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La bendición de la impunidad

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Jorge Garaventa intervino como terapeuta en casos de abuso y escribió una docena de libros sobre el maltrato infantil. Para resumir su opinión sobre cómo resuelve la justicia estos temas inventó un nuevo concepto: ostentación de impunidad.

La bendición de la impunidadCuando se propuso analizar desde su mirada experta uno de los fallos sobre los abusos denunciados ante la justicia, que involucran a personas relacionadas con la Iglesia católica, el psicólogo Jorge Garaventa escribió un nuevo concepto. Lo llamó “ostentación de la impunidad” y, según él, refiere a un grave síntoma social. Así justifica su definición: “De lo que se trata es de la impunidad, pero no de lo que ocurre sencillamente cuando un crimen queda impune, sino de cuando está claramente al servicio de los efectos que busca producir. Hablamos entonces de la ostentación de la impunidad, es decir, de cuando ésta no sólo no se oculta, sino que se muestra obscenamente para dar un mensaje en las víctimas. Éstas, a su vez, deberán ser vehículo de desaliento. La ostentación de la impunidad retrotrae a las víctimas al momento mismo de la perpetración del abuso, con el agravante de que vuelve de una esperanza cercenada de que su vida podría ser de otra manera… se cierra el último horizonte posible…”.
Garaventa es psicólogo, orientado en temas de maltrato y abuso contra la niñez, coautor de 12 libros de la especialidad, además de numerosos artículos. Ha sido perito de parte en varios juicios. Es una voz capacitada y respetada en cuestiones referidas a abuso sexual infantil. Y es la persona capaz de aclararme todo lo que aún se me hace difuso.
Así comienza: “Las consecuencias psicológicas que arrastran los menores abusados siempre son devastadoras. Algunos autores hablan de sobrevivientes justamente porque se produce un arrasamiento psíquico de esa magnitud. Si se dan determinadas circunstancias, esta situación es superable. Depende del grado de credibilidad con que se reciba su relato, de la contención que les dé la familia, de que su palabra circule, y de que la justicia cierre el círculo con la reparación simbólica que significa un fallo condenatorio”.
Pienso en ese círculo del que me habla Garaventa y empiezo a comprender algo de lo que él había expresado en su definición, pero él avanza sobre un ejemplo concreto que dice haber estudiado detenidamente: “El caso de Nuestra Señora del Camino es insólito, porque parece diseñado para arribar a una sentencia ejemplificadora, cuyo efecto social es desalentar nuevas denuncias por abuso sexual infantil. Los jueces deben medir esas consecuencias, independientemente del caso que los aboca”.
¿En qué medida un niño puede ser, psicológicamente, inducido a relatar un caso de abuso sexual?
Hay dos teorías pseudo científicas: la de la alienación parental y la de la co- construcción del relato. Las dos sostienen la posibilidad de que un niño pueda mentir en el relato de un abuso sexual que podría haber sufrido. Básicamente son similares y mientras una pone todo el acento en la forma en que la madre programa al niño en contra del adulto abusador, la otra hace hincapié en el trabajo para co-construir con el niño la falacia acusatoria. De más está decir que ambas teorías son utilizadas exclusivamente en un juicio por las defensas de los abusadores.
Supongamos que exista un caso en el cual sucediera tal inducción. ¿Cómo sería posible que un niño sostuviera la mentira?
En el poco probable caso de que un niño mienta en esas circunstancias, el relato cae rápidamente, se torna inconsistente y contradictorio. Pero además, siempre hay circunstancias concomitantes que permiten la validación. Hago una aclaración fundamental: no es lo mismo un relato contradictorio que una retractación. Los niños, generalmente, han sido abusados por un adulto cercano y querido, ya que la seducción ocupa un lugar central. Eso trae como consecuencia un cóctel psíquico explosivo, mezcla de culpa y temor, que lleva a retractarse temporariamente de lo que denunció. No entra en contradicciones, sino que afirma que todo lo dicho anteriormente era falso. Es importante conocer esta etapa porque luego, a la brevedad, todo vuelve a su cauce y la acusación se sostiene.

Peritos y pruritos

Garaventa me brinda más pistas para comprender cómo funciona el mecanismo. Puntualmente, me orienta sobre las pericias psicológicas que muchas veces se convierten, por los fallos judiciales, en el centro del debate: “La psicología pericial ha alcanzado un desarrollo importantísimo en nuestro país. Es un auxiliar fundamental de la justicia. Puede validar o invalidar conductas y situaciones con un alto grado de aproximación, pero no confundamos: el perito ni condena ni absuelve”. Agrega: “El juez Carlos Rozansky suele manifestar que en cuestiones periciales pasan cosas llamativas, ya que los jueces en contiendas, por ejemplo, de cuestiones edilicias o de demarcaciones de lotes de terreno no vacilarán en dar crédito a la intervención de peritos y, mucho menos, pondrán en duda su formación, la cual por lo general dan por sentada. Sólo ante dudas muy severas se convocará a otros peritos. Sin embargo, cuando se trata de casos de abuso sexual infantil la actuación de los magistrados suele ser llamativamente diversa, analizando, discutiendo o rechazando conceptos periciales con argumentaciones para las que carecen de formación alguna”.
¿De qué manera suelen expresar los chicos abusados los hechos de los que fueron víctimas?
La palabra es apenas un recurso más, mediante el cual es posible detectar el abuso sexual infantil. Cuando un niño ha sufrido esa situación, lo primero que se advierte es un cambio abrupto de conducta, una regresión a etapas anteriores y algunos síntomas: enuresis, encopresis, retraimiento, terrores nocturnos, angustias, llantos inmotivados, hiperactividad, distracción marcada, etc. Éstos son signos inespecíficos que, junto a otros, permiten diagnosticar el abuso con claridad, y siempre son específicos indicadores de que algo grave le está ocurriendo al niño. Cuando se trata de abuso sexual infantil sólo en contados casos hay violencia directa. En la mayoría de las situaciones hay, por parte del abusador, una paciente y sistemática actitud de seducción. Esto trocará luego en actitudes de extorsión y amenazas, que son algunas de las características principales del delito.
Según su experiencia acompañando a muchas víctimas, ¿cómo trata la justicia a las y los menores que fueron abusados?
Hay loables excepciones pero, lamentablemente, el pasaje de los niños por los tribunales es la historia del maltrato institucional y la victimización, el ninguneo y la invisibilización de su dolor. Casi todos los esfuerzos apuntan a garantizar los derechos del acusado, que sería lo correcto si hubiera correspondencia en relación a los derechos de la víctima.
 
Me detengo en la esta última frase para dimensionar la carrera de obstáculos que las instituciones les plantan a las víctimas que, a prueba de todo tipo de impedimento, se atreven a denunciar los abusos. Por primera vez en todo el relato me siento cerca de ver con precisión el macabro mapa que define cómo funciona este sistema.
Sin embargo, me falta una pieza central, la que sostiene todo el engranaje: qué reacción genera una denuncia de este tipo en la sociedad. Garaventa me ayuda a pensar: “El horror hacia la pedofilia es débil, temporal y poco creíble. A menudo se desplaza con rapidez hacia la revictimización, consistente en suponer que la víctima algo habrá hecho para transitar sus padecimientos, o que éstos son sencillamente productos de sus fantasías o de la sugestión materna, en conflicto con el padre. Esto se fundamenta en el Síndrome de Alienación Parental (SAP), que es una conceptualización por la cual se supone que los chicos son programados para repetir determinadas historias inventadas por los adultos”.
Garaventa me aporta una pista, que es la base con la que trabajan los psicólogos especializados: “Hay elementos concretos que permiten determinar si un chico dice la verdad o no. En los casos de Mar de Plata se trata de niños que tenían 3 y 4 años, y a esa edad no pueden hablar de cuestiones sexuales que desconocen, mucho menos con la precisión con que lo hicieron. En sus testimonios, hicieron alusiones a situaciones genitales concretas que son imposibles de ser fantaseadas y sostenidas en el tiempo”.
Por último, Garaventa me dice otra frase potente en la que observo el valor terapéutico de la verdad, y la perversidad con la que la justicia fortalece, con uno nuevo, el abuso inicial: “Lo que no se puede ni se aconseja hacer, porque los resultados serían terribles, es meter la basura debajo de la alfombra”.
Eso es exactamente lo contrario a lo que, en la mayoría de las veces, propugna la maquinaria judicial cuando funciona burocrática, lenta y displicente.

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