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Pedacito de cielo
Atrapasueños. Desde hace tres años están construyendo su propio mundo, que comparten con quienes quieren conocer la experiencia de autogestionar la vida casi sin dinero.
Una prolija casita de adobe, la huerta poblada de distintos vegetales, una arboleda de casuarinas, florcitas silvestres, el canto de los pájaros, una niña que corre descalza sobre la tierra fresca y tres perritos que la siguen. Este panorama bucólico es singular a los ojos de los curiosos que llegamos para averiguar cómo es la vida en Atrapasueños, una ecoaldea comunitaria en Florencio Varela. ¿Se puede vivir en una casa de barro? ¿Podemos alimentarnos diariamente con el producto de la tierra? ¿Es posible subsistir casi sin tocar billetes? Carolina y Pablo tienen la respuesta: sí.
Hace tres años decidieron mudarse a donde no había más que tierra. Con trabajo, tiempo, paciencia, un puñado de saberes que fueron acopiando gracias a la experiencia de otras personas con intereses similares y mediante la lectura de libros inspiradores, lograron que sobre esa tierra crecieran hierbas aromáticas y hortalizas orgánicas, que son su alimento cotidiano y cuyo desarrollo está regido por los principios de la permacultura, un sistema que propone el cuidado de la tierra, de la gente y la distribución de los recursos con equidad.
Con tierra, paja y vidrio construyeron una casa que habitan junto a Luna, su pequeña hija de 2 años, una nena que nunca vio televisión y tampoco la necesita.
Hacer click
Una hora y media de viaje en el 148 desde Constitución, una caminata de tres kilómetros hasta llegar a Atrapasueños y el vértigo de la ciudad se apacigua a cada paso, como si nos moviéramos en cámara lenta. Pablo va a buscarnos a la parada del colectivo y nos conduce por un sendero en el que nos cruzamos con vacas y ovejas. Cuando llegamos a destino, nos reciben Carolina, Luna y tres amigos que están viviendo allí por unos días. Eso es normal en esta aldea: siempre hay huéspedes que quieren transitar la experiencia de vivir en comunidad.
¿En qué momento la cabeza te hace click y dejás lo conocido para comenzar una vida con nuevos paradigmas, otras búsquedas y realidades? Pablo responde: “Yo trabajaba como administrativo, vivía en Lanús, comencé a interesarme por la buena alimentación e investigué sobre huertas. Después conocí a Caro, que estaba por el mismo camino y le pegamos para adelante. Primero necesitábamos encontrar un espacio donde vivir. Un vecino nos ayudó y dimos con estas tierras que estaban desocupadas desde hace veinte años. Luego entendimos que es fundamental contar con árboles, que actúan como una cortina que frena el viento sur y cuida los cultivos. Armamos la huerta, fuimos a encuentros de intercambio de semillas, nos nutrimos de los conocimientos de mucha gente solidaria, leímos libros y comenzamos a construir nuestra casa”.
Para levantarla, recurrieron a distintas técnicas que fueron aprendiendo y poniendo en práctica durante dos años. Adobe, alambres, paja, caña, bosta de caballo, bolsas de papa y arena son algunos de los materiales que emplearon y a los que les fueron dando forma de casa. También aprendieron que el aceite de lino le aportaba plasticidad y que la tuna combinada con agua produce una especie de gelatina que otorga impermeabilidad. Pablo nos señala el “techo vivo” que cubre la casa, una superposición de madera, cartón, plástico y panes de pasto, una mezcla de tierra negra y verdor natural muy atractiva a la vista. Como dice el saber popular: nada se pierde, todo se transforma, y así queda demostrado en un recipiente al que llaman compostera, donde van a parar todos los residuos. Las lombrices van comiendo el alimento orgánico y lo transforman en humus, al cabo de unos meses ya es tierra fértil que trasladan a la huerta y así continúa el ciclo constantemente eficaz.
Cuentan con ducha, lavadero y baño seco, en el que los desechos son tapados con aserrín, viruta, tierra, paja, cenizas o pasto. Luego se trasladan a una compostera especial, se dejan allí durante algunos meses y se obtiene abono orgánico.
En la huerta encontramos repollos, rabanitos, radicheta, perejil, calabazas, cebollas, remolachas, arvejas, habas, acelga y hierbas aromáticas que son disecadas, embolsadas y llevadas a ferias para la venta. Con ese dinero y el que reciben como colaboración de los talleres que ofrecen (construcción con adobe y agricultura natural) compran, en el circuito del comercio justo, los alimentos que aún no pueden producir.
Una decisión
Mariana, Gabriel y Emanuel son los visitantes de esta semana. Mientras exploramos cada rincón de la aldea, ellos se mantienen ocupados en la cocina. Cuando la comida está lista, nos sentamos alrededor de una mesa redonda y aparecen las delicias: sopa paraguaya, pan hindú y una pasta de arvejas.
Mariana conoció a Carolina cuando estudiaban Trabajo Social; no vive en la aldea pero la siente como su casa y está pensando en patear el tablero y hacer que lo esporádico se vuelva permanente. Gabriel vino desde Córdoba y da talleres de construcción con adobe; cada vez que anda por Buenos Aires sabe que lo espera una feliz estadía en Atrapasueños. Emanuel fue a unas jornadas que organizaron Carolina y Pablo durante un fin de semana. Desde entonces se va pero vuelve: “Renuncié a mi laburo, dejé la facultad y me estoy buscando. Estudiaba marketing y trabajaba en una empresa de aire acondicionado. No tengo mucho contacto con mis ex compañeros de marketing, pero algunos piensan que estoy loco y otros creen que estoy viendo cómo armar un negocio”.
¿Qué pensás que ganaste con la decisión de venir a vivir a Florencio Varela?, le pregunto a Pablo. “Siento que ahora todo tiene sentido. Antes estaba desconectado de un montón de cosas, tenía muchos desencuentros con el estudio, el trabajo, con los sentimientos. La velocidad con la que se vive nos saca de foco y las relaciones se dificultan. El sistema nos propone el consumo para estar mejor y nosotros estamos consumiendo menos y estamos mejor que antes. El dinero es una energía más, hay que saber ubicarlo”.
Los primeros tiempos fueron duros, explica Carolina, porque venían con una mirada teórica y tuvieron que pasar velozmente a la práctica. Aunque para encarar ese primer contraste muchas personas les abrieron los caminos de la experiencia y así fue creciendo Atrapasueños. También la ayudó su estadía en Velatropa –otra aldea ubicada en el predio de la UBA en Ciudad Universitaria– y sus visitas a la Huerta Orgázmika de Caballito. “No hace falta ir a Córdoba o a El Bolsón para cambiar de vida. Queremos transmitir que cualquier persona puede iniciar un proyecto como este, si lo desea. Nosotros no somos de otro planeta, ni somos maestros de nada: somos gente común que tomó una decisión. Simplemente hay que tomar la decisión y sostenerla”. Lo que antes Carolina sugería en charlas con amigos como un proyecto de vida que parecía utópico hasta para ella misma, se transformó en un espacio de vida autogestionada desde el desayuno hasta la cena, en un tiempo que manejan al compás de los vaivenes que a cada paso ofrece la naturaleza.
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