momentos en que un escritor tiene que pararse frente al mundo a decir cómo lo ve. Puestos en un contexto como éste, de barbarie política generada por el terror, que esencialmente sigue siendo terrorismo de Estado –porque terrorismo y Estado van de la mano siempre– lo que vemos es que los propios intelectuales son víctimas de ese terror.
En este momento ¿se puede pensar a los intelectuales argentinos por fuera del Estado?
Afortunadamente desde hace muchos años no tengo nada ver con la política municipal, pero observo que mucha gente sí tiene que ver, y por lo tanto, no puede hablar mal de aquel que lo mantiene. Fijate Cromañón. A mí Cromañón me indignó mucho, por lo que pasó y por lo que sigue pasando, pienso que debería haber generado una reacción un poco más enérgica por parte de mis pares. Y no la vi.
Sí la contraria…
Exactamente. Y ser testigos contemporáneos de casi 200 muertos es una tragedia demasiado grande, escandalosa, como para no reaccionar.
¿Existe una literatura terrorista?
No creo, es muy raro que la literatura genere terror.
Lo digo en el sentido de si existe una literatura que atente contra el desarrollo de una sensibilidad cultural.
Prefiero dar vuelta tu planteo y pensar que lo que necesitamos es una literatura revolucionaria, no en el sentido de que sirva para hacer la revolución, sino para sostener el deseo revolucionario. Me parece que la literatura no es un escalón para alcanzar la revolución, pero sí que construye el deseo de transformación, de acabar con un estado de las cosas que consideramos definitivamente injusto. Porque sin ese deseo, y tal como está el mundo, no tiene sentido nada de lo que uno hace. Ahora bien: no le pidamos a la literatura todo. Porque así como me parece autoritario pretender que a todos los chicos les guste el deporte, también me parece autoritario pretender que a todos les guste la literatura. Si a vos te parece que es un plomo, está todo bien. No es que estés equivocado: para vos es así. Dicho esto, también debo decirte que hay contenidos de literatura que tenés que saber igual, como tenés que saber contenidos de matemática, porque esto hace a la construcción de ciudadanía, que es otra cosa.
Sus alumnos, que ya decidieron que la literatura no es un plomo, ¿qué desean?
No sé. Supongo que encuentran en la carrera modos de socialización: gente como ellos, que gusta de las mismas cosas, además de una posibilidad de inserción laboral permanente, porque no olvidemos que la gente que estudia Letras sabe que tiene trabajo garantizado, trabajo de mierda si querés, pero trabajo al fin.
¿Y acepta ese destino en forma obediente?
No lo sé. Sé que, por mi parte, uno debe ser paciente. Hemos sufrido una dictadura de muchos años, con una inercia que no podemos pretender haber superado, al menos en términos de imaginario. Son procesos lentos, que requieren paciencia. En tiempos en los que los políticos profesionales son verdaderamente siniestros, las agrupaciones de izquierda tienen un discurso inútil, ineficaz, religioso, lo que nos queda es pensar cómo refundar no sólo una nueva ética, sino una nueva manera de concebir la política con alegría. Pero lo que veo a mi alrededor es que cuando un funcionario municipal dice una burrada, mis colegas dicen: tengo miedo. ¿Qué miedo te puede dar un funcionario municipal? Hay que actuar contra él, riéndose de él. Hay que generar cadenas de carcajadas contra sus burradas. Hay que construir la política fuera del terror, con alegría.
¿Y cómo se lee con alegría?
Insisto: los placeres no son universales. La literatura nunca lo fue y no tiene por qué serlo. La literatura debe ser un lugar de riesgo. Yo no voy a hacer leer Proust a un chico de una escuela secundaria, tampoco una novela de Kafka. Cuando yo mismo leo a Joyce me aburro. Tengo que leerlo porque es parte de mi trabajo, pero es como si trabajara en un call center. Creo que lo mejor es mantener una relación de felicidad con todas las cosas que uno hace, entre ellas la lectura.
¿Hay poco riesgo en la literatura actual?
Es uno de los efectos de la descomposición de la cultura argentina y de lo que, desde mi punto de vista, significó el 2001 como final imaginario de la dictadura. Y fue a partir de ahí donde hubo que comenzar a reconstruirla. No es casual, entonces, que se haya empezado a reconstruir a partir de los barrios: Cucurto con Constitución, Fabián Casas, con Boedo, yo mismo con Monserrat. No fue una acción concertada, sino sencillamente una manera de decir: en estas cuadras, en relación a estas personas y a estos modos de interacción que son el barrio, se crea una mitología para refundar la ciudad. Frente a los proyectos más abstractos de la literatura de mercado, donde da lo mismo que las cosas sucedan en Barcelona o donde fuere, porque no hay demasiadas referencias porque ni importan, la respuesta fue: mi mundo es lo que yo alcanzo a ver a través de mi ventana.
Entonces, ¿la contracara del proceso de globalización es esa literatura que recupera la escala humana?
Claro, es como una manera de resistir al internacionalismo salvaje y ponerle la escala de lo transitable. La ciudad no es un artefacto abstracto sino el lugar que yo habito. Y esto precisamente, a través de registrar cuáles son las calles por donde camino, a qué barrio voy y a qué barrio no voy, qué relaciones de amor y odio tengo con esos lugares que recorro. Que la ciudad es un emblema del capitalismo es cierto y es cierto desde hace mucho tiempo, pero al mismo tiempo es interesante pensar cómo se enfrenta ese destino. La ciudad ofrece todavía un plus de sensibilidad, de conocimiento, de contacto con lo otro, que es lo que hay que sostener y reivindicar. Es en la ciudad donde puedo darme cuenta de que cuando miro por la ventana y veo pasar siete personas (y efectivamente mira por la ventana y pasan siete personas) son siete personas que no tienen nada que ver conmigo, no piensan como yo, no hacen lo que yo hago y tienen deseos que ni puedo imaginar. Y eso es lo más estimulante. En la ciudad, quieras o no, convivís con una manifestación. Y la verdad es que son molestas, pero uno no puede sino acompañarlas porque es la única manera de enterarse de lo que le está pasando al otro. No tengo otra manera de enterarme de lo que pasa en ciertos lugares si las calles no están cortadas, e incluso, si no cortan las calles no sale en los diarios, aunque sea porque escriben en contra de que se corten las calles.
¿Cómo se maneja en la docencia una elección sexual diferente?
¡Qué se yo! Hay teorías que sostienen que la identidad homosexual se define a partir de una injuria, que es precisamente esa injuria la que la constituye: cuando te dicen puto, puto, puto. Yo no sufrí eso, porque era poeta, porque tenía otra excentricidad o porque yo mismo no lo era, ya que mi “conversión” homosexual es muy tardía en mi vida, llegó después de los 30 años. En todo caso, la posición teórica que a mi me identifica es aquella que sostiene que no se puede hablar de la homosexualidad, ya que es un tema sobre el cual no se puede tener ninguna teoría porque todas están viciadas por algún tipo de prejuicio. Mi posición es que de eso es mejor no hablar, pero no en el sentido de mantenerlo en secreto, sino en el sentido de no sostener un discurso. Sí, por cierto, tengo un discurso cívico en relación con la defensa de derechos, pero en ese sentido da lo mismo que seas indio, prostituta, homosexual o enano, en tanto constituyas una minoría cuyos derechos se ven vulnerados por el modo de funcionamiento de la sociedad. No me parece que uno tenga que hacer un activismo monoaural: uno debe ser capaz de notar quiénes sufren atrocidades. Por ejemplo: detesto las marchas del Orgullo Gay, desde la estética hasta los organizadores. Pero voy igual porque uno tiene que estar una vez al año formando parte de eso. Me parece un poco mezquino decir que como no me gusta la dirección que le imponen lo organizadores, me abstengo.
¿Y qué dirección le imponen los organizadores?
¿Cómo te lo puedo decir sin que suene mal? Lo hacen de manera muy berreta. Un ejemplo para entenderlo: este año ha habido discusiones fuertes en el seno de las instituciones que convocan a la marcha y que, incluso, derivaron en que un grupo de lesbianas que yo aprecio, se retirara de la organización. ¿En torno a qué se generó la discusión? En torno al siguiente tema: quién tocaba en el recital. Los organizadores querían que tocara Paulina Rubio. Y puede que a la loca peluquera del conurbano le interese más Paulina Rubio que Leo García, pero Paulina Rubio no representa más que a la industria discográfica, no representa nada en términos de defensa de derechos. Lo que prima, entonces, es esa búsqueda de la masificación. En lo concreto, yo puedo opinar en contrario y hasta enojarme con esa idea, pero al momento de la marcha voy a estar ahí, con la esperanza de que una estrella del pop latino al menos tenga una agenda tan ocupada que no permita que se concreten semejantes pavadas. Y voy a estar porque creo que son causas a las que hay que ponerle el cuerpo, como para mí lo es la causa de Cromañón, por nombrar una de las últimas marchas en las que he estado.
 
En algún momento dirá, también, que la conversación quizás esté fluyendo de manera desordenada y se hará cargo, fiel a su estilo, de responder a los saltos sin sobresaltos para mantener, al menos, su coherencia apasionada. Por eso ahora, al transcribir la grabación, intento ser fiel a sus formas del decir, apegarme a su sintaxis. No pretendo escribir aquí sobre un tal Link, Daniel, porque es a través de sus libros la mejor manera de conocer su verdadera vida, sino apenas transmitir cómo se lee este personaje que ahora se despide amablemente y se pierde en la ciudad que lo traga.

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