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El arte de la rebeldía

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Veroka Veláquez. Pinta para ganarse la vida y diseña para pagar su espacio de libertad. Cuadros y ropa que crea con idéntica pasión. Así llegó a ser tapa de los diarios de su ciudad.

El arte de la rebeldíaSi alguna vez sentiste en la cara el viento de Comodoro Rivadavia vas a entender. No te azota, sino que te obliga a aferrarte al suelo hasta con las uñas de los pies. No te hiela, sino que te fuerza a calentar la sangre. No te agobia, pero tampoco te deja en paz. Eso es el arte para Veroka, me parece.
Estoy sentada en esa habitación que ella llama casa, en el único mueble que es su cama, con el tapado y los guantes puestos, mientras Veroka me muestra sus cuadros y su historia, en mangas cortas y con mate rico. Sólo tiembla por los recuerdos que evoca, me parece.
Veroka nació Verónica Velásquez y en Comodoro, por supuesto, donde aprendió a izar las velas y a rezar su propio credo:
“No copiar.
Observar e interpretar”.
El primer autorretrato que me muestra es de su adolescencia y la dibuja sentada en el piso de baldosas y hundiendo los pinceles vaya a saber dónde, porque Veroka, desde entonces hasta hoy, pinta con y todo aquello que encuentra.
De esa época, también, hablan sus cuadros más oscuros, que ahora están amontonados en la cocina, ahí, cruzando ese patio donde cuelgan la ropa todos los vecinos que habitan esos otros cuartos que son casas. De esa cocina compartida viene ahora mismo Veroka cargando sus fantasmas de tela, que despliega ante mí uno por uno, con explicaciones y memorias que le dejan esos ojos enormes aun más grandes. “Éste ganó el primer premio en un concurso”, dirá, por ejemplo, mientras sostiene un bastidor con siluetas grises, espectrales, tan sufrientes que dan miedo.
Antes de cumplir 20, navegó hacia el puerto de Buenos Aires y ancló en la Escuela de Avellaneda, donde aprendió las bellas y las otras artes. De esa época hay telas que dan prueba de sus experimentos con técnicas, texturas y materiales: polenta, tachuelas, papeles, puntillas, pedazos de espejo.
Luego, persiguiendo vaya a saber qué utopía, viajó a Cuba donde hizo un acelerado posgrado para trazar la distancia entre el decir y el hacer. Hay inmensas láminas que testimonian cómo aprobó el examen de extranjera: siluetas bailando el tango de la soledad, no como lugar común sino como testimonio de lo común que tiene Veroka con sus raíces. La patria es para ella movimiento, me parece.
Ya de regreso, fue moza en El Club del Vino, donde aprendió a hacer artísticos piquetes para reclamar derechos, cuando el local cerró abrupta y cruelmente, luego de la muerte de su fundador y dueño.
La línea del tiempo trazada por sus cuadros da cuenta de una época que debió ser oscura, casi psicodélica, pero a la que hay que agradecerle un par de obras que hablan del puente que cruzó y de lo que encontró del otro lado: trazos y rasgos que formarán parte del estilo Veroka. Esa rabia que es raya negra, esa desestabilización que es puro ojos clavándote la mirada desde una simple tela y esas gotas que llora el pincel y brillan.
La vida y el arte
En la habitación que ella llama casa, el piso es de madera y está salpicado también por gotas de colores blanco, rojo, negro, amararillo y celeste. La mesa de luz es una silla en la que descansan los tres libros con los que duerme actualmente. Hay un estante con más libros, un ropero con menos ropa y una mesa donde cose, a mano el saco que Fernando Noy luce en las fotos que ilustran su nota en esta misma revista. El saco, rosa feo, es un regalo que le hizo a Veroka un integrante de La Colifata. Cualquiera hubiese imaginado un destino diferente que este que cose Veroka hoy, con puños de tul negro y cintas que dibujan un corset de princesa. Pero no. Ahora mismo, cuando termine la charla, Veroka se dispone a tomar el colectivo para navegar de Villa Pueyrredón al Malba y ver ese documental sobre Batato Barea que, dirá, le permitirá dar la puntada que le falta al Saco Noy: su perfume de época.
Nadie le paga ni por zurcir el saco ni por su empeño.
Veroka se gana la vida con estas cosas y se la paga con otras: estudió diseño con Roberto Piazza para parir unos vestidos únicos, que pinta a mano –uno por uno y trazo por trazo– y vende a lugares y personas amigas.
Entre ese minimalismo material y ese desborde con el que zurce cada obra, Veroka traza la frontera entre la realidad y la maravilla. Como si la austeridad representara para ella el arte de vivir y la desmesura, el arte de sentir, me parece.
El umbral
Como en toda historia, en ésta también hay un antes y un después. Pero también hay medio. En esa transición, Veroka hizo máscaras africanas, cubiertas de canutillos y mostacillas brillantes. Con sólo mirarlas se tiene la idea de qué significan: horas y horas y horas de pegar sin pensar o pensar sin pegar, me parece.
No entendí si antes o después, pero por esa época seguro, la tumbó una pancreatitis que la obligó a elegir. “Y elegí la vida”, dirá ahora, con una sonrisa que confirma que está orgullosa de haber podido y haber sabido, me parece.
El umbral, en este caso, está marcado por un biombo que tendrá la terapéutica tarea de cubrir aquel desorden con belleza. La obra se llama La Conchuda, es literalmente un biombo y representa a una mujer, piernas y ojos abiertos de par en par, como ventanas dispuestas a bienvenir lo que venga. Semejante alegoría fue excluida de una muestra que Veroka hizo en el coqueto bar del Camarín de las Musas, justo unos meses antes de que conociera al artista y maestro Mariano Lucano, quien la amparó en su taller, y justo después de que anclara en MU con una exhibición en la que nos mostró por primera vez sus obras. Desde entonces, La Conchuda se quedó, como Veroka, a vivir entre nosotros, para embellecernos con esos trazos que desparrama en nuestras mesas, en nuestras páginas y en nuestras vidas.
Ida y vuelta
El año pasado pudo pintar, finalmente, Comodoro tal como ella quería: dejando en el paredón de su costanera un gran mural desde donde una mujer mira el mar, con trazos gruesos y delicados y frases poéticas y desafiantes. Lo inauguró colgando por toda la ciudad corazones rosa chicle y coronando el cerro de su ciudad con un latido gigante. Fue su artística conclusión sobre la violencia que azota a las mujeres de Comodoro, puertas adentro. Su forma de pedir a los gritos más amor, me parece.
Este año regresó con otro mensaje. Empapeló las calles con las páginas de los diarios dedicadas a promocionar la explotación sexual. Les pintó con rojo sangre el signo de la femineidad y con aerosol negro, el signo $. Durante la pegatina, se encontró con una noticia: en los tribunales estaban juzgando al policía que abusó y embarazó a una niña. Los jueces lo excusaron –dijeron que no estaba probado que la niña no haya dado su consentimiento– y sólo le aplicaron la figura de estupro. Didáctica, Veroka pintó en la puerta del tribunal con aerosol: “Violación no es estupro”, porque en estos casos, no creyó necesaria ninguna metáfora.
Así logró lo impensado: ser tapa de los diarios locales.
No ella, sino su leyenda.
Eso es para Veroka el éxito, me parece.

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