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Bellas Artes: crónicas del más acá

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Sí, Señor, es como yo le digo. Créame.
Los ojos celestes me miraban fijamente, coronados por rulos dorados indomables. Su cara de gringa era de libro.
Su convicción era inversamente proporcional a su estatura.
Pero, señora, afuera hay 15 personas… ¿Qué puede pasar?– insistí, más cerca de la perplejidad que de la duda acerca del devenir. Era un día muy frío y nublado. Afuera se veían a 15 desolados manifestantes de un MTD chaqueño golpear bombos y sostener 2 carteles ante la Casa de Gobierno, frente a la Plaza Central de Resistencia.
-Usted porque no es de acá. Pero en cualquier momento se pueden meter y tomar el edificio. Por eso tenemos cerrado con llave. Y también la Catedral. Pero en la Catedral usted entra por el costadito y le van a abrir, no se preocupe.
Las palabras de la gringa eran amables y educadas. Y la gringa, invulnerable.
No me rendí.
-Son muy poquitos, señora. Le concedo que a lo mejor podrían querer tomar la Catedral- dije cediendo a una posibilidad que me parecía absurda, pero a veces hay que aflojar un poco.
-Pero… ¿Le parece que van a querer tomar el Museo de Bellas Artes? ¿Cuál sería la razón? ¿El Museo de Bellas Artes?- insistí, en medio de la estupefacción.
-Nunca se sabe– dijo la gringa.
-¿Y cuántas veces pasó? ¿Cuántas veces tomaron la Catedral o el Museo?
-Nunca.
Y se quedó mirándome fijamente. No era una respuesta de furioso antipiqueterismo, ni una mirada desafiante ante el visitante inoportuno ni una proclama indignada contra las huestes incultas y salvajes que habitan la tierra de selva y agua. Eran las secas líneas de la convicción preventiva del Diluvio.
El único policía que custodiaba el bello edificio era un muchacho joven, grandote y aburrido, que no parecía estar alerta para enfrentar hordas de okupas del Arte y el Choripán.
Afuera, los 15 se habían reducido notablemente, tal vez por el frío, tal vez por el desaliento, tal vez porque habían terminado.
Me fui a recorrer el edificio de Bellas Artes, admirando trabajos de artistas chaqueños y de otros lares mientras fantaseaba con titulares de agencias de noticias de todo el mundo ante la ocupación del museo de Bellas Artes por gente que, justamente, del Arte no come. O que no come.
Cuando me fui, le pedí a la gringa unos folletos, me ofreció un par de tips para caminar la capital chaqueña y me regaló su mejor sonrisa.
Jamás pude entrar a la Catedral. Ni por el frente ni por el costado. Cerrada como culo de muñeco.
Sospeché más de una siesta invencible que de preocupaciones peregrinas por 15 desamparados buscando que alguien en el mundo los escuche. Los delegados de Dios estaban descansando.
Reconquista me pareció una ciudad prolija y relajada, llena de esculturas, tal cual se la promociona, donde la calidad de las mismas es voluble como el humor de un hincha de fútbol.
Existe frente a la Casa de Gobierno una estatua de Fernando, un perrito callejero adoptado por la ciudad, allá por los 60 del siglo pasado, lleno de tiernas leyendas y de historias de amor. Si Fernando la viera, como mínimo la mea.
Después de caminar un rato, cuando el principio de congelamiento era evidente, resolví retirarme con inconsistentes autopromesas de regreso y crucé nuevamente el puente General Belgrano que une a Resistencia con Corrientes Capital donde estaba residiendo.
A corazón pleno por la vista del imponente Paraná, encaré hacia Santa Ana, un pueblo correntino que un amigo me había recomendado visitar.
La gallega de mi GPS es algo chúcara, se ve que me ha escuchado decir alguna cosa inconveniente o que hirió su sensibilidad y cada tanto me manda al carajo. Lo hace literalmente: muchas veces aparezco en lugares inhóspitos, donde no hay ni una vaca que me mire y escucho su dulce vos diciéndome “Usted ha llegado a destino”.
Desconfiado después de varios desencuentros, resolví usar el más tradicional de los GPS, siempre adrenalínico, con un inestable promedio de precisión: preguntar.
En un semáforo desierto, se detuvo a mi lado una de las tres millones de pequeñas motos que hay por estos lares. Dos chicas a bordo. Bajo el vidrio, saludo y les pregunto por Santa Ana. La conductora me da todas las referencias (que no eran muchas, el trayecto era sencillo) y la que iba sentada en el asiento de atrás le pasa un mate.
Van en moto y toman mate. No se me ocurre lugar más incómodo para tomar mate que arriba de una moto. Esta gente está mal. Alguien está mal.
Camino a Santa Ana puse la radio (AM) porque me gusta semblantear un poco qué y cómo se dice en territorios tan lejanos de la porteña CABA y el ilustrado Conurbano. En general los resultados son decepcionantes.
Lo primero que entró en el dial fue una radio paraguaya, con nitidez alucinante. El conductor hacía un análisis económico político de la situación en Paraguay e insistía que la crisis argentina era una gran oportunidad para los guaraníes. La conducción política del Filósofo de Tandil lleva al bienestar latinoamericano por caminos inusuales.
El conductor del programa cada tanto intercambiaba en vivo con algún oyente hablando en guaraní con absoluta (y lógica) fluidez. Y volvía al idioma de Castilla como quien pasa de una habitación a la otra. Y yo que apenas puedo con el argentino básico.
El día anterior había llovido intensamente y el acceso al pueblo era un camino de tierra convertido en un desafío para las publicidades de camionetas. Un lodazal. Lo miré, miré mi autito, me pareció que estaba tan asustado como yo y ambos nos fuimos por carreteras de confortable y antiecológico pavimento rumbo a Itatí.
Itatí es un pueblito al tono correntino pero aumentado a la décima: la omnipresencia de lo religioso es un poco asfixiante para los que andamos por la colectora del agnosticismo. O al menos del escepticismo.
La Virgen de Itatí es un referente dentro de la “cuestión mariana”. A la entrada del Pueblo, ya está María dándote la bienvenida.
A lo largo de los tres o cuatro kilómetros de acceso, se ven las estaciones del Via Crucis (suelen hacerse multitudinarias procesiones) y en el horizonte se recorta la inmensa cúpula de la basílica del pueblito, una copia sudamericana de la cúpula de San Pedro en el Vaticano.
Estar frente a ella, ya en el pueblo, impresiona.
Gigantesca, es acompañada por una edificación que parece una deformidad por lo pequeña. Una cabeza colosal en el cuerpo de un gnomo.
A un costado la pancarta de “salvemos las dos vidas”, repetida en todas las iglesias de cuanto pueblito visité en Corrientes.
La Basílica, al igual que San Pedro, pone la belleza en el terreno de lo discutible. Pero impresiona. Igualito que la divinidad.
Alrededor, una feria de muchos puestitos donde se ven desde relojes y carteras con su senegalés correspondiente hasta rosarios, pasando por remeras, ceniceros, pañuelos, patitos de plásticos, sanguches de milanesa.
A Dios no lo vi por ningún lado.
Pero ya sabemos cómo es…

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