La columna de Nancy Arruzza.

Colón  en 1492 no sólo  trajo el  catolicismo, los  asesinatos  y violaciones, los 
robos, la  heterosexualidad  obligatoria, el  idioma castellano, etcétera, sino también el  oculocentrismo.

¿Qué  es esto? Pues bien, una  perspectiva  que  transformó la vista  en el  sentido  legitimador  del  saber. Por  algo  «si no lo ve, no lo creo» reza
el dicho  y no «si no lo toco o huelo no lo creo».
Si hay cuerpos considerados indeseables justamente es porque se los ve y se los
juzga así.

A menos  que  la  persona  frente  a  mí  sea ciega, para  todes mis  ruedas  son
evidentes. Entonces, en vez  de  luchar por «visibilizarme» (seria  un énfasis 
innecesario), lo que  he hecho en los  últimos  años  ha sido  preguntarme  por  qué el cuerpo  tullido tampoco  quiere ser visto.

Comprendí que el cuerpo  discapacitado  puede mostrar  la  fragilidad  de  la  vida humana entonces mejor no verlo, actuar como si no existiera.

Si fuera una tullida invisible estaría contribuyendo a resguardar la idea generalizada que se tiene de normalidad y evitaría, por ejemplo, preguntas tan simpáticas como “¿Vos naciste así?” y respuestas tan amorosas como: “No, mi madre no pudo parir las ruedas”.

Si me esfumara ante la mirada de quienes conforman el ejército de la buena
conciencia nadie querría normalizarme, evitaría los discursos horrorosos acerca de la inclusión en relación a la discapacidad y ya no tendría lugar la pregunta “¿Qué te pasó?” con tono compungido.

El ya mencionado  modelo  social  de la  discapacidad  cumple una función clara y efectiva en este asunto: evitar  que  hordas de tullidos  podamos  salir  a  invadir todos  los  espacios.

Reafirmo: mejor no compartir nada con aquello con lo que no se sabe cómo lidiar.

Claro que existe la posibilidad de pensar y leer y analizar pero eso requiere de cierto esfuerzo y nunca es cómodo. Sentir rechazo y no indagar por qué es más fácil y no inquieta.

La negación a veces sirve para evitar la angustia: mi vieja versión bípeda lo sabe.