Nota
19 y 20 de diciembre: la batalla que nos parió
Esta nota cuenta la historia de Gustavo Benedetto, Carlos Petete Almirón, Gastón Rivas, Diego Lamagna y Luis Alberto Márquez, asesinados el 20 de diciembre de 2001 en Plaza de Mayo. No fue publicada en nuestra página web porque no existía. Fue distribuida por mail a una decena de direcciones con la esperanza de aportar algunos datos que transformaran la información sobre los muertos y heridos aquel 20 de diciembre en algo más que el mero número que daban cuenta los medios comerciales. No sabiamos qué estábamos haciendo, pero sí porqué. Así, hace 20 años, nació lavaca.
Mientras la justicia sigue dilatando el juicio a los responsables de estos crímenes, sin retocar las desprolijidades que la urgencia periodística nos dictó entonces, compartimos -ahora sí- con nuestros miles de lectores ésta, nuestra primera crónica que acompañamos con una palabra inventada: anticopyright.
El pasado 20 de diciembre, la jueza María Romilda Servini de Cubría en persona cruzó la Plaza de Mayo, esquivando gases lacrimógenos y pedradas, intentado encontrar allí al responsable de la represión que, apenas diez minutos antes, había observado en el televisor de su despacho. Eran las 11.30 de la mañana cuando la jueza habló con el uniformado de mayor rango que encontró en el tumulto. Sus palabras fueron claras:
-Soy la jueza federal de turno. Le ordeno el cese inmediato del operativo de desalojo de la plaza. Informe a quien corresponda que yo estoy a cargo de la seguridad de estas personas.
El uniformado le respondió que el mensaje sería transmitido al comisario mayor Norberto Edgardo Gauderio, el responsable de la Mesa de Situación de la Policía Federal en ese momento.
Luego, la jueza se dirigió a tres comisarías para liberar a quienes habían sido detenidos en las refriegas.
A las dos de la tarde regresó a su despacho. En la pantalla del televisor las imágenes eran claras. Nadie le había hecho caso.
Hoy, la jueza Servini de Cubría investiga cinco homicidios. Los dos primeros ocurrieron a las 16.20 en el cruce de Lima y Avenida de Mayo. El último fue antes de las 18. Ese fue el lapso más salvaje de la batalla de Plaza de Mayo. Fue, también, el que marcó el final de Fernando De la Rúa, tras 740 días de mandato. La quinta víctima cayó delante de las cámaras de televisión, en donde quedó impreso el grito: «Están disparando desde adentro». Los testigos señalan el edificio La Buenos Aires, en Avenida de Mayo 677, donde el Banco HSBC tiene cuatro cajeros automáticos en la planta baja y sus oficinas centrales en lo alto de una torre fuertemente custodiada: en la décima planta funciona la Embajada de Israel, luego de que, en 1992, un atentado terrorista destruyera su anterior sede. La justicia secuestró la cinta de la cámara de seguridad del banco, donde se puede ver difusamente a un grupo de cuatro custodios disparando desde el área de los cajeros automáticos. Las pericias preliminares realizadas sobre los vidrios del edificio indican que los cristales se astillaron por disparos efectuados desde adentro hacia afuera. Uno de ellos fue el que mató al muchacho que todos vieron caer ante las cámaras y que, según los registros de la causa, llegó muerto al Hospital Ramos Mejía a las 17.30.
Gustavo Ariel Benedetto, 23 años, hijo de su barrio -La Tablada-, egresado de la escuela secundaria y pública Número 155, trabajaba como repositor de la sección verduras del supermercado Dia durante doce horas al día y por cuatrocientos pesos al mes.
Su amiga y abogada, Cristina Laborde, lo describe como «un pibe de cutis blanco, flaco y muy alto: casi un metro noventa. Esa altura lo convirtió en un blanco fácil». Gustavo vivía con su madre y su hermana en una casa de una planta, con dos habitaciones, comedor, cocina, patio y perro. Su padre había muerto de cáncer nueve meses atrás y, desde entonces, él era el único sostén familiar. Su universo privado era su cuarto, con dos camas, un mueble para guardar ropa, un estante con CDs y equipo de música, un banderín del Ríver Plate, un poster del retirado delantero Enzo Francescoli y la bandera de su banda musical preferida: Baroja, nacida y criada en La Tablada, como él. Rock duro y potente, con una guitarra furiosa, batería, bajo, saxo y canciones que hoy también suenan proféticas:
No esperes más que no hay a dónde ir/
Rompe la mentira que lo que falta es la verdad/
Solo lucha una vez/
La muerte está esperándote.
Sebastián Piacentini, el mejor amigo de Gustavo, es el autor de la letra y el que explica lo que ahora resulta obvio: «La muerte, la verdad y la mentira son temas que siempre están presentes en nuestra banda. No pensé en nadie en especial cuando la compuse. Se llama Sólo faltás vos y cuando la cantamos en un concierto, seis días después de la muerte de Gustavo, recordé todo lo que pasamos juntos. Y me di cuenta lo solo que se habrá sentido ese último día».
Ese último día, Gustavo se presentó a trabajar a las siete de la mañana, pero la amenaza de los saqueos obligó al supermercado a cerrar. Preocupado por la suerte del local, regresó al mediodía y comprobó el desastre: las persianas y los vidrios estaban rotos, las góndolas vacías, los destrozos desparramados por todos lados. Impotente, Gustavo decidió ir a Plaza de Mayo a protestar. Intentó convencer a varios amigos para que lo acompañaran, pero ninguno estaba disponible. Su determinación o indignación tiene esa dimensión: un muchacho que siempre estaba acompañado, escoltado por su barra de amigos, sube solo al colectivo número 126, viaja durante una hora y media y desciende cien metros antes de toparse con una bala.
Gustavo cayó en Avenida de Mayo al 600, delante de las cámaras, frente a los ojos de su mamá y su hermana. Las dos lo vieron morir por televisión, once días antes de poder festejarle el cumpleaños número 24, mientras escuchaban que alguien gritaba: «están tirando desde adentro».
Otro alguien, días después, dejó un mensaje en el contestador telefónico de la abogada Laborde con anónimas amenazas. Anónimas, también, fueron las manos que hackearon el correo electrónico que difundieron los amigos de Gustavo para obtener datos del asesinato. «También es un misterio -sigue la abogada- por qué tenía la cara lastimada con balines de goma. Las imágenes de la televisión lo muestran sangrando, pero con la cara intacta. Un testigo declaró que tampoco recuerda haberle visto esas marcas. Pero cuando nos entregaron el cadáver tenía las mejillas heridas, como si hubiese recibido una ráfaga».
Es jueves, son las cinco y media de la tarde, pero ha pasado ya una semana desde la batalla de Plaza de Mayo y la guardia del Hospital Ramos Mejía está tranquila. El jefe aclara que no está autorizado a dar información oficial. Recuerda perfectamente que hasta allí no llegó Gustavo Benedetto, sino su cuerpo. Por eso, en los registros de la guardia está inscripto como «N.N., varón». Los médicos se limitaron a constatar su muerte. «Esa tarde estábamos desbordados. Nos hicieron trabajar de lo lindo. Y salvamos a varios. Ya desde la madrugada atendimos heridos, pero los más graves empezaron a llegar poco después de las cuatro de la tarde. Estuvimos en el quirófano hasta las dos de la mañana, sacando balas de todo calibre».
Cuando se le pide que recuerde qué fue lo que más le llamó la atención de todos esos cuerpos heridos que desfilaron por sus manos, responde sin dudar:
– Los tatuajes y los cortes.
– ¿Qué cortes?
– Cortes, heridas viejas. La mayoría eran chicos jóvenes, aunque parecían mucho más jóvenes de lo que en realidad eran, con tatuajes y cicatrices por todos lados. Le puedo asegurar que no era gente como usted o como yo.
– ¿En qué sentido?
– No eran de clase media. Seguro.
En la sala de cirugía del tercer piso todavía está internado Marcelo Dorado, uno de los obligados pacientes del jefe de guardia. El chico tiene el pelo desordenado, una remera gastada y un pantalón corto, deportivo, con varios campeonatos y lavados. Está muy pálido, ojeroso, flaco. A simple vista parece un adolescente de 18 años. Tiene 28.
Marcelo trabaja desde hace cuatro años en una empresa de cerramientos de aluminio, de 9 a 18. Su obligación es ir todos los días de la semana en ese horario, pero solo cobra por cada trabajo efectivamente realizado. En las buenas semanas, se lleva entre 200 y 300 pesos. En las otras, nada.
Ese día de furia, la empresa lo había destinado a unas oficinas de la calle Salta para trabajar en una mudanza. Llegó temprano, con otros dos compañeros que lo ayudaron a desarmar todo, mientras escuchaban la radio. Al mediodía, le plantearon al responsable del lugar que sería mejor dejar para otro día el traslado, ya que estaban en plena zona de combate, a unas pocas cuadras de Plaza de Mayo. El hombre les dio la razón.
Marcelo se despidió de sus compañeros y apuró el paso: quería llegar a Retiro para tomar el tren que lo regresaba a su empleo, en las afueras de Buenos Aires. Apenas se acercó a la zona del Obelisco vio la nube gris de gases lacrimógenos. Pero como ni el tránsito ni los semáforos estaban cortados, pensó que no sería para tanto. Esperó, hasta que creyó que la refriega entre manifestantes y policías se había calmado y retomó la marcha.
Marcelo traza en un cuaderno su recorrido. Dibuja en el centro el Obelisco. Una línea que lo atraviesa y que corresponde a la Avenida de Mayo. Y a la derecha, una trinchera, que calcula a una cuadra de distancia, hacia el lado de la Plaza. «Desde allí salían y hacia ahí se replegaban». Está hablando de la Policía Federal.
Tras cinco intentos fallidos de cruzar el Obelisco, Marcelo comprendió la táctica del combate: la policía avanzaba tirando gases y repartiendo palos y, tras unos minutos de refriega, se replegaba. Luego, volvía a la carga. Esos intervalos fueron los que él confundió con la calma. Y en cada uno de ellos intentó avanzar, hasta que no pudo evitar lo inevitable.
Marcelo llamó a su jefe desde la cabina de un teléfono público, en el cruce de Alsina y Nueve de Julio, para avisarle que estaba demorado. Allí recibió los tres balazos. Uno le pegó en la pierna y fue el que lo tumbó en plena avenida, mientras los autos intentaban esquivarlo. Un taxista lo cargó en su auto para llevarlo a un hospital y cuando le sacó la mochila, que todavía colgaba de su hombro derecho, se dio cuenta que tenía un segundo impacto. Fue el que le perforó la pleura y le dejó el pulmón en pronóstico reservado.
El tercer disparo se lo señaló el jefe de la guardia. Le dijo:
– Lo del pulmón es delicado: hay que sacar sangre y aire y mantenerlo controlado. Recién después podemos extraer el proyectil. La bala en la pierna es la que te da esa sensación de hormigueo porque quizá está rozando algún nervio, aunque no creo que sea nada grave. Por ahora tampoco vamos a tocarla. Lo importante es que zafaste de la más jodida. Esa fue apenas un beso, pero podría haber sido el último.
Marcelo aparta sus rulos desordenados y muestra la huella que le dejó el roce del plomo, en la base del cráneo. «Nunca, jamás, se me había cruzado por la cabeza que las balas eran de verdad. Yo veía que la policía tiraba, pero creí que eran balas de goma. No es que yo sea un imprudente ni un colgado y por eso me empeciné en cruzar. Simplemente creí que eso no se podía hacer. Y que no lo hacían».
Es difícil saber qué habrán imaginado los médicos de guardia al encontrarse con Marcelo, tendido en la camilla, temblando de miedo. Pero es posible que no hayan encontrado allí ninguna huella que les permita descifrar su historia.
Marcelo nació y se crió en San Martín, una localidad del oeste bonaerense marcada por el surgimiento y caída de grandes fábricas, pequeños talleres y centros comerciales que la convirtieron en los años 60 y 70 en un punto clave del cordón industrial bonaerense, hoy poblado de fantasmas. Edificios vacíos, persianas cerradas, grandes parques industriales convertidos en hipermercados. San Martín se quedó sin trabajo, pero con su numerosa población intacta. La postal de la crisis la traza hoy un estudio realizado por la consultora Equis en la zona: en el año 2000, el 54,2 por ciento de los asalariados del Gran Buenos Aires tenían ingresos por menos de 500 pesos en un país cuya canasta familiar, según la misma consultora, se calcula en 1.025 pesos.
Marcelo tiene título secundario, un teléfono celular, una computadora y una casilla de email. Tiene un padre que es empleado en una farmacia, una mamá ama de casa y una novia, Verónica, con la que quiere casarse desde hace diez años. No es pobre, pero se ha empobrecido. No es un adolescente, pero sus ingresos oscilantes le impiden hacerse adulto. No sabe cómo construir su futuro, pero hasta tanto ancla sus sueños a un objeto: su batería. A ella le dedica sus horas libres. Toca en tres conjuntos, con los que ensaya en diferentes días, siempre después de cumplir con el horario del único trabajo que consiguió en todos estos años y con el que cual prometió cumplir, pase lo que pase, hasta que las cosas con la música vayan mejorando. «Pero ahora renuncié. Una de las cosas que aprendí con todo esto es que si me voy a morir de hambre, que por lo menos sea con algo que me gusta. No pienso hacer nada que no me guste. No tengo porqué aguantarlo. Eso es lo que aprendí en el Obelisco el otro día. Y creo que ahí me encontré con otra gente que, como yo, ya no se la banca».
Cuando se le pregunta si tiene miedo, su respuesta también es didáctica: «Tengo miedo porque sé que en la música todo es a pulmón. Y mirá como estoy». Marcelo levanta la sonda que sale de su pulmón y una bolsa de sangre y aire queda a la vista.
Es un líquido oscuro, vicoso, impresionante.
Cintia Castro, miembro del cuerpo legal de la Liga Argentina por los Derechos Humanos, informa que ya presentaron veintidós demandas ante el juzgado de la doctora Servini de Cubria por los delitos de tentativa de homicido, lesiones, tratos crueles, degradantes e inhumanos, daños y robo. Pronto serán veintitrés, ya que el padre de Marcelo escogió esa organización para presentar su caso.
Del resumen de esas demandas, Castro llega a las siguientes conclusiones: «Hubo tres focos de represión claramente diferenciados y que geográficamente podríamos delimitar en la zona de Plaza de Mayo, en Congreso y en las proximidades del Obelisco».
En la zona del Obelisco y Avenida de Mayo se concentraron los casos con balas de plomo. Además de los muertos, la Liga denunció tres heridos con bala de plomo en la cabeza. Dos son motoqueros (mensajeros que se desplazan en motocicletas y que participaron de la protesta de manera tal que un cronista los bautizó «la caballería de los manifestantes»). El tercero es un estudiante del magisterio J. V. González. Las lesiones lo dejaron sin movilidad de la cintura hacia abajo.
En Plaza de Mayo se concentran las denuncias por golpizas y malos tratos, que incluso continuaron una vez producidas las detenciones, en las comisarías. La Liga las menciona por sus números: seccional primera, segunda, tercera y sexta. Castro sintetiza así lo que vio: «La gente que vino acá a firmar la demanda estaba violeta por los golpes recibidos»
En Congreso, la mayoría de las denuncias son por heridas de balas de goma. «Hay una chica integrante de la agrupación Hijos ( agrupación que reúne a los hijos de los desaparecidos durante la dictadura militar) que está con riesgo de perder el ojo y otra a la que le sacaron doce balazos de goma de las piernas» , asegura Castro.
Otra de sus conclusiones es que del relato de los heridos se establece un pico: entre las 16 y las 19.30. «En ese horario se concentran los casos más graves».
-¿Notó que tuviesen algo más en común?
-Sí: son todos jóvenes. Y no hay rubios.
Fernando Almirón comienza por señalar las diferencias con su hermano Carlos. «El era narigón y yo no. El era re estudioso y yo no terminé la secundaria. El tenía 23 y yo 19. A él le gustaba Hermética (un grupo de heavy metal) y a mi la cumbia. El era hincha de Independiente y yo de Los Andes. El era blanco y yo soy morocho». Aunque para él la principal diferencia era otra: a él no le interesa la política y su hermano era militante. Carlos se acercó a una organización social en una protesta contra la violencia policial y siguió participando en la Universidad, en donde cursaba la carrera de Sociología.
Los dos vivían con su bisabuela, Martiniana, de 82 años, en Lanús, una localidad del sur bonaerense de casitas bajas y calles arboladas. La de los Almirón es grande, con tres habitaciones, un jardín en el frente y una parrilla al fondo, custodiada por dos perros. De allí partió Carlos el jueves 20 por la mañana hacia Plaza de Mayo y desde allí salió Fernando desesperado, cuando le anunciaron que su hermano había muerto por un impacto de bala en el tórax. Allí también lo velaron el domingo 23 y desde allí partió el cortejo fúnebre con más de mil personas gritando una consigna política más vieja que el cadáver: «la sangre derramada no será negociada».
La misma consigna escuchó María Mercedes Arena en el sepelio de su marido, Gastón Riva, el padre de sus tres hijos, el motociclista que trabajaba desde las seis y media de la mañana hasta las doce de la noche, el primer muerto registrado a las 16.20 en Lima y Avenida de Mayo, el que recibió el impacto en pleno corazón, el hombre al que su mujer no quiere que se lo identifique por ninguna otra cosa que no sean todas estas. «El no era dirigente motoquero. Ni siquiera estaba afiliado. Estaba caliente, como todos, y seguramente por eso participó de la protesta. Por toda la situación económica, por lo que estamos pasando y porque tenemos tres chicos. ¿Le parece poco?».
Muy cerca de él y a la misma hora cayó Diego Lamagna. Poco se sabe hasta ahora de Diego: sólo que tenía 26 años, era estudiante y vivía con su madre , quien hace poco tiempo había perdido otra hija. Una tercera se la llevó ahora con ella a Puerto Madryn, en la Patagonia.
El quinto muerto parece ser la única excepción. Luis Alberto Márquez no tenía veintipico, sino 58 años. En el expediente consta que le dispararon dos veces: una en el cuello y otra en el pecho, en la esquina de la avenida Nueve de Julio y Sarmiento. Allí está ahora su hijo, Daniel Márquez, participando de una ceremonia organizada por el Grupo de Arte Callejero (GAC) y que a siete días de la batalla recorre los cinco puntos de la ciudad en donde ha caído cada muerto. En cada uno, colocan un pequeño altar, desparraman flores y velas y despliegan un cartel con la consigna: «Asesinado por la represión policial en la rebelión popular del 20 de diciembre de 2001».
Daniel tiene 24 años, ojos azules y algunas pecas. Lleva un pantalón de color claro y una chomba roja. Cuando los manifestantes -que apenas suman doscientos- dejan de vivar el nombre completo de su padre, se le acercan unos hombres que ni siquiera conoce, le dan un beso, le piden fuerza y lo dejan solo. Daniel mira sin llorar esa tumba improvisada con cartones, tela negra, velas y flores. Su papá trabajaba muy cerca, comenta. Era vendedor de seguros. Era militante peronista.
Daniel está, literalmente, aterrizando en ese pedazo de suelo argentino. Acaba de llegar de España. Pero su relato no arranca allí, sino en el punto exacto de lo que recuerda como una pesadilla. «La caída comenzó hace diez años. En el 93 nos fuimos por última vez de vacaciones. Al poco tiempo, mis padres se separaron. Empezamos a estar muy mal económicamente. Decidí terminar el secundario a la noche, para poder trabajar. Intenté de todo. Mi último empleo fue como repositor en el supermercado Wal-Mart. De lunes a sábados, nueve horas, por 600 pesos mensuales. No estaba mal. El problema no era el sueldo ni el tipo de trabajo, sino el futuro: en este país por más que te mates trabajando, lo mejor que te puede pasar es mantenerte en el mismo lugar, muerto de miedo, esperando que te bajen el sueldo o te despidan. Entonces, empecé a pensar en irme. Compré el pasaje a fines de noviembre y viajé el 4 de diciembre. El día que mataron a papá había conseguido mi primer empleo en Madrid. Estaba feliz».
-¿Qué hacías?
-Era pintor de paredes.
Foto> Cooperativa SUB
Portada
Hasta siempre, Mirta
Lo dijo con una sonrisa, amorosa, y con la mirada encendida, directo a los ojos: “El miedo es para los cobardes”. Fue un jueves de puro sol, cuando le preguntamos si tenía miedo en este contexto, antes de comenzar una nueva ronda que justo ella, con otras trece madres, fundó el 30 de abril de 1977, cuando buscaban con desesperación a sus hijos e hijas.
Mirta Acuña de Baravalle buscaba, además, a un nieto o nieta: su hija Ana María, a quien secuestraron el 26 de agosto de 1976 junto a su compañero Julio César Galizzi, estaba embarazada. Mirta murió este viernes sin saber qué pasó con ellos.
Su despedida será de 16 a 19 en el hall del Municipio de San Martín, el partido donde ella vivía, donde jugaba al scrabble sin cansarse, y donde seguía todos los jueves las rondas de Madres Línea Fundadora por las transmisiones de medios comunitarios, mandando saludos en vivo y recordatorios que una hermana leía sobre otras personas desaparecidas.
Tenía 99 años, la mirada encendida y la sonrisa amorosa, para indicarle a nuevas generaciones que la lucha sigue.
Gracias, Mirta.
Presente, ¡ahora y siempre!
Mirta en las marchas masivas del 24 de Marzo, marchando por la memoria, la verdad y la justicia junto a sus compañeras de Madres Líneas Fundadora. Foto Lina Etchesuri para lavaca
24 de Marzo de 2017. Mirta acompañada por Victoria Moyano, nieta recuperada. Foto Lina Etchesuri para lavaca
Esta foto fue tomada el 29 de febrero de este año y fue el último jueves de ronda donde estuvieron las tres Madres Líneas Fundadora juntas: Nora Cortiñas (fallecida el 30 de mayo), Mirta Baravalle (en el centro) y Elia Espen. Consultada sobre si tenía miedo en un contexto de discursos de odio y negacionistas, Mirta respondió a Lavaca con una sonrisa: “El miedo es para los cobardes”. Foto Lina Etchesuri para lavaca
Nota
S.O.S. Garrahan: el desfinanciamiento del hospital modelo
Un guardapolvo blanco, pintado de letras rojas en el dorso: “Salud en lucha”. Una pancarta naranja, con letras negras, que grita: “El Garrahan es insalubre”. Lo que adorna a las instalaciones del centro pediátrico de referencia en salud pública, gratuito, de altísima calidad y de máxima complejidad donde se atiende a infancias de todo el país, refleja el contexto de lucha: seis paros en diez semanas. Una movilización el martes pasado a Plaza de Mayo. Otros paros por venir. Y un festival que se está organizando para el 8 de noviembre. Seis mil laburantes que dijeron basta, que ya no se puede, que así no se sigue. Los reclamos son tan centrales como diversos: salario, condiciones laborales y presupuesto. Todos, repercuten en un problema tan primordial como poco tenido en cuenta: la salud mental de sus trabajadoras y trabajadores.
Por Francisco Pandolfi
Lo que pasa puertas adentro de esta entidad emplazada al sur de la Ciudad de Buenos Aires llevó a que en 2019 se creara la Comisión de Condiciones de Trabajo Insalubres y Agotamiento Prematuro del Hospital Garrahan.
Ivone Malla tiene 55 años y es, desde hace 12, médica hepatóloga del hospital e integra la comisión desde su nacimiento. Le cuenta a lavaca por qué surgió la necesidad imperiosa de organizarse y de ponerle ese nombre: “En 2019 empezamos a notar la situación compleja en la que estábamos. El grado de sufrimiento que padecíamos por estar expuestos durante tanto tiempo, todos los días, muchas horas por día, bajo una presión insoportable un tercio de nuestra vida. Armamos un grupo de whatsapp, primero entre cinco, seis personas, y en menos de una semana éramos 200. Hicimos reuniones y armamos la comisión con integrantes de distintas áreas del hospital. Y decidimos armar un informe que es contundente por los datos que denuncia. El documento de 40 páginas tiene cifras como estas: “En el Garrahan muere casi un paciente por día. La mayor parte es menor de un año y un cuarto menor a un mes”.
La salud de quienes cuidan la salud
Ivone actualiza algunos datos del informe presentado en marzo de 2020:
–El 26 por ciento de las licencias que se piden en el hospital se deben a trastornos de depresión y problemas de salud mental.
–Hicimos una encuesta y uno de cada 2 trabajadores del hospital toma psicofármacos.
–Otro dato alarmante tiene que ver con la tasa de suicidios. El hospital duplica a la tasa del país, que es de uno cada 12 mil personas por año. En el Garrahan somos 6 mil laburantes y tenemos un trabajador por año que se suicidó. De hecho, cuando empezó este reclamo se mató un compañero. Obviamente este no es un número oficial, porque pedimos el registro a las autoridades y no brindan la información, pero nosotros sabemos bien lo que pasá acá.
Frente a este escenario, desde la Comisión proponen medidas concretas: “Demostramos con datos fehacientes que el trabajo que realizamos afecta nuestra salud física y mental y amerita la aplicación de un régimen especial que contemple las condiciones de trabajo insalubres y/o agotamiento prematuro a los que estamos expuestos, y limite la exposición con reducción horaria sin afectar nuestros salarios (de ocho a seis horas el área médica y de siete a seis la enfermería), licencias por estrés (de cinco a quince días anuales) y reducción de nuestros requisitos jubilatorios (25 años de servicio, mínimo 50 años de edad y 82% móvil).
Ivone sentencia: “Se habla mucho del modelo Garrahan, que la manera de sostenerlo es que pasemos más horas en el hospital y debe suceder todo lo contrario. Un motivo por el que se están yendo muchos profesionales es por los bajos salarios, porque aunque siempre cobramos poco el ajuste de los últimos meses es feroz, pero otro factor es por ese mismo modelo Garrahan que te obliga a quemarte, a dejar la salud, porque te exprime a tal punto de ser expulsivo. No podemos continuar un sistema que no cuida la salud de quienes cuidamos la salud pediátrica de mayor complejidad del país”.
La situación de insalubridad de las y los trabajadores del Garrahan es gravísima.
El sueldo más bajo de la historia
Norma Lezana es la Secretaria General de la Asociación de Profesionales y Técnicos. Tiene 62 años y hace 36 que trabaja en el hospital, cuando ingresó meses después de la inauguración del Garrahan, el 25 de agosto de 1987. “Estudié en la universidad pública y recuerdo cómo mi sueño era trabajar en ese lugar que se estaba construyendo. Yo armé mi vida en paralelo a este hospital de tanto prestigio, que sigue solucionando las enfermedades más graves y raras de los niños y niñas de Argentina, que no son números. Cada historia es un pacientito, un nombre, una familia. Cada caso requiere una reunión, un equipo interdisciplinario detrás, esa siempre fue la intención acá, así nos formamos y así creció el Garrahan”, dice Norma, ya con los ojos vidriosos.
Esa labor en equipo, hoy la replican para otro tipo de lucha: “Ahora nos toca defender la importante misión que tiene esta institución, en un momento en el que quienes trabajamos estamos cobrando el sueldo más bajo de la historia. En menos de un año, la inflación fue de 236% y nuestro salario apenas subió el 100. Este cambio fue de golpe, entonces no hubo manera de acomodarnos, porque no podés de un día para el otro dejar de pagar internet, de mandar a tu hijo al colegio, ya no pagar los impuestos. Es angustiante lo que estamos viviendo. Una compañera el otro día me dijo que empezó a pagar el alquiler con el crédito que te da Mercado Pago, que te cobra mucho interés y en poco tiempo ya no va a tener sueldo. Otra me dijo que no tenía de dónde sacar para el campamento escolar de su hijo. Yo gastaba 5 mil pesos de luz y me vinieron 100 mil. Es muy estresante, esto antes no pasaba”.
Desde las distintas organizaciones que forman la vida política del hospital dan números concretos: los operarios y técnicos no llegan a 500 mil pesos. De enfermería a 750 mil. 900 mil del área médica con aproximadamente 15 años de experiencia. Ivone expresa: “Necesitamos una recomposición salarial del 100% y un sueldo inicial igual a la canasta familiar, que hoy está en 1.500.000 mil pesos”. Completa Norma: “Los sueldos más bajos están bajo la línea de la pobreza y los de la mayoría, salvo los de los médicos más antiguos y los cargos de conducción, tampoco llegan a cubrir la canasta básica. Frente a esto, nuestro sueldo subió un 1 y un 2% en las últimas paritarias, que es lo que firmó UPCN con el gobierno nacional. Por eso denunciamos al sindicato, a la CGT y a la CTA, porque firmaron esto calladitos, como si no se dieran cuenta la situación que vivimos”.
Norma es licenciada en nutrición y pone el foco en lo que compra (o no) la gente y en lo que mira (o no) el Gobierno nacional: “Veo changuitos vacíos, poca fruta, verdura y lácteos. El salario no es algo que nos puedan recortar, porque no es un gasto. Pero este gobierno es insensible, cruel, lleno de mercenarios. Pueden hablar de déficit cero, de que Caputo es el mejor ministro, pero la realidad es que varios enfermeros después de trabajar diez horas, cuando salen a las 7 de la mañana de acá se van a otro trabajo y no a descansar. Puede ser libertario o no libertario, pero si esta es la realidad sólo queda claro que es un gobierno pésimo”.
Mientras tanto, la perspectiva del Ejecutivo: “El Ministro de Salud Mario Lugones acaba de presentar un plan estratégico de recorte del 20% en la salud. Es criminal esta decisión. Y sólo se explica con el lobby que está haciendo la gestión privada. Los funcionarios son sus gerentes y nos están llevando a un retroceso tremendo”.
Hay salarios iniciales que no llegan a los 500 mil pesos.
El éxodo de trabajadores
Josmar Flores Arnéz es licenciado en bioimágenes, tiene 36 años y hace 15 que trabaja en el servicio de neurointervencionismo del hospital. “Desde hace varias semanas luchamos por una recomposición salarial y por mejores condiciones de trabajo. Este año convivimos con un presupuesto congelado que duró los primeros seis meses. El Ministerio de Salud mandó una ampliación de ese presupuesto, pero es insuficiente. Por eso exigimos la apertura de paritarias y un porcentaje acorde que por lo menos nos empate con la inflación. Las categorías más bajas no pueden cubrir ni lo básico, como vestirse, comer, educarse”.
Josmar es delegado de la junta interna de ATE y comparte un dato que refleja la situación extrema: “No nos quisieron decir el número concreto, pero desde la propia Dirección confesaron que en los últimos 9 meses renunció la misma cantidad de profesionales que en los últimos 9 años. Si bien esta situación no empezó con este gobierno, sí la profundizó muchísimo y potenció el éxodo de profesionales. Esa pérdida no se recupera”.
Guido Gromadzyn es neurocirujano y parte de Trabajadores Autoconvocados del Garrahan. Tiene 40 años y desde 2009 recorre estos pasillos. Su cumpleaños de 15 no está siendo el más feliz: “Nunca estuve tan preocupado, porque la salud pública está peor que nunca. El hospital hasta ahora, había sido un oasis al realizarse las técnicas más avanzadas y nunca nos faltó nada. Si bien muchas veces tuvimos conflictos de sueldo, es muy preocupante sentir cómo el hospital de a poco se va debilitando y desmantelando desde el recurso humano, y desgranando todo el trabajo interdisciplinario tan característico del Garrahan. Siempre tuvimos los mejores profesionales y ahora están renunciando porque no llegan a fin de mes, profesionales que tienen alquilar y les es imposible, hipermegaespecialistas que ya no les conviene hacer las jornadas extendidas de 8 horas cobrando un sueldo miserable y entonces se van a trabajar a otro lugar o directamente fuera del país”.
Guido mira el futuro: “Es lo que más me preocupa. Somos un hospital escuela y va a llevar años y décadas formar este tipo de profesionales. Esto va a repercutir directamente en la salud de los chicos y si sigue así va a empeorar, porque muchos compañeros nos dicen: ‘Yo estoy hace 15 años, siempre me puse la camiseta, pero más allá de marzo no aguanto’. Es desesperante saber que en poco tiempo el gobierno está rompiendo todo y que nos va a llevar muchísimo reconstruirlo”.
Sobre el financiamiento freezado, Norma Lezana pone números: “Al presupuesto que teníamos de 60 mil millones del año pasado, que estuvo congelado todo el año y que en junio se acabó, llegó un refuerzo de 90 mil millones de pesos, o sea, un tercio más. Pero eso no tiene nada que ver con la realidad. Solo por poner un caso: el medicamento gammaglobulina aumentó 10 veces, y lo mismo sucede con el resto de los remedios, insumos y obras. Por eso en salud no se puede ajustar, pero el ministro Lugones es el hombre manos de tijera, solo piensa en recorte, recorte y recorte”.
Hay motosierra, licuadora y también organización como defensa de la salud pública.
El ministro que nunca pisó el hospital
El Juan Pedro Garrahan lleva ese nombre por un reconocido pediatra. En cuanto a su sostenimiento, depende un 80% del Ejecutivo nacional y un 20% del gobierno porteño. Cuando a principios de octubre asumió el ministro Lugones, una de sus primeras decisiones fue echar a todos los integrantes del Consejo de Administración, al otorgar un bono por única vez de $500 mil pesos a las y los trabajadores. Contextualiza Ivone: “El bono no fue una dádiva, sino el producto de varios meses de reclamo y además se obtuvo con recursos genuinos que producimos con nuestro trabajo, ya que ese dinero salió de una caja donde va la plata que se recauda de las obras sociales de los pacientes. Esa caja sigue existiendo, pero el mensaje de la patronal fue que ya no se repartirá entre las y los trabajadores”.
Josmar agrega: “Cuando Lugones se reunió hace 15 días con el nuevo Consejo de Administración (presidido por Soraya Anis El Kik) dijo públicamente que el presupuesto del hospital garantizaba su total funcionamiento, pero nosotros sabemos que no es así”. Da un ejemplo: “En una de las terapias especializadas en pacientes inmunosuprimidos donde sí o sí debe haber una determinada ventilación, en estos últimos días de calor los aires acondicionados no funcionaron. Y no funcionan desde hace varios meses porque dicen que no hay plata para arreglarlos. Da otro: “No solamente se nota en las habitaciones de los pacientes, también en los entrepisos técnicos donde está toda la maquinaria, hay mucha precariedad en el ambiente, con paredes, techos y pisos rotos”. Otro más: “En los vestuarios del personal hay humedad, hay ratas, hay baños clausurados”. Y explica el por qué de las palabras del ministro Lugones: “Nunca pisó el hospital”.
A 37 años de su inauguración, sus trabajadores denuncian cómo lo están desmantelando.
La resistencia
Por año, el Garrahan atiende 660 mil consultas. Realiza 12 mil cirugías. Trata el 40% del cáncer infantil del país. Hace más de 100 trasplantes pediátricos de órganos, lo que representa al 50% de toda la Argentina.
Eso, y muchísimo más, es lo que está en juego.
Tras la marcha blanca del martes pasado, donde confluyeron con las clases públicas universitarias, ayer se consensuó en la asamblea del Garrahan continuar el plan de lucha. Se votaron dos paros: el jueves 31 de octubre, con permanencia y distintas actividades. Y el viernes 8 de noviembre, con un abrazo cultural y social en defensa del hospital, y con el cierre de un festival musical.
Guido Gromadzyn: “Hace meses que reclamamos y, aunque esto nos está llevando un montón de desgaste mental y emocional, vamos a seguir organizándonos para que esto le llegue a toda la comunidad y así evitar que esto se desbande aún más. Vamos a seguir, porque aunque este gobierno parezca que nunca escucha, siempre sirve hacer ruido”.
Cierra Norma Lezana: “Hay mucho en riesgo y no sé si la población es consciente de lo que se puede llegar a perder si no hay un cambio de rumbo en un gobierno que no dialoga, que no entiende lo evidente. Acá estamos preparados para resistir, porque si no resistimos nosotros, no lo va a hacer nadie. Estamos fortalecidas y convencidos de que vale la pena defender todo lo que significa nuestro hospital Garrahan”.
Nota
Desalojo a una comunidad originaria en Jujuy: el poder político detrás de la violencia policial
La comunidad originaria kolla de Guerrero, al sur de la provincia, fue desalojada este martes en medio de una violenta y desproporcionada represión policial: “Casi 200 policías para un puñado de mujeres, niños y ancianos”. Hubo detenciones y vejaciones: “Les hicieron sacar toda la ropa; los tuvieron contra una pared con los brazos arriba por tres horas y si querían bajar los brazos, les pateaban las canillas”. La complicidad entre la Justicia y el poder político. La figura del empresario de medios y ex vicegobernador peronista Guillermo Jenefes, cuya familia reclama esas tierras. La voz de la comunidad desterrada, que hace siglos vive en ese territorio: “Pasaron las topadoras por nuestras casas, por nuestra chacra. Arrasaron con todo, no quedó nada”.
Por Francisco Pandolfi
En Jujuy, a la gente originaria la destierran de su tierra, por ejecución de la policía, por orden de la Justicia y por decisión de la política.
Los desalojos de las comunidades indígenas no son una excepción, sino una regla a piaccere de quienes manejan la provincia del norte del país. Fueron moneda corriente en la última parte de la gestión de Gerardo Morales. Y lo son desde que el pasado 10 de diciembre lo reemplazó Carlos Sadir, quien fuera su Ministro de Hacienda y Finanzas. Este martes, cinco familias campesinas fueron arrancadas de su tierra ancestral en la localidad de Guerrero, al sur de la provincia de Jujuy, a 20 kilómetros de la capital, San Salvador. Una comunidad que contaba con personería jurídica desde 2008, otorgada por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI) y con el plano catastral que marcaba los límites de su territorio, publicado incluso en el Boletín Oficial de la Nación (resolución 62/2018). Ni ese marco legal impidió un operativo violento y descomunal conformado por más de 150 policías, luego que la jueza Lis Valdecantos Bernal, a cargo del Juzgado 7° de Primera Nominación en lo Civil y Comercial, ordenara el desalojo.
No se trata de un terreno más. Detrás de este desalojo se encuentra la todopoderosa familia Jenefes, que reclama las tierras como propias. Guillermo Jenefes fue vicegobernador de Jujuy entre 2011 y 2015, en la administración peronista de Eduardo Fellner. En ese lapso, nombraron a la Valdecantos Bernal como jueza. Guillermo Jenefes también fue uno de los constituyentes que votó a favor de la Reforma (in)Constitucional que el radical Gerardo Morales impuso el año pasado a espaldas del pueblo. Guillermo Jenefes además es un robusto empresario de medios de comunicación de Jujuy. Juan, su hijo, denunciante de la comunidad indígena, es diputado provincial por el PJ.
Fotos: comatoconvocada.jujuy
Arrasa-miento
Lorena Durand integra la comunidad kolla de Guerrero recientemente despojada. Cuando la contactamos desde lavaca, pidió si la podíamos llamar “en quince minutos” porque estaba entrando al colegio de sus hijos a justificar por qué no fueron a clase esta semana. Se la nota agitada. Con un dejo de agotamiento en el habla y en la respiración, que persiste en el aire cuando termina cada oración. Minutos después, lo primero que dirá son dos palabras, con múltiples significados: “Acá estamos”.
El acá estamos literal es en el portón de ingreso de su comunidad. “Nos acercamos a pedir por nuestros animales. Y a darles agua y comida, pero no nos dejaron. Además de animales grandes, como vacas, caballos y ovejas, quedaron gallinas, gatos y un corderito al que estábamos dándole mamadera. Una abogada proteccionista nos está ayudando y logró que nos los entreguen, aunque por tandas. Ayer nos devolvieron algunas perras, en un estado deplorable, golpeadas, asustadas. De 30 gallinas nos dieron 11, todas muy lastimadas. La Policía demolió nuestras casas, pasaron las topadoras cuando la orden judicial decía solamente desalojar. No deberían haber tocado las viviendas y creemos que en esa demolición aplastaron a muchos animales”.
El acá estamos, Lorena también lo dice suspirando injusticia y una lucha que seguirá, ahora sin un techo donde vivir, y en una abismal desigualdad de condiciones. Habla de corrido, como quien necesita diseminar lo que está pasando lo más rápido y contundente posible. “Los animales grandes no los vamos a sacar, porque sacarlos sería perder nuestra posesión y no lo vamos a hacer”. Y repite, porque cree que hay oraciones que necesitan subrayarse: “Y no lo vamos a hacer. Nosotros acá estábamos en uso y posesión de nuestra tierra, vivíamos, teníamos árboles frutales, nuestra chacra y los animales, que son nuestra principal fuente de ingreso. Todo fue arrasado. Todo. No quedó nada”.
Fotos: comatoconvocada.jujuy
Jenefes, el patrón
De fondo, se escuchan los bocinazos de gente autoconvocada que se acercó a apoyar a las familias. Hay mucho ruido en este desalojo: “Somos una comunidad aborigen con reconocimiento nacional, pero en Jujuy Guillermo Jenefes maneja absolutamente todo: el poder político, la policía, todo, todo, todo. Él quiere sacarnos del terreno para fraccionarlo y venderlo; al resistir estamos yendo contra el gran patrón de la provincia”.
Lorena argumenta: “Nosotros no somos una comunidad improvisada como él nos quiere hacer ver, no estamos fuera de regla. Hasta tenemos personería jurídica otorgada a nivel nacional. Figuramos en el ReNaCI (Registro Nacional de Comunidades Indígenas) y en el ReTeCI (Programa de Relevamiento Territorial de Comunidades Indígenas), además de tener nuestra carpeta técnica aprobada por el Estado Nacional. Desde Buenos Aires mandaron un equipo técnico y corroboraron nuestra existencia y preexistencia en este lugar, donde estuvieron nuestros antepasados mucho antes que cualquiera. Pero hoy, con el poder y el dinero que tiene, Jenefes hace lo que se le antoja”.
Fotos: comatoconvocada.jujuy
Una peli de terror
El martes a la mañana arremetió un operativo encabezado por efectivos del CEOP (policía provincial), con más de diez patrulleros, caballos y armas de fuego. Detuvieron a seis integrantes de la comunidad “por resistencia a la autoridad” y los liberaron algunas horas después. Cuenta Lorena: “Nos pasaron por encima. Vinieron casi 200 agentes para desalojar a un puñado de mujeres, niños y ancianos. A mi nene de 10 años le doblaron los brazos hacia atrás. Fuimos violentados y vulnerados, la situación fue totalmente caótica y traumática. Se llevaron a dos personas mayores de 70 años, sin comida, ni bebida, incomunicados. A mi esposo y a mi primo los golpearon, los vejaron, les hicieron sacar toda la ropa “para buscarles los celulares”; los tuvieron contra una pared con los brazos arriba por tres horas y si querían bajar los brazos, les pateaban las canillas. De terror la violencia que generaron, no hay palabras para describir lo que pasamos”.
Hay más. Clemencia Farfán tiene 99 años y vivió allí toda su vida. Es la abuela de Lorena: “La sacaron de la cama donde estaba, la empujaron a su silla de ruedas y la llevaron afuera, le cerraron las puertas de su propia casa y la pusieron de espaldas a su tierra. Fue terrible lo que hicieron y con muchísima brutalidad”. Su abuelo Carlos falleció hace tres años y está enterrado en su territorio. “El mayor miedo que tenemos es que saquen el cadáver de nuestro abuelo. Nos dieron 72 horas para que lo saquemos. ¿Cómo vamos a sacarlo de su tierra? Ellos están tratando de borrar todas nuestras huellas, causando el mayor daño posible antes de que regresemos a nuestro hogar, porque saben bien que hicieron las cosas mal, que la orden de la jueza está totalmente fuera del orden constitucional”.
Un puñado de kollas
La vocera de la comunidad asegura que la jueza Lis Valdecantos Bernal firmó el desalojo porque Jenefes, cuando era vicegobernador, la nombró en ese cargo. “Le pagó el favor y puso una firma donde no había argumento, pero Guillermo Jenefes mueve los hilos de todas las marionetas: el Poder Judicial, la Policía y el resto de los políticos. Él hace ostentación de su poder, a diestra y siniestra, sin importarle nada”.
La disputa la tierra lleva 17 años sin ninguna resolución: Explican desde la comunidad: “Si Jenefes tuviese algún papel que demostrase que es suya o de su familia, ¿alguien podría creer que el conflicto jurídico seguiría? No, nos hubieran sacado desde un principio. No hay ni un papel que corrobore que el terreno es de él, pero la jueza debió pagar el favor. Este hombre es dueño del canal 7 –la única señal que llega a todo Jujuy– y tiene mucha injerencia en el canal 4, por eso en la provincia no se nos abren los micrófonos”.
Además de un posible negocio inmobiliario, en zona de majestuosas yungas, pura vegetación verde y cerros, Lorena apunta a otro foco de la persecución: “Jenefes es una persona cuyo orgullo no le permite mirarnos como iguales. Odia que un puñado de kollas ose pararse delante de él, mirarlo a los ojos y decirle: ‘Vos no sos mi patrón’. El país tiene que saber que los desalojos a las comunidades originarias están siendo cada vez más frecuentes. Los terratenientes están tomando un impulso que debemos frenar. Lo que nos hicieron debe ser la gota que rebalsó el vaso”. Concluye, desde la puerta de su comunidad, aunque del lado de afuera del portón: “Somos la comunidad aborigen de Guerrero, pertenecientes al pueblo kolla, de piel oscura y estamos orgullosos de serlo. Acá estamos, y acá estaremos”.
Fotos: comatoconvocada.jujuy
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