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Mariposas

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Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Mariposas
Ilustración: Mariano Lucano

Camino Negro es el hijo no deseado de la General Paz. Cambia de nombre cíclicamente; hoy se llama Juan Domingo Perón, pero para el Conurbano Sur es el Camino Negro.

Frente a la torturada y torturante elegancia de la Avenida General Paz, Camino Negro es el hijo desprolijo y negligente que se encoge de hombros y te mira de reojo.

Una corta autovía de doble carril por mano que une a Puente la Noria/General Paz con un extremo del Emirato de Lomas de Zamora, cerca del empalme con la ruta provincial 4 (popularmente conocida como Camino de Cintura).

Es una autovía sin encantos, transitada por vehículos que van desde imponentes camionetas hasta cachivaches construidos durante el Imperio Romano. Su calzada suele estar más o menos en condiciones; una máxima de 80 km por hora es respetada a medias a pesar de algunas cámaras y lo rodea un entorno donde lo que prima es la precariedad, la fragilidad de las vidas al borde del abismo.

Y los caídos.

La mañana era de una llovizna pertinaz y cerrada. Me dirigí por el célebre Camino rumbo a la zona Oeste, escuchando algo de Beethoven.

Me gusta mucho el gran Sordo. Combina la potencia inmensa del rock con la capacidad de emocionar con melodías tristísimas.

Soy consciente del paganismo hereje de mis analogías, pero así lo siento, en la piel. 

Soy beethoveniano por identidad emocional mucho más que por conocimiento musical.

Y tormentoso como Ludwig.

Esa mañana manejaba con una sensación tan antigua como la humanidad misma.

Mariposas en el estómago.

La maldición gitana que te desea amor en la madurez para que sufras como un infeliz estaba corporizada en las famosas mariposas.

Que nadie se confunda: la maldición gitana es eficaz. 

No romanticemos: produce caspa. 

A la sensación de sentirme un pelotudo a cuerda se sumaban (¿se suman?) miedos, inseguridades, fantasías (de las horribles, no de las otras) y todo un repertorio de miserias que la llovizna y el Camino Negro habían agudizado porque cualquier excusa viene bien.

El repiqueteo de disfrutá que escuché repetidas veces de voces bien intencionadas me genera arcadas: no es tan sencillo. Uno no se levanta y dice hoy voy a sufrir.

Mariposas en el estómago y, a veces, los perros de la angustia mordiendo el pecho.

Un encanto.

Por eso me gusta Beethoven.

Iba a buscar a la fulana acompañado por una jauría de fantasmas, demonios y dragones que deliberaban en una agitada asamblea. Como corresponde a todo caballero (la caballerosidad me tiene ligeramente harto) semejante enjambre era (¿es?) disimulado prolijamente ante la destinataria, con el firme propósito de evitar que salga corriendo por las anchas avenidas de La Matanza.

O llame a un psiquiátrico.

Así estamos, país.

Hice un corto trayecto por General Paz, salí, un rulo por debajo y encaré por la Avenida Vélez Sarsfield. Noté que estaba con poca nafta y que era muy temprano.

¿Ansioso yo?

Cargué en una YPF que está sobre la avenida, estacioné en la calle y me senté a tomar un café. La estación de servicio, vacía, y la llovizna, insistente. Mi estado de ánimo tan confuso como el destino de los perros del administrador de esta tierra tan bella como trágica.

Terminé el café, salí y a pocos pasos me intercepta una chica y me pide una ayuda.

Delgadita, vestida con un jardinero, pelo con rulos, realmente bonita, con la cara cubierta de manchas y escaras y condiciones de higiene en el límite. Tenía unos 25 años, debía medir metro y medio y me daba toda la sensación de que podía romperse en cualquier momento.

Posiblemente no era una sensación.

Por una maldita vez reaccioné (muchas veces la bestia de la indiferencia me somete) y la invité a tomar un café con unas facturas.

Imposible describir la luminosidad de su sonrisa.

Volvimos a la estación de servicio y empezamos a conversar. Comía y bebía con delicadeza, con modales inusuales.

Se expresaba con fluidez, con un vocabulario llamativo, articulado, preciso.

Me contó una historia de estudios incompletos en Turismo; de algún bienestar destruido por elecciones amorosas fallidas; de golpes y expulsiones hogareñas; de vivir en la calle entendiendo que otra cosa era un camino sin salida, aunque consciente de que su situación era también sin salida.

Me contó del maltrato e insulto de la gente mayor, especialmente, cuando pedía alguna ayuda.

De changas esporádicas y pagas vergonzantes.

Todo en un tono medido, más preocupado que quejoso.

Solo escuché. No pontifiqué ni emití bulas papales a las que soy tan afecto. No propuse caminos alternativos ni expliqué que la vida puede ser mejor como lo hacen esos banners de la existencia eficaz y feliz que circulan por ahí.

Solo escuché. Pregunté poco.

Tomó un segundo café con leche y comió una tercera factura. Siempre con modales de mucha urbanidad.

Finalizó, se secó los labios con un gesto encantador y me agradeció. Quise darle dinero, pero no lo aceptó.

Se fue y me quedé clavado en la silla de la estación de servicio, cerca de la casa de la fulana que me genera insomnio, yo, portador de la maldición gitana, veterano del Conurbano Sur gastado por mil batallas.

No recuerdo el nombre de la piba y no lo voy a inventar.

Mi asamblea interna estaba en silencio. Un silencio opresivo.

Los perros de la angustia se pusieron de pie.

Las mariposas se volvieron de metal.

De hierro y fuego.

Subí al auto.

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