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La mala vida
El investigador Ezequiel Adamovsky analiza las relaciones de las clases populares con el delito. La moral anarquista y los golpes de Bairoleto. El nacimiento de las villas obreras y los límites grises entre buenos y malos.
Las estadísticas demuestran que existe una correlación directa entre el aumento de la desigualdad y el aumento de los delitos. Del dato numérico se pueden extraer muchas conclusiones (entre otras, que quienes concentran la riqueza en sus manos y quienes fomentan políticas o adoptan tecnologías que incrementan el desempleo son actores causantes de la mayor “inseguridad”). Pero una de las más importantes es que existe una extensa “zona gris” entre el mundo de la “gente de trabajo” y los “malvivientes”, una zona que se expande o se contrae según, entre otras cosas, los vaivenes de la economía. Dicho en otras palabras, no se trata de dos mundos perfectamente separados –como si uno habitara sólo la “gente” y en el otro sólo las “bestias”– sino más bien dos regiones de la sociedad unidas por canales comunicadores por los que personas concretas pueden hacer pasajes en un sentido y en el otro.
La existencia de extensos márgenes adyacentes al mundo del trabajo fue bastante clara en los momentos formativos de la Argentina moderna, aquellos que, curiosamente, hoy recordamos como una “edad dorada” a la que añoramos regresar. En el cambio del siglo xix al xx, tiempo de la llegada de inmigrantes europeos por millares, era fácilmente reconocible el universo de lo que entonces se llamaba la “mala vida”, que en esos años y durante varias décadas fue bastante extenso. Entre sus numerosos pobladores se contaban “malvivientes” de todo tipo: mendigos profesionales, ladrones, rateros y estafadores de poca monta, malevos y proxenetas. Sus dominios se extendían desde las orillas de las ciudades hasta las calles del centro y de los numerosos burdeles a los no menos abundantes despachos de bebidas, donde alternaban con personas de trabajo en sus ratos de descanso. Los delitos en las ciudades crecieron en estos años a un ritmo más veloz que el del aumento poblacional. En Buenos Aires, por ejemplo, se multiplicaron por seis en los años que van de 1885 a 1910. La mayoría eran delitos cometidos contra la propiedad y aumentaban considerablemente en los momentos de crisis económica. Contrariamente a lo que podría imaginarse, entre los “malvivientes” detenidos por la policía, la mayoría eran inmigrantes. En 1910, el 65 por ciento de los delincuentes identificados tenía ese origen. Indudablemente no todos los malhechores lo eran de manera permanente: el mundo de la mala vida tenía puntos de contacto con el del trabajo y múltiples pasajes en un sentido y el otro.
Un buen ejemplo es el de los miles de linyeras o “crotos” que vagabundeaban a lo largo de las vías del ferrocarril, alimentándose de la generosidad de la gente del campo, robando comida y/o haciendo changas. Se calcula que en la década de 1930 había circulando más de 200.000. Muchos de ellos ingresaban esporádicamente –a veces definitivamente– al mundo laboral empleándose como peones o incluso como obreros en la ciudad. Por ejemplo Cipriano Reyes, célebre por su actividad sindical en el gremio de la carne en los primeros tiempos del peronismo, había “croteado” algunos años. Como regla general, sería un error pensar que los mundos del trabajo rural y urbano eran compartimentos estancos. Por el contrario, al menos en los escalones de menor calificación, existía una amplia circulación entre uno y otro. Lo mismo vale para el trabajo ocasional y el permanente y, en muchos casos, para la “mala” y la “buena” vida.
Bandidos rurales
El límite entre una y otra ni siquiera estaba siempre del todo claro para los militantes y activistas del movimiento obrero, que en esta época se destacaban por una proverbial honestidad. Los anarquistas, por ejemplo, eran particularmente inflexibles contra todo lo que pudiera ser delictivo (al menos, en lo que refiere a los delitos cometidos en favor del peculio individual). Así y todo, son recordadas las desavenencias que este tema causó entre algunos de los dirigentes de las grandes huelgas patagónicas de 1921. Entonces, para algunos de ellos, como el Toscano y El 68, no existían motivos de peso para aceptar que la lucha de clases no pudiera traducirse en una revancha contra los estancieros ricos que incluyera violencias y expoliaciones para gratificación personal. Las diferencias en este punto con Antonio Soto, dirigente de la famosa Sociedad Obrera de Río Gallegos y máximo conductor del movimiento huelguístico, fueron irreconciliables.
Pero además de las huelgas y las grandes manifestaciones de lucha colectivas, en zonas rurales existían otras formas de resistencia en las que las fronteras entre reivindicación y delito se hacían incluso menos claras. Con frecuencia el fenómeno del bandidismo rural fue canal del descontento para las clases populares. Hubo varios bandidos, en diversas regiones del país, que despertaron la admiración y la simpatía de los más pobres, que con frecuencia los ayudaban en sus fechorías. Uno de los más importantes fue David Segundo Peralta, alias Mate Cosido. Al frente de su banda cometió numerosos asaltos en toda la zona del Chaco durante las décadas del veinte y el treinta. Sus blancos eran preferentemente las grandes empresas forestales multinacionales, los acopiadores de algodón, los bancos y los comerciantes y ganaderos ricos. Se decía de él que entregaba parte de su botín a los más necesitados. Sobre sus hazañas se contaron historias de boca en boca y se compusieron varios chamamés de gran éxito. Su fama sólo fue superada por la de Juan Bautista Bairoleto, “el Robin Hood de las pampas”, quien también fue objeto de gran devoción popular, especialmente tras ser abatido por la policía en 1941. Los más pobres admiraban y apoyaban a los bandidos no tanto por la ayuda que de ellos pudieran recibir, como por el hecho de que en sus correrías veían una especie de venganza contra los más ricos y una burla a la autoridad estatal que tantas veces estuvo en su contra. Pero en el caso de Mate Cosido o Bairoleto, la dimensión política del bandidismo no terminaba allí. El segundo, de hecho, era simpatizante anarquista y tenía buenos contactos con el movimiento. Fueron militantes anarquistas los que concibieron el plan de unificar la lucha obrera con el accionar de los bandidos para golpear un blanco en común: la odiosa compañía La Forestal. A instancias de ellos, se arregló un encuentro entre los dos legendarios bandidos, que se conocieron así en 1937 en un centro masónico obrero del barrio porteño de Barracas. Tras largas horas de charla, acordaron “expropiar” el dinero acumulado en La Forestal en un golpe unificado que afianzaría su fama de justicieros. El gran golpe finalmente no pudo llevarse a cabo, pero al menos se alzaron con 13.000 pesos en uno menos difícil, perpetrado contra el gerente de una de las subsidiarias de la multinacional. Sin embargo, las acciones de los bandidos no siempre resultaban fácilmente “romantizables”. Ni sus víctimas eran sólo los poderosos o intereses claramente repudiables como los de La Forestal. Ni en todas las ocasiones se comportaban verdaderamente como Robin Hoods criollos.
La amenaza villera
Aunque hoy sean un territorio que se imagina casi universalmente como el foco mayor del peligro delincuencial, las villas fueron suelo fértil (y lo siguen siendo en alguna medida) para el tejido de relaciones de solidaridad y sueños de una vida mejor, cercanos a los que desarrolló el movimiento obrero. Las viviendas precarias no son una novedad: las hubo ya desde el cambio de siglo y en la década de 1930 eran un fenómeno extendido en la ciudad de Buenos Aires. Desde entonces, y en sintonía con el desinterés del Estado por fomentar políticas de viviendas baratas, el fenómeno no hizo sino multiplicarse. Entre 1955 y 1966 se quintuplicó el número de habitantes villeros del conurbano bonaerense. Un estudio de 1963 reveló que existían 120 conglomerados, en los que residían más de 330.000 personas, de las cuales poco menos dos tercios eran nacidas en Argentina. Las precarias casas allí levantadas albergaban en promedio entre 4 y 7 moradores, que vivían con absoluta carencia de servicios públicos y en condiciones elementales de salubridad. En general sus habitantes tenían empleos menos estables que los de los barrios obreros, que complementaban, según los vaivenes del mercado laboral, con el cuentapropismo –los varones en la construcción, las mujeres en el servicio doméstico– o el cirujeo. Una de las villas más grandes, La Cava, en la localidad de Beccar (San Isidro), de una superficie de veinte manzanas, se formó en 1959 en un hoyo que había dejado en el lugar la empresa Obras Sanitarias. Sus primeros pobladores fueron trabajadores llegados del Chaco y de Corrientes, contratados por esa empresa y por la que construyó la ruta Panamericana. Las primeras viviendas se levantaron con toldos de obrador. Tiempo después fueron llegando inmigrantes de países limítrofes y de otras provincias y para 1976 los habitantes sumaban 30.000. Desde comienzos de la década del setenta también se hicieron notar las “tomas de tierra” que desembocaban en la edificación de barrios precarios en terrenos fiscales o no aptos para viviendas. A diferencia de las villas, que se formaban por la llegada individual y paulatina de habitantes, las tomas eran acciones colectivas y planificadas, un ejercicio de autoorganización que con frecuencia se prolongaba en la formación de asociaciones para conseguir colectivamente un reconocimiento del Estado o para gestionar diferentes aspectos de la vida cotidiana (desde el trazado de calles y división de las parcelas, hasta la instalación de salas de primeros auxilios).
En tiempos de la Revolución Libertadora y de Onganía, el Estado reaccionó con hostilidad frente al fenómeno de las villas. Su flagrante violación del principio de la propiedad privada merecía, desde el punto de vista de los militares, nada menos que políticas de “erradicación”. Aunque estas políticas a menudo involucraron toda clase de violencia sobre los habitantes, no consiguieron detener el crecimiento de las villas. Pero sí colaboraron con la politización de las demandas de los villeros y su organización. Ya en 1958 algunas asociaciones y comisiones vecinales de villas comenzaron a confluir en la Federación de Barrios y Villas de Emergencia, que poco después protagonizó manifestaciones de protesta. Aunque actuó hasta 1972, esta iniciativa, ligada al Partido Comunista, no logró entusiasmar a la mayoría de los villeros, que eran peronistas. A partir de ese año, la organización y el activismo de este sector dieron un salto gracias a la creación de otras dos entidades de ese signo. El Frente Villero de Liberación Nacional, formado en febrero de 1973 con representación de los tres principales asentamientos porteños, se propuso incorporar a los habitantes de las villas a la vida política del momento, preservando su independencia respecto de otros agrupamientos políticos. Demandó apoyo estatal para la construcción de barrios definitivos y casas en cuotas (tanto para argentinos como para extranjeros), la expropiación de las tierras ocupadas por los asentamientos, la suspensión de los desalojos y la participación en el diseño de las políticas urbanas. Aunque pronto se declaró formalmente peronista, su crecimiento fue limitado por la aparición de una entidad rival formada meses después por iniciativa de la Juventud Peronista (que buscaba tener una organización villera que respondiera más directamente a sus intereses) y con el apoyo de los sacerdotes tercermundistas. El Movimiento Villero Peronista (mvp) surgido entonces se propuso participar directamente en el Movimiento Peronista para imprimirle, como proponía la jp, un rumbo decididamente nacional y socialista. Gracias a la participación de cuadros políticos bien formados, el mvp rápidamente conseguirá mejoras para los barrios, realizará exitosas campañas de alfabetización y ganará participación en las máximas instancias de decisión del nuevo gobierno, lo que a su vez redundó en el reclutamiento acelerado de nuevos adeptos por lo que pronto tuvo representatividad en buena parte del país. Su historia terminó, como la de buena parte de las luchas similares, con la desolación que impuso sobre ellas la violencia estatal durante la dictadura.
Coda
Indudablemente no todo en el actual miedo por la inseguridad es mera “sensación” o manipulación mediática (aunque haya una gran medida de ambas cosas). La violencia que la criminalidad involucra hoy seguramente es bastante mayor que la que había en tiempos pasados. No podría ser de otro modo, en un mundo y en un país cuyos umbrales en el uso y la exposición de la violencia física y simbólica se multiplicaron por mil. La “zona gris” que desmiente la perfecta separación entre “honestos” y delincuentes, sin embargo, sigue estando allí como demostración de que los pasajes todavía pueden darse en un sentido y en el otro. La dirección que predomine no depende sólo de la probidad moral de los individuos, sino de la manera en que organizamos la vida social y el reparto de sus beneficios.
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