Nota
Postales de una ciudad en cuarentena
Crónica de cómo están las calles de Buenos Aires y la -poca- gente que trabaja en el centro, en plena cuarentena por coronavirus. Lo que ven panaderas y canillitas, y lo que sufren las personas en situación de calle. El hotel en cuarentena. Los controles policiales y las medidas oficiales. Los supermercados y las farmacias. Los perros y los balcones. Lo que se siente en los cuerpos y en las calles vacías.
-Hola, buen día
Silencio.
El colectivero me mira y con un leve movimiento de cabeza indica dónde debo apoyar la SUBE.
No parece dispuesto a hablar, pero igual pregunto: soy periodista, quería saber cómo está, cómo se la pasa trabajando estos días. Vuelve a mover la cabeza. Parece que ante el intercambio de palabras está más desconfiado que de costumbre y la distancia prudencial debe marcarse aun en este estrecho margen, aun entre los pocos que estamos en las calles vacías de Buenos Aires.
Estoy solo en el colectivo, como es de esperar. Me acerco a la ventana para tener el primer pantallazo callejero: perros que sacan a pasear a sus dueños, porteros con guantes y barbijos, una pareja de ancianos que se da la mano a pesar de todo, carritos y bolsas de supermercado como el mejor salvoconducto para poder salir a la calle.
Se nota movimiento barrial, el rutinario e indispensable, colas de gente a distancia prudentes, sin la charla de chusmerío, con el cuidado –a veces vestido de desconfianza- como bandera.

El colectivero frena en el medio de dos anchas avenidas en una maniobra que cualquier otro día de la historia argentina hubiera provocado una catástrofe. Para y le hace una seña a otro de la misma línea que está en el otro semáforo, en la calle que lo cruza. La gente presente lo mira atónito, pero su pequeña impunidad hoy está garantizada.
Por la Avenida Belgrano, durante 30 cuadras, se verán uno, dos, tres policías.

En el centro porteño la imagen es otra.
En las calles, literalmente, no hay nadie. La soledad, lejos de tranquilizar, asusta. Ni siquiera hay personas en los balcones. Parece una película de zombies sin zombies.
Ivana está atendiendo una panadería, otro de los rubros generalmente abiertos, al lado de Plaza de Mayo. Durante las 4 horas que estuvo abierta hoy sábado entraron a comprar tan solo dos personas, policías.
No lleva guantes ni barbijos, y dice estar tranquila. Ella vive en Nuñez y desde allí viene todos los días en colectivo -antes, en subte- a pesar de la cuarentena. Cree que esto va para más largo de lo que parece pero –como tantas- no tiene opción.
Lo único que circula al mediodía son empleados que van o vienen de ese tipo de lugares de trabajo, a tomarse los colectivos.
Cuando pretendo sentarme en la Plaza de Mayo para esperar al fotógrafo, veo que un policía me estaba mirando y está a punto de hacer sonar su silbato. Me levanto antes del papelón, me acerco y a una distancia de unos 5 metros él se detiene, y entiendo que me tengo que detener también. Me dice: “No te podés quedar sentado. Tenés que circular”.
Circular.

El bar de la esquina de Florida y Avenida de Mayo vende comida pero las sillas están clausuradas. En el kiosco Open 25 sobre la peatonal atienden empleadas con barbijo. Burger King está cerrado, Starbucks también y Mostaza, gracias a que está cerrado, es la casa de un joven en situación de calle.
Solo en Diagonal Norte y Florida hay 3 personas sin techo.
Una mujer con el Clarín bajo la axila busca una casa de empanadas donde poder comer. Pregunta por un nombre y una dirección que Google no conoce. No sé si es parte de la paranoia, de que los lugares estén cerrados e inidentificables, o que la mujer está evidentemente perdida en el vacío céntrico… Quizá solo quería hablar con alguien.
Finalmente me para la policía y, aunque tengo la credencial, me pongo nervioso. El oficial se pone guantes para agarrar mi DNI y permiso, hace preguntas de rigor con cierto tono intimidatorio, y finalmente deja seguir.
-“¿Hacia donde vas?”, es la pregunta del momento.
Uno camina con la incomodidad de que, pese a tener el certificado para poder trabajar, cualquier arbitrariedad policial puede llevar a pasar un mal rato. El tiempo se condensa: la idea es que nadie esté mucho tiempo en la calle ni mucho menos que se mueva de acá para allá, aunque hay que circular.
La oportuna medida oficial es llevada a cabo con calma pero sin pausa por cada policía, representando la gravedad transmitida por el presidente y logrando que la evidente mayoría se quede en sus casas, más acá de las posturas y obligaciones. Excepto aquellos que no tienen a dónde ir.
Dani lleva una remera de Barcelona y, con el carrito estacionado, está sentado leyendo el diario La Nación: se acaba de enterar de que murió el histórico arquero de River, Amadeo Carrizo.

Él vive en la calle y cuenta que ningún agente estatal, ni siquiera la policía, le dirigió la palabra estos dos días de cuarentena. Y asegura que, como él, hay un montón de gente que no tiene a donde resguardarse: “¿Dónde voy a aislarme? Si vivo en la calle”.
Toma sus propias precauciones: agua de los bebederos públicos, alcohol en gel que le regaló una vecina, y no usa guantes ni barbijos porque, por su actividad, cree que a la larga es peor.
Tiene unos botines colgando del carrito, acaso el trofeo del día, y dice que para laburar todavía hay basura porque la gente “está encerrada consumiendo”.
Él, que conoce la calle mejor que nadie, recuerda que ayer, hace exactamente 1 año, estas mismas veredas estaban repletas de turistas festejando San Patricio.

La vereda del Café Tortoni, ante la falta de turistas, se ha vuelto un rancho de personas en situación de calle. A pocos metros, en el único puesto de diarios y revistas abierto está Rolando, el canillita.
Rolando cuenta que hasta ahora vendió 5 Clarines, 2 La Nación y 2 Diario Popular: casi nada. Para informarse también prefiere Clarín, aunque dice que el que más le gusta es Olé, por el fútbol: “Pero hasta Olé habla del coronavirus”, se lamenta él que busca alguna vía de escape.
Rolando está haciendo horario reducido de la mañana al mediodía, y dice que no es opción para él parar: tiene que juntar unos mangos para seguir cuchareando, según sus términos. Obviamente la venta bajó respecto a un sábado sin coronavirus, pero dice que al ser uno de los únicos kioskos abiertos, todavía la escasa venta le permite cucharear.
Cuenta que no le han sugerido cerrar el kiosko, pese a no estar entre las actividades imprescindibles, y que espera que “esto pase rápido y estemos mejor”. Lo noto tranquilo, casi contento por hablar con alguien. Por instinto elige conversar de fútbol. ¿Hincha de? Boca. “¡Por suerte salimos campeones antes del coronavirus!”, remata.
Fabián es otro canillita solitario y distinto: está tocando, en plena Avenida de Mayo, un sofisticado instrumento llamado Lapsteel. Cuenta un poco la historia, cuelga el mini amplificador y ofrece una muestra para los periodistas, mientras detrás lo decoran las tapas de la revista Barcelona:
-Puto el que tose.
-Cagazo total.
Fabián está muy tranquilo, más bien aburrido, y parece tomarse las cosas con la misma ironía que estas tapas que lo rodean.

Cruzar la 9 de julio en tiempos de cuarentena no tiene nada especial, así como no lo tiene cruzarla cualquier otro día, pese a la fama de la avenida más ancha y el fastidio de los semáforos desincronizados.
Es sin embargo la avenida que tiene más presencia policial y cualquiera que circule por ella es sujeto de control: motos policiales atravesadas generan el único embotellamiento de autos que se verá por estos días: le piden al conductor de cada auto que pasa, salvo los taxistas, sus licencias y motivos para circular.
A pocos metros de esa imagen se erige otra emblemática del momento: el Hotel Panamericano es sede de cientos de turistas que se encuentran en cuarentena. Su hall está ocupado, según cuenta el guardia a cargo, por trabajadores del Ministerio de Salud, de Seguridad y de Transporte, quienes trabajan en conjunto en esta especie de edificio blindado.

Desde la vereda de en frente se alcanzan a ver algunos turistas en sus cuartos, que se asoman a las ventanas y miran hacia abajo los movimientos que grafican que sus vacaciones se transformaron en una película de terror o de suspenso, en el mejor de los casos.

Un Rappi le deja la mercadería a un guardia y éste le tira los billetes en bollito. No quieren tocarse pero la variante no parece ser más higiénica.
Un taxista pasa escuchando cumbia a todo volumen, como si estuviera en su barrio.
Cuento la persona 10 en situación de calle en un radio de 20 cuadras.
Las pintadas son los tatuajes de una movilización feminista que augura un mundo mejor.
Un joven de Glovo bicicletea por las veredas. ¿Qué empleador le dará un certificado para circular?
Dos jóvenes se saludan con un beso y se dan cuenta después. Ríen y hacen como que se limpian.

Es paradójico pero quiero volver a casa, al encierro, en donde leía -leo- sobre cómo la naturaleza se está recuperando, hablaba -hablo- virtualmente con mis amigues y escribía -escribo- para pelearle al encierro.
El afuera de la cuarentena se parece mucho a un mundo donde solo existen farmacias, supermercados y policías.
Y gente sin lugar en donde cuidarse.

Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
Nota
La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
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