Mu185
Andando con Tito: Crónicas del más acá
Por Carlos Melone
La provincia de San Luis es una de las rarezas más llamativas de la Argentina. Y eso es mucho decir ya que en rarezas somos expertos.
Ahora parece un poco venida a menos, pero durante años San Luis tuvo estándares y condiciones generales de vida potentes, con caminos suizos, coquetos y seguros; parques industriales “poco” industriales pero efectivos; política habitacional intensa y concreta; posibilidades laborales entre otras cuestiones. Mientras que en el país se iba de un despelote a otro, todo parecía distinto en una provincia con poca oferta turística (aunque tiene lo suyo) y escasamente poblada.
El marquesado de la familia Rodríguez Saa (el Adolfo y el Alberto) y sus logros no logró proyectarlos nacionalmente (salvo el electrizante e incendiario paso del Adolfo por la presidencia de la Nación una semanita en el tremendo 2001).
Pero estaba acorazada allí, en las puertas de Cuyo, exótica, inefable, sorprendente.
Parece que las cosas en San Luis cambiaron según versiones de gente que sabe. Por las dudas, no firmo nada.
Yo, argentino.
Hace un tiempo corto, transitando uno de los tantos hartazgos que produce mi amado y odiado Conurbano, tuve una ventana de oportunidad y me rajé para rutear un poco.
Y me fui a San Luis, no a la capital cuyana, no a sus centros turísticos: a caminar la soledad, a andar por los confines interminables, por las rutas desiertas.
Se trata de andar, no de llegar.
Sí, ya sé.
Mis niveles de interacción social indican algún deterioro. Admito que no es lo único que indica niveles de deterioro.
Así llegué en un atardecer a Justo Daract, una ciudad que no llega a 20 mil almas (tal vez algunos hayan perdido la suya) con un frío que congelaba los dientes.
Después de conversar con un almacenero pidiendo referencias de hospedaje y sin meditarlo demasiado, me fui al hotel “El Pocho”. Nunca supe si el nombre se debía al General de la sonrisa gardeliana o a un apodo campechano del dueño.
Las habitaciones estaban en el primer piso al que se accedía por una indecisa escalera.
Toda la planta baja, un amplio restaurante. Una señorita me atendió con la amabilidad de un rinoceronte con dolor de cabeza, me pidió efectivo furioso sin factura ni recibo ni las gracias y me mandó a una habitación con una estufa gauchita (la pieza estaba tibia) y muy vieja, posiblemente construida antes de que se inventara el gas.
En general, en la habitación se notaba una higiene cuestionable, dudosa, sujeto de la meditación cartesiana.
Las camas (dos) eran pequeñas (en muchos hoteles te dan una habitación doble y te la cobran como simple si vas solo) y ducharse implicaba una acción inundatoria (¿se dirá así?) de todo el baño.
Todo.
Resignación y pases cortos.
Me instalé. Cansado, me duché, salí a tomarme una cerveza y comer un sanguche, chupé frío como un salame y al regresar me metí a dormir sin mayores trámites.
A las once de la noche un grito amplificado me sacó de una situación onírica prometedora (me niego a dar detalles).
En el restaurante empezaba un número musical. Había un cumpleaños que, noté, era multitudinario.
El cantante, un asesino pentagramático. Un artista entusiasta, generador de palmas todo el tiempo, invitando al público a cantar (posiblemente consciente de sus dificultades para hacerlo), acompañado de músicos que se salían de tiempo con facilidad maravillosa.
Sí, maravillosa.
Hasta casi las 4 de la mañana escuché todas las combinaciones imaginables entre griterío, desafinación y palmas. Nada diré del repertorio, pero mi sufrimiento era profundo, abismal, oceánico.
Evalué en varias ocasiones el uso de un ejercicio salvaje de la violencia; sumarme al cumpleaños, o irme a dormir al auto.
Finalmente me dormí.
La situación onírica prometedora no regresó.
Maldito Freud.
A la mañana me fui de “El Pocho” juramentándome no regresar jamás.
Empecé a encarar el regreso a esta tierra de dolor y alegría y tomé una autopista puntana: la AU55. Una obra impresionante, con calzadas muy bien hechas y un amplio cantero en el medio. Los caminos suizos de los Rodríguez Saa.
No transita nadie.
O casi.
Durante una hora no crucé ningún vehículo ni vi ninguno de mi mano.
Yo, chocho, diría mi mamá. Día soleado, el frío (feroz) estaba afuera del auto. A veces ponía un poco de música y a veces encendía el silencio, con el cómplice rumor de la ruta. Una forma chiquita de felicidad estaba de copiloto.
En algún momento a distancia, vi un autito rojo a un costado y a una persona que me hace dedo.
¿Dudé? Sí. De quienes hacen dedo, en la ruta solo levanto maestras y mujeres generalmente con chicos.
Pero me detuve.
Tito tiene 29 años, es flaco, de mediana estatura y una barba indecisa. Estaba muerto de frío y sucio hasta las orejas. Me pidió mil disculpas antes de subir porque “me iba a ensuciar el auto” y aclaró varias veces que estaba así porque venía de trabajar.
Su pequeño auto literalmente se había fundido y estaba desde las dos de la mañana esperando que alguien pasara. Iba a su casa en un pueblo que estaba a unos 100 km cuyo nombre es Arizona.
Sí. Arizona.
Yo no fui.
Puse el aire acondicionado al máximo y empezamos a matear a ver si recuperaba temperatura (además del gusto de hacerlo) cosa que ocurrió en pocos minutos.
Empecé a preguntar y Tito me contó. De su compañera, de tres chicos, uno “que ya vino con mi señora”, del trabajo en el campo en el que en época de siembra o de cosecha suele estar un par de meses sin ver a su familia. En lo que gana (muy poquito). En su orgullo porque aprendió a manejar maquinaria agrícola.
Me dice que es encargado, que se ocupa de organizar el trabajo para sus compañeros.
Le pregunto si es capataz. Lo niega enfáticamente.
Nunca sabré el motivo del énfasis.
Tito habla pausado y claro. Se expresa con fluidez y precisión. Me cuenta que solo hizo la primaria, pero le gusta leer. Que no lee libros “porque es muy difícil” y que todos sus chicos van a la escuela porque tienen que estudiar para que “no trabajen como burros como hago yo”.
Cada tanto insiste en pagarme algo de la nafta.
Cada tanto me agradece que haya parado.
Cada tanto cae en algún silencio mientras mira la ruta y ceba los mates.
No sé en qué piensa Tito, no puedo saber en qué anda la mente de ese muchacho/hombre que trabaja como un burro, que está orgulloso de manejar maquinaria agrícola, que tiene su autito fundido sin que eso parezca preocuparlo demasiado, como si fuese un revés menor.
Tito me cuenta que su compañera es 8 años mayor que él pero que no le importa.
Creo entender por qué me lo dice. Imagino que más allá de la apertura política y social de los vínculos en estos tiempos, Tito vive en Arizona, que se cae del mapa del marquesado de los Rodríguez Saa, que tiene menos de 2 mil habitantes, que es otra vida dentro de la vida.
Pienso en eso, pero no sé.
Solo soy un conductor que busca soledad en la ruta despoblada y conversa con Tito, trabajador rural, cansado y sucio, amable y respetuoso, habitante de otro país que conozco y desconozco porque nunca estoy seguro de saber algo.
Solo asiento ante las palabras de Tito y le pido que me siga contando.
Me habla de su familia primaria, de “el papá” y de “la mamá”, ese modo tan delicioso de definirlos en muchas partes de la Argentina profunda. De sus diez (10) hermanos, y me hace la escalera de edades.
Llegamos a Arizona, que tiene una breve entrada arbolada y asfaltada y presiento que al llegar al pequeño centro urbano las calles de tierra dicen algo.
Yo no sé qué, pero estoy seguro de que dicen algo.
Hacemos un par de cuadras y dejo a Tito en la puerta de su casa. Hace un último intento para darme unos pesos.
Nos saludamos con un gesto lejano y volví la ruta.
La soledad se echó sobre el lomo del auto y el rumor de las ruedas sobre el pavimento se acomodó como un pasajero silencioso.
Seguramente jamás volveré a ver a Tito, pensé.
No encontré metáforas en el regreso a casa.
Mu185
Parir memoria: Teresa Laborde
Nació en un móvil policial, en plena dictadura. Ella y su madre, Adriana Calvo, sobrevivieron al secuestro gracias a los cuidados de cinco mujeres en cautiverio. Adriana dedicó su vida a testimoniar y buscar a los hijos de esas desaparecidas. Uno de ellos, hijo de Cristina Navajas, es el nieto 133. Y el hermano de ese nieto es la actual pareja de Teresa. Memoria, verdad, justicia y amor: una historia conmovedora y el arte como proyecto para recuperar el futuro.
Texto: Claudia Acuña
La sonrisa de Teresa Laborde es nuestro trofeo, nuestra Copa Mundial, nuestro Oscar.
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Corazón mirando al sur: Agroecología y comercialización en la Comarca Andina
La experiencia del Corredor Patagónico Soberano de la UTT (Unión de Trabajadoras y Trabajadores de la Tierra) contada desde El Hoyo y El Bolsón: dos almacenes de ramos generales, 5.000 km de ruta de productos agroecológicos y cooperativos, respuesta gremial y organización del sector. Texto: Lucas Pedulla.
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“El sistema alimentario de una nación representa su historia, cultura, pasado, presente y futuro. Por eso, en un contexto global de desigualdad, convocamos a dar los debates y luchas necesarias para comprender que el comer bien es un derecho que relaciona a la salud, el trabajo y las oportunidades de desarrollo individual y social”. Así lo plantea la Mesa Agroalimentaria Argentina, una red sectorial que nuclea organizaciones cooperativas, movimientos campesinos e indígenas y de pequeños y medianos productores.
La Mesa organizó la Expo Alimentaria, se movilizó al Congreso, pasando por la Secretaría de Agricultura entre tractorazo y verdurazos, para presentar el “Programa Agrario para el Alimento”, que incluye propuestas como la Ley de Acceso a la Tierra, la Ley de Arrendamiento Rural, la Ley de Protección de Territorios de Familias Campesinas e Indígenas, la Ley de Segmentación Impositiva Agraria, la creación de una Empresa Pública de Alimentos, un Plan Nacional de Abastecimiento Alimentario, un Plan de Financiamiento Cooperativo, un Programa Nacional de Impulso a la Agroecología y un Plan Nacional de Creación de Mercados de Cercanía.
La Unión de Trabajadoras y Trabajadores de la Tierra (UTT) es una de las organizaciones de esa Mesa, y Erika Benavente, con sus 31 años, sus dulces agroecológicos y sus cuentas que lleva prolijamente desde el área de Comercialización en la regional patagónica del gremio, en el municipio chubutense de El Hoyo, sabe bien qué significa ese “desarrollo individual y social”: integra la logística del llamado “Corredor Patagónico Soberano”, un recorrido de 5.000 km que distribuye alimentos sanos en Buenos Aires, Neuquén, Río Negro y Chubut. “Y llegamos hasta Santa Cruz”, acota con una sonrisa.
Detrás de esa sonrisa, hay un movimiento que demuestra modos diferentes de actuar y de interactuar para crear otros estilos de relación y de consumo.
La naranja mecánica
La Patagonia –o la “Línea Sur”, como le llaman en la UTT– es de las experiencias “más nuevitas” dentro del gremio que nuclea a 25 mil familias campesinas, según refiere Juan Pablo Acosta, su coordinador regional. Acosta –más conocido como Pocho– se vino con su familia desde La Plata en 2016. “Había ganado Macri, era todo un quilombo”, rememora. De a poco, la comercialización la fueron aprendiendo de la práctica de una cooperativa mapuche en la meseta chubutense. Hasta manejaban fondos rotatorios, un instrumento de gestión de financiamiento que lleva adelante una organización para rotar recursos en forma de crédito. “Tienen un galpón, exportan lana, y así compran forraje y comida para el invierno”. La respuesta organizativa y gremial que aportó la UTT fue la comercialización de corderos: “Nunca una organización cooperativa lo había hecho”. Así arrancó un camino.
Antes de la apertura del Almacén de Ramos Generales de El Hoyo, habían vendido 800 mil kilos de alimento cooperativo en compras comunitarias, lo cual implicó una logística importante. “No es fácil la Patagonia –cuenta–. Tiene un estatus sanitario donde no era sencillo entrar frutas, verduras ni carnes”. Por ejemplo, para ingresar el morrón debían gasearlo con bromuro de metilo por controles fitosanitarios para evitar posibles plagas. Juan Pablo razona: “Nos rompimos el alma produciendo agroecológicamente, tomamos tierras, hicimos biofábrica, pero ¿vamos a venir acá y le ponemos veneno? Decidimos no traerlo entonces hasta encontrar la vuelta”. Descubrieron la posibilidad de dejarlo 30 días en cámara con frío, lo que le agrega valor: “Es una logística: un pallet de naranjas de Entre Ríos, por ejemplo, lo dejás en una cámara en Bahía Blanca, y que luego un camión la traiga. Pero lo fuimos logrando: la naranja llega impecable y la gente la recibe muy bien”.
El almacén de El Hoyo es uno de los 15 que la UTT tiene en todo el país. Este año inauguraron otro en El Bolsón (Río Negro), en un predio recuperado donde había un galpón abandonado, propiedad de la Agencia de Administración de Bienes del Estado (AABE), con la guarda administrativa del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). “Lo pusimos en valor y hoy está al servicio de la comunidad”, celebra Pocho.
Durante el verano, los almacenes se abastecen en gran medida con producción local, pero en invierno el camión de Buenos Aires llega cada 15/20 días. Erika: “Sacás una publicación que dice que llegó el camión y a las cuatro de la tarde tenés cola esperando llevarse verdura fresca y sin químicos, que es lo que consumimos en verano de chacras de la zona”. Los meses fuertes de producción local son de noviembre a marzo. El Hoyo es la capital nacional de la fruta fina: “Empieza la primera floración de la frambuesa. También hay mora, algunos tienen frutilla. Después otros tienen arvejas. Hojas como lechuga, espinaca, rúcula, acelga. Pak choi, kale, repollo. La manzana obviamente, duraznos, membrillo”. Pocho explica que la producción local se organiza más fácil: “El productor pone su precio, y lo que hacemos es compararlo: no me vendas más caro un tomate que si lo traigo de La Plata. Ese es el límite”. A esas discusiones les llaman “paritarias” y la actualizan cada tres meses.
De abril a octubre, ya empiezan a llegar los camiones. Pocho: “No hay tantas hectáreas puestas en producción. Algunos trabajos del INTA en pueblos de la cordillera dicen que no producen el 20 por ciento de lo que comen. En la Patagonia no nos abastecemos. En todo Chubut la cordillera es una franjita de 50 km a lo largo de la provincia. Después, el 95 por ciento es meseta. Y de esa franja cordillerana, la zona productiva es poquita, porque tenés mucha montaña”.
El Hoyo tiene ese nombre porque está ubicado en una depresión de la cordillera, a 200 metros sobre el nivel del mar: “Es el mejor lugar de la Patagonia para producir”. Sin embargo, cuentan que la producción, generalmente familiar (“son producciones chiquitas que cultivan un poquito de cada cosa”), está perdiendo terreno con la urbanización. Erika y la experiencia propia: “La chacra de mi abuelo era de 45 hectáreas. Luego, entre los hermanos, se la dividieron. Y se viene dando un proceso donde termina ganando la urbanización”. Cuentan que la puja se está dando entre producción familiar y desarrollo inmobiliario, también con fines turísticos: “El mejor suelo para producir es donde hoy están los barrios. Pero, de a poco, se fueron convirtiendo en loteos. Y no se produce”.
Agroecología: A mi manera
Este trabajo permitió a la UTT iniciar el “Corredor Patagónico” con 5.000 km de “ruta soberana”, como le llaman, cruzando La Pampa, Neuquén, Río Negro y Chubut: los productos patagónicos llegan así a los almacenes en Buenos Aires y, con el invierno, llegan los camiones que parten desde Buenos Aires. Erika enumera los alimentos locales: “Fideos de harina de maíz saborizados con rosa mosqueta, harina de trigo molida por familias en sus molinos, muchos dulces, mostazas, propóleo, pepinillos encurtidos”.
El último camión que partió tenía 500 frascos de dulces y 600 de miel. “Para los productores, en esta época, es un montón. El invierno es un período donde no hay trabajo. La gente busca changas”. Pocho vuelve al punto anterior: “La matriz económica está cambiando a más turística. Si la plata de la temporada no te alcanzó, y no te armaste, se hace difícil”. Erika explica: “Para que la tierra te rinda para vivir, necesitás superficie, y eso ya no está. Tenés un pedacito pero te alcanza para guardar para vos y vender el excedente. Y después, tenés que hacerte la cabaña para alquilar por día en verano, para sacar la tranquilidad de los días de lluvia que no podés trabajar”.
Erika, con su compañero, tuvo que encontrar esa vuelta: además de la chacra, hacen cabalgatas en el bellísimo paraje Puerto Patriada, a metros de la costa norte de la belleza del Lago Epuyén. El trabajo con las cabalgatas va del 20 de diciembre al 20 de febrero. En esos meses, a su vez, juntan leña para vender en invierno. “Nuestra calefacción es a leña, así que es para vender y para uso personal. Después, en primavera empezamos con la huerta, la fruta va al freezer, y así también tenés para invierno. Y, en el medio, está la cosecha de hongos de pino, que vienen a buscarlos en octubre”. Este máster en gestión y planificación, que jamás se estudiará en Harvard, aplica Erika a la comercialización UTT.
La proyección es seguir aún más hacia el sur expandiéndose en Santa Cruz, a donde ya llegaron en Pico Truncado, ciudad petrolera. Ese trabajo es fruto de la producción de alimentos agroecológicos de más de 25 mil familias que integran la organización, distribuidas en 21 provincias. En Patagonia, la organización promovió una red de productores que se afilian al gremio abonando una cuota cuyo valor es el equivalente a dos litros de nafta, con el beneficio que le aporta la representación de una organización nacional, además de descuento en las compras en almacenes. Pocho: “Ahora se están conformando delegados de base para discutir política gremial en la UTT. Hasta este momento eso no pasaba, no hay muchas organizaciones como la nuestra acá en la zona. Es algo medio nuevo que a veces no se entiende. No somos el Estado. En un momento había una interpelación a la organización como que teníamos que resolver todos los problemas. Les decíamos que somos un gremio, no una organización del Estado: vení y militá. Tampoco somos una fundación que ayuda gente, porque capaz venía un productor y decía: ‘Comprame’”.
Para Erika, esa confusión se suele dar porque, desde la UTT se resolvieron problemas que el Estado no estaba encarando: un ejemplo son los fondos rotatorios. “El productor, en general, es cliente del almacén, entonces se asocia a la red, participa de nuestras jornadas, y puede plantear: ‘No tengo plata, pero tengo fruta y azúcar. Si me dan un fondo rotatorio para frascos, cuando hago los envíos los pago a valor del día’”. De esa manera, los productores pueden continuar su circuito de comercialización, mientras el fondo sigue rotando entre las familias que lo necesiten.
La propia Erika utilizó el fondo para poder comprar los fardos para que los caballos se alimenten. “Gracias a la UTT pudimos acceder a insumos y vender nuestros productos regionales”. Su familia siempre trabajó la chacra. Ella es técnica agropecuaria y cursó estudios de Producción Vegetal Orgánica. Hace un año trabaja en la comercialización.
¿Por qué es importante? “En esta zona, que no haya intermediarios ayuda mucho al precio, tanto al productor como al consumidor. Y la posibilidad de vender productos en invierno, como hablábamos, es una súper mano cuando está todo quieto. Podés acompañar y mejorar la economía local en un momento que no se mueve tanto”.
¿Y por qué la agroecología? Erika mira el bellísimo lago que tiene frente a sus ojos: “Más que el no uso de productos de síntesis química, tiene que ver con una forma de vida. El uso de recursos de forma sustentable y sostenible”. Esto es: sin químicos, sin venenos, cuidando el ambiente, la salud y también mejorando la producción. “Eso es lo que necesitamos para seguir viviendo de esta manera”.
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Abajo el cáncer: Resistencia al asbesto en el subte
Vagones envenenados con un material prohibido –descartados en España– fueron comprados durante la era Macri en la ciudad de Buenos Aires. Muchos trabajadores en contacto con el asbesto contrajeron enfermedades. Algunos murieron, otros sobreviven en la incertidumbre. El gremio está en conflicto para dar visibilidad a un crimen hasta ahora impune. La empresa y el Estado no brindan respuesta, salvo amenazas a quienes reclaman. Los datos, voces, sombras y luces de una batalla por la salud.
Texto: Anabella Arrascaeta
Cuando Horacio Ortiz, 55 años, vio que el asado de fin de año con sus compañeros de trabajo terminaba y cada uno se iba a su casa, lloró desconsolado.
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