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Mercado de valores
Alejo Hoijman. Ahora filmó los mercados populares, antes una cárcel evangelista y el fenómeno del trueque. En todos sus trabajos intenta mostrar cómo produce lo excluido.
“Qué culpa tiene el tomate que está tránquilo en la mata/ Y viene un hijo de puta y lo mete en una lata”.
Este cantito era popular por los tiempos de la Guerra Civil Española y, de alguna forma, ensayaba una denuncia de la explotación campesina. Años después, una película rescata la canción y documenta la particularidad de los mercados populares de siete países del mundo. Alejo Hoijman es cineasta y participó en esta colección de siete cortos que en conjunto conforman Qué culpa tiene el tomate. En su boca: “Es una idea que se origina en Argentina, pero es una co-producción igualitaria entre siete países y directores distintos. Todos buscaron fondos en sus respectivos institutos de cine a partir de una premisa: ‘Los mercados populares’, en un sentido amplio. Es decir, lugares donde se vende comida fuera del sistema de distribución oficial, de un modo no tradicional o en realidad el más tradicional de todos, el que más antigüedad tiene. Lugares en los que los alimentos llegan casi directamente del productor al consumidor. Esa fue la premisa: cada director tuvo libertad para elegir su locación, sus personajes”.
Mirar los espacios
El documental comienza con la vida de unos campesinos trabajando pausadamente su campo. Son una pareja mayor, ambos hijos de inmigrantes, viven en la provincia de Misiones –muy cerca de la frontera con el Paraguay, en un pueblito humildemente llamado El Soberbio– y a pesar de estar en Argentina su idioma cotidiano es el portugués. Todos estos datos el espectador no los conoce. Alejo explica porqué: “Es un tipo de información que a mí no me interesa dar de manera cruda, pero que al espectador le llega y que de alguna u otra forma intuye. Ninguno de los siete cortos son documentales clásicos en el sentido de entrevistados, o narrador e información básica, más bien son miradas de espacios”.
Estos campesinos viven con tecnologías rudimentarias y cultivan el suelo alrededor de su casa con tracción a sangre: bueyes y sus propias manos. El corto transcurre acompañando todo el proceso de trabajo de la pareja y el largo camino – filmado con una lentitud característica que recuerda fugazmente a Una historia sencilla, de David Lynch- que tienen que recorrer hasta llegar a la feria.
La vida es una feria
Los otros seis cortos –en el Mercado Carioca, en la Paz, en Caracas, en el Mercado de Abastos de Galicia, en Corabastos, Colombia y en el Perú– se centran no en el camino, sino directamente en la vida del mercado, en su ritmo propio, en su necesario colorido y en sus relaciones obligadas con un ritual de voces y músicas que logra por momentos una riqueza de emociones atrapante. Luego, tiene sus baches, la lucidez se ve reducida a la repetición y el tedio oscurece el relato. Que los espectadores veamos con cierta indulgencia pasajes de los que no sabemos bien qué opinar tiene que ver con que, afortunadamente, no hay una categoría que defina el límite entre la innovación artística y el mamarracho.
La fábrica de imágenes
Alejo Holjman se relaciona con el cine desde muy chico: iba a talleres en la primaria y su padre lo llevaba al cineclub infantil de Víctor Iturralde, en el Teatro San Martín. Ostenta en su historial clínico, curriculum vitae, o prontuario –a la hora del Juicio es todo lo mismo–, haber sido meritorio de montaje –en cine así se estila llamar al ayudante/aprendiz– en algunas películas de Pino Solanas.
A principios de la década del 90, según su recuerdo, en el país se hacían muy pocas películas. Hoy, según Alejo, se hacen entre 60 y 70. Otro dato curioso: en Argentina hay más estudiantes de cine que en toda Europa. También a su historial lo condimenta el haber estudiado en la FUC –de la que decidió no egresar– y haber obtenido el primer premio en la categoría de Película Argentina en el BAFICI 2008 por Unidad 25, film que aborda la realidad de una cárcel del Conurbano cuya particularidad es básicamente que los guardia-cárceles, el director y todo su sistema correccional guardan una íntima relación con los deseos evangelistas de sumar fieles a su esqueleto espiritual. La técnica: al preso se lo tienta a comulgar con Dios y, a cambio, su recluso modo de vida mejora considerablemente; al ateo o al que recela, la vida se le hace más dura. No resulta extraño que después de un tiempo por más “Demostración matemática de la inexistencia de Dios”, el preso ceda. El buen vivir es un sillón más cómodo que la matemática. La Unidad Penitenciaria Nº 25 es famosa por ser la única Cárcel-Iglesia de Latinoamérica. Alejo pasó diez semanas con su equipo dentro de esta cárcel que tiene, aproximadamente, doscientos internos a los que se los consuela con estos argumentos: “Fueron elegidos para ocupar este lugar”. A cambio, los recluidos cantan:
“Yo creo en un poder que no se toca
Yo creo en un poder que no se ve”
El trailer se puede fichar en YouTube.
Inter-cambio
Anteriormente Alejo había filmado un documental llamado Dinero hecho en casa, que da una mirada al fenómeno del trueque durante la crisis de 2001, cuando ese movimiento movió a casi 5 millones de personas en todo el país. Esto nos lleva otra vez hacia Que culpa tiene el tomate y su aspecto político: “Hay una gran cantidad de gente con capacidad de producción y trabajo que queda excluida del sistema formal. La economía no formal pone en contacto al productor y al consumidor de manera directa, activa. La que yo filmé es una feria entre muchas otras de la ciudad de Misiones. Todos los vendedores eran a su vez productores: eso es lo que me interesó”.
Hay una disputa silenciosa de poder entre las ferias y los supermercados –esos recintos hipercivilizados (en el peor sentido de la palabra)– donde todo es blancamente aséptico, todo es góndola, burocracia y orden computarizado. Qué culpa tiene el Tomate es el testigo visual de una época en la que la feria y el trueque, formas de comercio en las que impera el contacto personal no mediatizado por el paladar-marca, aún no están muertos. El sentido común nos impone cierta conducta, pero la pereza y las distancias mandan; la lejanía de una feria nos acerca curiosamente a un mercado manejado por un chino o un coreano. El lector seguramente tenga buenas intenciones, pero no ve en sí mismo a ese soldado mudo que contribuye con “El mundo como supermercado”.
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